Así, en el 2001, se puso el traje de faena y se ensució de grasa los dedos,
para armar el motor de su primera novela,
Llorar con tus ojos (
Ediciones
Carena, 2010), la historia de una mujer que pierde a su
única hija en un accidente de automóvil; su marido conducía demasiado deprisa.
El matrimonio se rompe. Y completamente desgraciada, encuentra a una persona que
está tan sola como ella… Con
Llorar con tus ojos, el autor quiere aliviar
el dolor de las desdichas como sólo lo saben hacer las ninfas y las Pilis: “Soy
creyente, y pienso que hay mucha gente infeliz en este mundo. Me gustaría que la
gente fuera más feliz. Hoy somos tan esclavos o más que hace 2.000 años”, deduce
Santiago Sabaté, que sufre las consecuencias de la crisis
económica (despidos, embargos, rescisiones). Esto lo escribió en el bus: “En el
vasto imperio romano, la esclavitud era la condición mayoritaria de la
población, y lo es aún, aunque el derecho al voto y el trabajo con o sin
contrato intenten encubrirla sin éxito. Y sigue en pie con los impuestos que nos
comen la vida, con las hipotecas casi feudales, con el sinvivir de la
precariedad laboral y con el pánico al paro, que fuerza a la juventud y a
muchísima gente a aceptar todo género de opresiones mientras los gobiernos
gastan millones en ostentaciones, en corruptelas y en sofisticado armamento”.
Santiago Sabaté se ensució el mono y empezó a montar el motor de esta
fábula que acaba bien, como los buenos cuentos. Así, primero de todo, colocó las
anáforas con el cambio y el diferencial sobre el elevador de los
encabalgamientos, revestidos de la liturgia de los fonemas (“Me acuesto con el
dulcísimo sabor de haber pasado una velada mágica e inolvidable”). Desde abajo,
Santiago elevó las figuras retóricas (hipérbatos, hipérboles, tropos) en el
recinto de las sílabas (“La luna, tan roja como sabe ponerse el sol cuando está
en el ocaso, se levanta majestuosa del horizonte donde se funden mar y cielo”).
Enroscó las leyes de la ortografía —suprimiendo los ripios y las erres
de más— al bastidor de los morfemas gramaticales (“Recorridos unos quinientos
metros, Silvan nos bisbisea que guardemos silencio”).
Enroscó la
supresión trasera de la infraestructura de las voces, y colocó los tornillos en
la masa de seguridad de sus campos semánticos, y después los afianzó con la
llave de apriete. Retiró el elevador de las combinaciones de vocablos y enrolló
la cinta de los campos al cambio.
Conectó el enchufe de las oraciones
indeterminadas para el sensor de los significados (rojo), el regulador de las
tramas varias (negro) y el conmutador de grupos preposicionales (“No sabemos ni
el cuándo ni el cómo; desconocemos asimismo la potencia del artefacto que
producirá el estallido”). Ensambló el varillaje de los personajes. Arregló los
tubos flexibles de refrigeración del narrador y la calefacción suelta de la
protagonista (Mara Torres).
Montó en la obra los semiejes de espacio y
tiempo. Quitó los tapones de cierre, colocó el destornillador del desenlace en
el borde adecuado. Con un Pilot, a golpe de acción, introdujo en la caja el
interés narrativo y reguló las articulaciones-guía a la mangueta de las
descripciones (“Me agrada su construcción en forma de obelisco y su ingrávida
aguja triangular que atraviesa verticalmente el edificio desde abajo hasta lo
más alto”).
Tensó las correas y apretó la tuerca almenada en los
diálogos, y los aseguró con la pinza del capítulo 5:
—¿Sí? –digo, dando
entrada a la llamada.
—Soy Farah Amengat llamando desde Jerusalén. ¿Es
usted la señora Torres?
Montó la cámara de prevolumen y los soportes
delanteros, y puso la primera frase de
Llorar con tus ojos al ralentí:
“Soy Mara Torres y elegí mal al que tenía que ser mi marido”.
Y el libro
echó a andar.