Mas yo con todo afecto le diría que el juicio acerca de su
obra podría ser más hondo de lo que sospechaba al escribir esas palabras, ya que
en otro lugar afirma que “casi nadie escribe algo si no es para llenar algún
vacío”. Y el vacío, esos vacíos propios que siente como poeta son aquellos que
ha querido llenar con la asunción de su alteridad tramo a tramo en la
construcción del “libro” como trasunto del mundo, como sucedería con el dios
hegeliano, el niño (
puer aeternus, Dionisio) que juega viendo desdoblada
su imagen al dividirse en un espejo, enajenada, despedazada, con lo cual el
hechizo ensimismado de la divinidad poética se rompería para dar lugar —en ese
mortal “juego místico” del dios-poeta consigo mismo— al tiempo y a la historia.
Y consecuentemente al canto, que es tiempo ritmado (música) e historia (tiempo
contado y relatado), y con él a la aparición del Otro, precisamente “El
Extranjero” que es a un tiempo El Mismo, destinatario del discurso poético. Es
en esa “extranjería” enunciada al abrir la boca y emitir el canto, cuando el
héroe-poeta se siente arrojado sobre el mundo, al lugar en que se reconoce como
lo único originario y comprende que sólo desde esa base abisal resulta posible
la reflexión, el sentido, la comprensión y posteriormente, en consecuencia, el
enunciado poético donde la poesía le ha sucedido por vez primera: “Una vez un
invierno” —en el título del poema que inicia el recorrido de su aventura:
La
luz es lo que anida/ entre las sombras./ Nada tiene cuerpo./ En invierno los
colores descansan/ conmigo, en este hotel de otra parte/ donde abrir la
boca ya me hace extranjero. Exacto. Antes de amanecer a esa mítica
existencia que aparece en el instante propicio.
El poema estallará en su
piel. La trizará y el poeta dirá más adelante, que es “como un chorro de sangre”
que todo inunda. Lo que en cierto modo le llevará a sentir exhausta su voz y
expresar el sentimiento de que ahora sus poemas siempre acaben en puntos
suspensivos… sobre todo al evocar a la amada perdida sin remedio, ya ajenada,
“extranjera”. Mas llegados a este punto, me preguntaré a mi mismo ahora qué
puedo hacer aquí elucubrando mientras trato de explicar lo inexplicable, la
poesía, sobre todo al presentar la de un poeta nuevo para todos nosotros, cuando
debería dejar que suene libre su voz. ¿Qué haré pues, ya demasiado viejo y harto
de leer siempre lo mismo desde el mismo ancestral poema repetido como un eco con
firmas distintas en épocas sucesivas? ¿Qué más podría decir que no puedan
adivinar los lectores en estos poemas nuevos, frescos —pese al escepticismo de
su autor, y destilados del auténtico dolor de estar vivo en un mundo hostil,
aunque bien tamizados por la peculiar ironía que otorga la conciencia de ese
mismo dolor?
“No lamentes tu pena, poeta, suelo decir a los jóvenes que
a veces me preguntan, canta canta canta, pues para ello naciste; del mismo modo
que nos dejó dicho Dante al inicio de su Infierno:
Di nova pena mi convien
far versi” (4). Ante el canto que ahora nos llega desde esa América donde el
castellano se hace español universal, todo debe sobrar; el resto lo dejaré a los
académicos que sin duda tendrán muy en cuenta a este poeta que algún un día se
leerá como un “clásico contemporáneo”. He aquí pues mi antología personal
sustraída a esa
Vida ajena, el libro que ha tenido la virtud de
conmoverme hasta las raíces de este final de década en que mis propios plazos
vitales se acortan y sólo quisiera escribir ya siempre en presente, como Tu Fu;
y también haberles ahorrado algunas divagaciones quizá gratuitas, para sentir
con Gustavo que lo único importante es
comprobar que los amaneceres son
apenas un cambio gradual en la percepción, un aprendizaje renovado de las formas
de las cosas, no un apocalipsis del alma ni un bautismo de la mente. Nada que no
pueda ser descrito apenas con las palabras calle, árbol y apenas.
***
ANTOLOGÍA DE VIDA AJENA
El invierno como fue
La ventana de mi cuarto en Heredia
donde pasé la mayor parte de mi
vida
mira hacia el sur tras la tapia del patio
sobre un jardín roído
donde a veces canta un loro.
Años atrás la vecindad era algo
menos
ruidosa de lo que es hoy
y había una población errante de yigüirros y
personas,
lagartijas y matas;
y un cielo con depresiones repentinas,
casi con problemas mentales,
se paseaba a diario sobre nosotros.
Siempre me cautivaron esas poblaciones que aparecen
por obra y gracia de
la lluvia:
me hacen pensar que hay una línea transparente
que separa las
cosas vivas
de una niñez exagerada
temiendo que Dios pudiera ver tras
las cortinas.
Algo de eso hay en mi actual grafomanía
y en esta vida
en regla que ahora llevo
cenando afuera y durmiendo solo
con la ayuda de
libros y licor de café.
Alguna vez viví en condiciones que daban miedo;
pero es la crueldad de afuera, al otro lado de la tapia,
lo que decide
si mis sueños son literales o alegóricos.
Esta hipertrofia de los nervios me
acecha siempre.
Habita mis poemas.
Con el tiempo he aprendido a
convertir las cosas
en un paisaje que habla. Cuestión de reunirlas
en
una imagen plástica o asumir que sienten
y endilgarles un adjetivo. Ahora
son apenas
el pequeño teatro de mis perversiones.
A menudo siento
lástima por ellas.
Desayuno, de Juan Gris
(MOMA, 2008) (A Julio Acuña, In
Memoriam)
Terracota es el color del origen;
y gris es
el color de Juan.
Nosotros somos lo que comemos:
tierra, letras, alas y
cenizas.
(Los colores del invierno
deberían ser los primarios:
en el principio ya fueron el agua y la ceniza).
Somos siempre un
principio, Julio:
somos la mesa con los instrumentos
humeantes y
apacibles
que dan paso a un nuevo día
.
Un plano de ruinas
Las tardes a las tardes
son iguales
J. L. Borges
(A Víctor Valembois)
*
Con letargo alguien mira hacia el Oeste
y no ve más que las fachadas
de costumbre.
Por donde la calle termina
sucede, de repente,
el milagro
rutinario de un avión que aspira al cielo.
Por esta calle, tarde a tarde
viaja el crepúsculo,
y se ven las casas sosteniéndose entre ellas
como
tercas ancianas callejeando.
*
Sin embargo, aquí es el Sur. Las vías
inyectadas de
indigentes,
la arquitectura torcida
de una estación de tren sin
uso,
los pasos en falso de los niños pobres
y cierta mugre sedentaria en
las uñas.
Aquí es el Sur y no porque sea miserable;
no es el Sur porque
los perros ladren
por miedo, más que por costumbre.
Cualquier punto en un
mapa puede ser el Sur
siempre y cuando tenga flechas que señalen
hacia
afuera.
*
Y este es el Este: el polvazal que hace de plaza
y un higuerón
tatuado de iniciales y fechas.
Por ahí un precoz edificio invade
la
vecindad antes tan amena.
El Este poco a poco inhibe
aquellos corredores
donde conversaba la gente
y donde se espiaba a los novios besándose
(otro
vicio infantil, como la leche).
Estacas de bambú y clavos vertidos por el
suelo
ya no sostienen a esa infancia que diseñaba
juegos y escondites,
huidas por un pírrico río Pirro
con meandros ahora oscuros, prohibidos.
De
este celeste rumbo
donde ayer silbábamos los días
sólo queda un humo
marchito
que arde en la mirada como lágrimas—
o como minutos que se fuman
por los ojos
contra un tiempo que sopla,
celeste y
mudo.
*
—Bienvenido a Amberes…
—Dank U Well, señor Gijsen.
Le
estuve leyendo la otra noche, precisamente,
y veo que usted también amó su
casa,
La Casa, Het Huis, ¿cuál otra?
Como a usted, me duelen las
cosas idas
y algunas gentes me dan lo mismo.
A veces yo tampoco
distingo
entre el mundo y un atado de ropas
colgadas en un día sin
viento.
No se sienta mal. Yo también
olvido a veces
para qué tengo
estas manos.
¡Qué pendejo-burgués este vicio de añorar!,
¿no le parece,
mijnheer Gijsen? Qué poco consistente
con los tiempos del mundo.
Deberíamos
estar escribiéndole al Fin de la Historia.
Pero tiene usted
razón: no es añoranza
sino la simple orfandad de haber crecido
y comprobar
que lo mismo al Norte que al Cielo
les somos indiferentes;
que vivimos a
tientas, a veces cegados
con la vaga intuición de una vida ajena.
Hay
una sola calle que es nuestra, señor Gijsen:
más allá los caminos se andan
solos
y apenas las tardes a las tardes se
parecen.
Lugares
1. Primera nevada en Amherst, Massachusetts
¡Quién fuera Rafael Alberti
y cantara: “Otra vez la nieve;
otra
vez el murmullo blanco,
las terrazas deshabitadas;
de nuevo el invierno absoluto,
el frío que está en las cobijas
de la tierra, y el agotado
sol deshaciéndose en su caspa”!
Quién fuera el poeta anhelante
que viera en el clima su paso
por el lento mar arbitrario
de lo ido — nunca lejano...
¡Quién fuera Rafael Alberti
—qué mierda—!
¡Quién pudiera ser él
y decir algo!
2. Chaves, Portugal
La vida que me rompe con sus ángulos duros
(la vida erosionada sin
la fe de mis muertos),
la vida intermitente de pasos inseguros
y la de mis poemas, la vida del silencio...
La vida evidente —diría
Melcion Mateu—
se me hace un poco ajena y falaz bajo este incendio
que a veces llamo sky y otras cielo y ahora
céu.
3. Foncebadón, Camino de Santiago
Cuando ya hemos perdido el miedo
a no escuchar más que el propio
pulso
y sólo queda el polvo de los pasos
entre muñones de zacate seco,
las cercas de piedra se aflojan, irreales,
y se llena de moscas
agobiadas la ermita.
(Parece pobre este silencio
pero lleva siglos madurando.)
4. Café de La Posada
El museo protege lo pasado
entre torres caídas y paredes
baleadas. Un cuartel es el mejor
lugar para tomar clases de historia.
Por la avenida sube todo el tránsito;
el tránsito acumula nuestros
éxodos—.
Es de estos que provienen nuestros males
y de estos provienen
nuestros versos.
La muchacha café me habla de vos
y ocupa lo esencial en esta tarde.
El reino de mi mundo es una taza
humeante y estas breves insurgencias.
5. Nocturno en Esparza
El aguacero golpea sobre el techo de zinc.
Las hojas del almendro
cabecean aturdidas
y el mar de Caldera se hace un charco de noche.
Los
relámpagos encienden micro-días.
Los gruesos chorros de agua helada
parecen troncos de teca en la ladera.
Abajo, en Salinas,
cae el agua como más sombra sobre las cosas.
6. Idaho, 1997
Olguita me envió un pétalo en su carta y me pidió que revisara si hay
flores donde vivo o si el cielo es parecido al que está sobre su casa pero aquí
sólo veo nieve y de noche el cielo es el mismo con sus estrellas y su negrura es
más ancho que nunca pues la luna se me pierde a veces aunque yo no me
entristezco porque el pétalo no se marchita y releo la carta en la que Olguita
escribió que la vida a nuestra edad se ve bonita mientras espero salir de esta
casa para regresar a la mía y ver la flor entera sembrada bajo el cielo mismo
angosto y a Olguita linda imaginándolo todo y escribiéndome cartas.
Caligrafía
un poema urgente inicia batiendo un
lapicero
como quien hace chocolate con rodillo
removiendo la tinta seca de todo lo que
fuimos
los raspones los
granos el agua oxigenada
cerca de las palabras frontales donde
acaso sufrimos
las primeras heridas los
insultos que explican
que las palabras
son grietas poros que erosionan el mundo
el poema estalla en la piel como un chorro
de sangre luego
algunas rimas cicatrizan
lo envejecen y
concluye inevitablemente
tras haber oído infinitos ecos del vacío
metáforas y adverbios que estilizan el miedo
las orquídeas son flores proustianas
el perfume traumático de una madre que
cultiva
raíces que otra mano arranca el clima
cambia
la lengua invierna y las orquídeas se
secan
nuestro héroe-poema decide entonces
convertirlo todo en leña y se siente
tan solo tan feliz
tan excitado
cuando una astilla arde
que entiende que al morir será cremado
pero no cremado en leche y
azúcar
a la usanza de sus seis años toda
la
amargura del mundo disimulada con vainilla
salud de hogar emulsión de scott
los
poros son ahora surcos sensibles
la primera
vez por ejemplo que
alguien lo tocó
y supo que la imaginación tenía sus
límites
como el número de versos los
años diríamos
provistos para ser sí
mismo el poema de la vida
un poema malogrado
que como los pañales
no es más que otro fragmento
autobiográfico
nuestros cuerpos van domando sus
metáforas
su urgencia de estallar a veces
hasta
su caligrafía
Evelyn Place
(En memoria de Eileen
Simpson)
A menudo yo tomaba el desayuno en Evelyn Place
con Erich Kahler y
Hermann Broch. No era inusual
que Erich y yo desayunáramos solos mientras arriba,
en su cuarto,
Hermann daba muerte a Virgilio.
Con la amenidad nutricia del té y los huevos fritos
discutíamos Los
Beatles y la sociedad de Princeton.
Siento horror al pensar que todo esto ocurrió
de seguro en otro siglo.
Cierto es que hoy
todo aquí parece igual. Con la diferencia, claro,
de que ya todos
ellos están muertos: Broch y Kahler,
John y Delmore, muertos y en paz.
Y vos tan solo… Debe ser duro
sentirse tan solo.
Pero ellos sí que sufrieron pérdidas cuantiosas,
de esas que nos
curan de nosotros mismos.
No como vos, perdido si acaso en tu intimidad excesiva
que te
arrastra y te ciega. Incluso a menudo me pregunto
si serían iguales tus poemas sin esa nostalgia de vos mismo,
sin tu
afinidad profunda con tu propio desapego.
¿Que cómo sé que escribís poemas? Se te nota en los ojos idos
y en
esa ingenuidad de buscar ideas leyendo en otras lenguas.
Las ideas son como las mujeres, muchacho: basta una, ojalá
concreta. Luego hay que tratarlas mucho tiempo y conocerlas.
Tampoco hay que ponerse muy grave en estas cosas
porque las ideas,
como las mujeres y las lenguas,
requieren de un humor peculiar para entenderlas.
Eso decía Broch.
Nunca se me olvida.
En fin, ya sabés a dónde te llevarán estos placeres:
te tirarán a
un río helado o te harán pecar contra tu mente
envenenándola de auto-compasión y whiskies
hasta que un final sin
humor te reclame y arroje
por tres días anónimos en el libro de una morgue
cuando no
directamente en el símil de una cloaca.
Por eso te ruego, muchacho: menos ego. Menos ego. Retorná
a la
saludable divinidad de las piedras. O adoptá una gallina.
¿O sos de los que piensan que un poema se escribe
sosteniendo
gentilmente una pipa en una mano
y con la otra palpando una nalga prohibida? ¿Embarazar
a la criada?
¿Asesinar al padre? Nunca hagás un mar con el
charco de tus odios, ni honrés con tu tristeza a la idiotez ajena.
Quejarte es una pose inútil; un lujo que no podés darte.
Te aconsejaría que bailaras más. Eso es bueno para el espíritu.
Bailá un día como si fueras gay y otro como si fueras niño.
Bailá como si todo dependiera de ello. La música en exceso
―aprendételo bien― nunca es un exceso.
Recordá que en las cosas soñadas empieza la responsabilidad.
Nada
se recupera; todo hay que rehacerlo…
No sé qué más decirte… Bueno, nunca cambiés en nada, ¿oíste?
No
cambiés. Al menos no por mí. Y si un día
querés saber de Broch o hablar de Randall Jarrell, bueno,
venite
acá, tomamos té. Cantamos Let It Be…
Ánima: un idilio
Hace calor y en la casa no hay gente.
Hace calor y las viudas se
bañan
disimulando que sus ingles sufren
ansias como sus cuellos y sus
médulas.
Hace calor y sus cabellos huelen
a un barro viejo de café y
melaza.
Alguna quiere andar desnuda, mas
no puede — la salud no lo
permite:
sería el estropicio de esa pátina
que crece como costra de los
días
y que arde cuando ya es la tarde inmóvil
y el paisaje es este
idilio sin gente.
Pero sudan.
¿Qué harán ellas ahora
en este calor sin brisa? Todavía
no es de noche y
ya están solas.
No
me pregunten
si este bochorno fue suyo otras veces.
Hace mucho que
aprendieron su nombre.
Su lasitud ya era otra pariente
cuando aún no
plañía en las cobijas,
y casi con ternura la miraban
acomodada en su
silla de estar
o barriendo las hojas en el patio,
haciendo todo lo que
en otros días
hacían los hombres…
(Acostumbrado,
sin quien lo detenga, el sol se desplaza.)
Apenas un rocío bastaría—
bastaría una brisa para ahogarse.
Las
viudas están solas. Sudan gubias
que tallan maderas secas. Son algo
que
ha sucedido tantas veces, tantas,
que van sospechando ser un encono...
Pero hace calor y les pesa el aire.
El cielo es un incendio que sofoca.
No hay agua que las calme.
Con
el puño
de sombra que trae una nube, lubrica
el cielo a sus criaturas.
Ellas creen
que hace salir amor de las manos.
Pero sólo hace calor y les
suda
el cuello, y les suda mucho la espalda,
y a pesar de todo esto
ellas dirían
que hace frío, mucho frío. Tal vez
porque a falta de
alguien más, el calor
no abriga; y no hace nada andar desnudas
si
alguien más no las mira y se desviste
también: con ellas contra el tibio
vaho
sentada la oscurana entre las hojas,
las camisas chorreando los
hedores
del día, el agua que entra en la corteza
del mundo, y el fuego
de un dios poseso
quemando en los vientres…
Hace frío y en la calle no hay gente
y aunque saben las viudas que
no hay nadie
hablan solas con sus húmedos ecos.
La piel se siente hoy nueva y agitada.
Soneto del siguiente día
En las horas que enlazan a los días
con codicias recíprocas se
amarran
dos cuerpos que se enturbian y se embarran
de un sudor habitual.
Las calorías
se queman y las sales se disuelven
en aguas de un morir que
no es la mar.
Las manos se deslizan como un par
de agentes subrepticios
y se pierden.
Ninguno de los dos acaba pronto;
desnudos, ven un cielo en
cuyo fondo
se anuncia la mañana que empezó
temprano la noche antes: se
encontraron
y con sed genital se prodigaron
afectos que la luz del día
aclaró.
Villanela
Mis poemas se han vuelto pensativos;
hay algo lento en ellos, no hay
firmeza;
siempre acaban en puntos suspensivos…
Rechazan ciertos temas obsesivos
como yo, mi reflejo y mi
tristeza,
y aún así yo los noto pensativos…
A menudo parecen decididos
a explotar en verdades y promesas
pero
acaban en puntos suspensivos…
Mis poemas son viejos descreídos
a prueba de fervor y
sutilezas
que se miran el rostro, pensativos…
Mis poemas son seres precavidos:
mencionan poco a Dios—y a la
Belleza
la despachan con puntos suspensivos…
Por temor a esos vuelos compulsivos
donde antes se estrellaban la
cabeza
mis poemas se han vuelto pensativos:
siempre acaban en puntos
suspensivos…
Por el río sinuoso
Hoy como ayer, es difícil escribir
un poema simple. Eso dijo Mei
Yao Ch'en.
Llevo horas leyéndolo a él y a Tu Fu, y he notado
que casi
todos sus poemas están escritos en presente:
alguien canta una
canción del Sur;
es primavera en las montañas; un halcón
está
suspendido en el aire. El pretérito aparece
cuando se
habla de la muerte: Tu Fu reporta que
un árbol del desierto perdió
sus pocas hojas.
Mei Yao Ch'en, en un poema llamado Pena, declara:
“El cielo se llevó a mi esposa”. Pobre de él.
Al final de ese
poema ya no ve ni a una sombra
en el espejo. La soledad es así; nos borra.
Una vez me perdí en un gentío — creo que fue
un 15 de septiembre;
estábamos de paso en Alajuela
y era la primera vez que yo iba. Por una hora,
más o menos,
me sentí tan solo que a veces me cuestiono
si realmente
estuve ahí; y si lo estuve,
¿por qué no recuerdo a nadie? Si acaso me quedé
sentado al pie de un muro. Cuando mi hermano me encontró
fue como haber
despertado de un sueño ajeno.
Pero volviendo a los versos,
los otros que
encontré fueron estos:
“Es lo mismo con esta bella vida
que me era tan
querida,” dichos por Mei Yao Ch'en
en Sobre la muerte de un recién
nacido,
un poema que termina con una madre vertiendo
lágrimas de
sangre, mientras sus pechos aún se llenan
con leche. Sólo que aquí no se usa
el pretérito
sino el imperfecto, y algo suena a suspiro.
El pretérito es
a la pérdida lo que el imperfecto
a la melancolía. No es lo mismo anhelar lo
que se va
que llorar por lo perdido.
(Sobre la calle
una luna sin nubes
anuncia el viento.)
Tengo entendido que en chino no hay tiempos verbales;
las cosas se
dicen en presente
con un aspecto adverbial que especifica su tiempo.
Ayer yo amo, por ejemplo, es la forma de decir amé.
Pero eso no explica por qué
los poemas de Tu Fu y Mei Yao Ch'en están en
presente.
Estos de seguro fueron hombres normales, con deudas
y
horarios; con rutinas, nostalgias y deseos;
de seguro escribían de manera
regular sobre
las mismas cosas. Pero llevo horas leyéndolos a ambos
y es
como si ninguno tuviera memoria
o como si nada les resultara
evidente.
(El subjuntivo, por cierto, no es un tiempo verbal,
sino un estado
de ánimo: Tal vez me vaya — me dijo ella,
desalentada; Como
querás — le respondí yo, indiferente.
El subjuntivo sabe que la
voluntad avanza a merced del clima.)
A mi alrededor quizá hay más cosas concretas
de las que puedo
percibir. Constato lo mismo
todas las mañanas: los mismos árboles
innombrables,
pájaros precavidos y ardillas estresadas
royendo una
bellota cuyas cúpulas al secarse
se despegan y parecen boinas de fieltro.
(Ella me regaló
una bellota con cúpula; un amuleto para cuando
me
sentara a escribir. Parece una pequeña cabecita
con boina. Yo la llamo Pío
Baroja,
con mucho cariño). Pero el punto es que
cada mañana veo lo
mismo. Se requiere un corazón
muy amplio para escribir siempre en presente.
Cada día
un nuevo día; el río es, pero no como era; las cosas son ellas
y no serán símiles. Tal vez escribiendo en presente
llegaría a componer
un único poema
sobre las estaciones climáticas. Y no sería poco:
hay
tanto que aprender de la luz y sus migraciones.
Hace unos días casi me congelo
tras quedar absorto viendo un
junípero en otoño—
me dio la noche y descendió la temperatura;
estuve
jalando mocos un buen rato. Entré a la casa
y preparé una sopa de algas — un
amigo me las trajo
y yo no sabía que más hacer con ellas. Aprendí que
las algas no se pueden morder: se pegan como sanguijuelas
en las paredes
de la boca. Hay algo inquietante en las algas,
algo invasivo; me hacen
sentir cubierto de escamas.
Ella también me besaba de esa forma invasiva,
buscando
los pliegues de mi boca. El sexo nos limpiaba la piel.
Era como
un cuchillo que nos quitaba las escamas.
(Hablando de sexo, hay una broma muy conocida
que se hace con las
galletas de la suerte que dan
en los restaurantes chinos. El chiste es
agregar “en la cama”
a lo que sea que diga la suerte. La última vez
yo
saqué: “La filosofía de un siglo es el sentido común
del siguiente... en
la cama,” lo cual es bastante estúpido;
pero a alguien más le salió
ésta: “Acepta la siguiente
proposición que escuches... en la cama,”
lo cual sí tiene algo de malicia.)
Una vez le ofrecí a ella
que me pidiera cualquiera cosa... en la
cama.
Ella no sabía qué decir. Lo digo en imperfecto
porque hoy
anhelo su disposición de esa noche.
Todo pudo haber sido mejor. Es un arte
sutil aprender
a ofrecerse. También la excesiva intimidad
nos borra un
poco, como la soledad. Después de todo
es bueno tener escamas; saber hasta
dónde llegamos nosotros
y dónde empieza la corriente que encaramos. Y es
bueno
deshacerse de esas escamas como una bellota
se deshace de su
cúpula; es bueno rodar y perderse
entre las hojas caídas de un árbol
desconocido.
Es necesario perder para aprender a nombrar.
Si yo fuera Mei Yao Ch'en escribiría
que a plena luz del día sueño
que estoy con ella,
y que de noche sueño que aún sigue conmigo. Si fuera
Tu Fu escribiría sólo en presente
y me sorprendería ante una canasta de
frutas, no ante
los tiempos verbales de mi idioma, sus aspectos emotivos.
Escribiría poemas simples que al cabo de un rato olvidaría.
Y por eso
quizá es que después de varias horas los poemas
de estos hombres resbalan en
mi mente como niebla. De ellos
sólo me queda una breve ilusión de fijeza.
Algo está allá, en el pasado irrecuperable, tenso
en el recuerdo,
sostenido por los nombres. Mientras tanto,
Tu Fu y Mei Yao Ch'en navegan por
la bruma del tiempo
como dos botes sobre un río sinuoso. Y por encima de
todo
la luna brilla.
Ghazal
La memoria contiene un afán de realidad.
La memoria es deseo, como
lo es la realidad.
Por calles que más que eso son recuerdos nublados,
detalles de una
atmósfera, luz sin realidad,
imagino que invierno sería una palabra
más cálida que ausencia al
hablar de realidad.
Las últimas señales del día en las paredes.
Amanece la noche.
Duerme la realidad.
Lo que fue de la sed quedó en los vasos vacíos;
pero esta operación
es tiempo, no realidad.
Como dos que se quisieron pero se cansaron
recogemos la ropa (hemos
muerto, en realidad).
Nadie nos dijo cuánto durarían las cosas,
(durar, que nunca ser, es
la vida, en realidad).
Cuando el último gesto es recoger en un saco
las horas infartadas
de un día sin realidad,
no sé, algo queda renco y oscuro en los sentidos;
la vida no se
apaga, pero sí la realidad.
Si pudiera ser fuego, ¿quemaría esta casa?
¿Podría restituir con
fervor la realidad?
Lo único que existe es el teléfono ingrato.
La duda de si hay
alguien ahí, en realidad.
“Aló, ¿habla Gustavo?” Esta vez diré que no.
Mañana no estaré y
hablará la realidad.
Los trabajos y los días
Mientras duermo, la señal del radio se extravía
y me hace soñar que
alucino en Patmos.
Despierto con las manos sobre mi cara y me veo
preso
en el orinal de un parque de esculturas.
Cada mañana trae sus miedos surrealistas.
Las cosas parecen haber estado esperándome:
tan pronto abro los ojos suena el teléfono;
tan
pronto me pongo en pie se cae la cortina;
de pronto
todo en
el mundo me pide que lo repare.
Yo soy yo y mis patéticas falacias.
Luego tiembla un poco: 2.6 en escala de Richter.
Toqueteos entre
Cocos y Caribe
como si una dialéctica tectónica recorriese
los fantasmas
de mi existencialismo.
He desperdiciado mis impulsos en teorías.
Y de pronto galopan frente a mí las mañanas
a los diez años de
edad, (quizá era enero),
en las que un gallo irrefutable nos despertaba
y la mente aún no encendía sus reactores suicidas.
Las dudas, como el pasto, acababan en boñiga.
Ahora despertar es un gaje del oficio,
el ritual de una pérdida
constante.
La cuajada se parece a un corazón helado y cínico
y una
cucharada de café a deshoras
se convierte en la metáfora de una vida
estéril.
¿Cuándo me volví esta pereza de domingo?
Aquellos días
en que nada necesitaba odas
para sernos
llevadero,
cuando acaso nos movía un cierto siempre
que podía prescindir
de la memoria.
Hoy en mi caverna veo destellos de esos días.
Tres episodios con lluvia
I. Visión
La eternorretornable luz que cae
sobre una Heredia exhausta
brinda el tono preciso
a una tarde amarilla.
Torsión crepuscular.
Las nubes muestran
los síntomas hepáticos del cielo.
Los hombres que levantan con pereza
gris una obra gris
erigen
muros ásperos
que impiden a los niños conocerse.
La lluvia bajará por
esos muros
y alambres de cuchillas
hacia el silencio urbano de otras
tardes.
II. Gleba
Cuando el día era azul, Max me decía
que un día gris de reposo nos
aguarda:
que un paisaje tranquilo
que parece como sombras
evocadas del pasado
ya había sido dispuesto por los dioses.
Max, que se había quedado sin lluvias
desde los días de París y
Gleba,
cuando el mítico César
anidó en su buhardilla—
Max,
digo, fue un gentil paño de lágrimas,
un faro en el agobio
de naufragios leídos como propios.
III. Memoria
Eugenio era otra cosa.
Él nunca erigió muros.
Vivía solo en su
memoria vaciada
sin poder recordar quién en su casa
se quedaba o se iba.
Eugenio murió oliendo los limones.
Una tarde, con músicas en sepia,
Eugenio entró en la lluvia;
—la sombra de su madre
nos despidió sin más desde el vivero.
Entonces le escuché bajo la lluvia:
Un murmure; e la tua casa
s’appanna
come nella bruma del ricordo—.
Recordar es ahora un pasatiempo
cuando el tiempo no
pasa.
Ars Poetica (a imitación de la de
Coninck)
Dice la cita:
“Con letargo alguien mira hacia el Oeste
y no ve
más que las fachadas de costumbre”.
Originalmente esos versos decían
“Con letargo alguien mira hacia el
Oeste
donde convergen fachadas eternas”.
Me tomó cuatro años cambiar eso.
Cuatro años para aprender que
hay
palabras que mienten por ajenas.
La eternidad le queda bien a Roma,
a las película de Burt
Lancaster
y sobre todo a los recién casados.
Pero si un poeta en Costa Rica dice
que algo es “eterno”,
—ahí
donde los bares
cambian de nombre con cada luna llena
y los barrios de ayer son las
nuevas zonas francas;
ahí donde cada veinte años un temblor
o un volcán llega a abolir el paisaje—,
si un poeta ahí dice que
algo es “eterno”
uno sabe que el poeta está mintiendo.
Para ser poeta en estos valles se requiere
de un alma repentina, y
una enfermiza pasión
que domine a la costumbre y la resista.
La eternidad dura apenas cuatro años.
Si algo puede
corregir esta sentencia,
eso, quizá, sea la poesía.
NOTAS
(1) Gustavo Adolfo Chaves (Heredia, Costa Rica, 1979)
ha publicado Cuentos etcétera (relatos, EUNED 2004) y Vida ajena
(poemas, EUNED 2010). Ha editado, seleccionado y prologado En esta rara
noche: Poesía selecta 1970-2008 de Carlos de la Ossa (EUNED 2009), y ha
traducido Fin del continente: Antología mínima de Robinson Jeffers
(Editorial Germinal, 2010). Estudió ciencias políticas en la Universidad de
Costa Rica en San José. Tiene una maestría en literatura por la Universidad de
Massachusetts-Amherst y estudios de doctorado por la Universidad de Maryland.
Fue finalista del Segundo Premio de Literatura Joven Latinoamericana ST Dupont –
MEET en 1999. Ha sido incluido en Historias de nunca acabar: Antología del
nuevo cuento costarricense (Editorial Costa Rica, 2009). Actualmente dirige
la “Colección Ezra” de traducciones en la Editorial Germinal. Co-edita, junto a
Silvia Piranesi, el capítulo Costa Rica del muestrario internacional de poesía
“Afinidades Electivas”, y mantiene un blog de traducciones:
cafeverlaine.blogspot.com. Actualmente prepara un libro de traducciones del
poeta ruso-estadounidense Ilya Kaminsky, qure verá la luz en España en 2012 en
la colección “Jardín cerrado” de la editorial “Libros de Aire”
(http://www.librosdelaire.com/presentacion.html)
(2) É uma paz de halcón,
desde sua altura/ medindo as fronteiras./ Baixo as garras só rocha
dura/ mas no bico estrelas verdadeiras. En estos versos leemos en
toda su intensidad el sentido de la frase que el médico y poeta Miguel Torga
escribió en su diario: “Lo universal es lo local sin paredes”.
(3) “Retratos
De Una Generación Imposible-Muestra De 10 Poetas Costarricenses Y 21 Años De Su
Poesía 1990-2010” (San José, EUNED, 2010).
(4) Commedia, Inf. XX,
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