No es descabellado pensar que Paul Auster haya sido abducido por la
peligrosa tentación que es convertir el arte en una rutina, en un oficio con el
que vamos matando el tiempo, tirando millas y cumpliendo años. Las novelas de
Auster, como pasa con las películas de Allen (
como
comenta Agus Alonso G. en
rtve.es), se han
convertido en un acontecimiento cultural anual, una pequeña tradición otoñal que
se recibe con alegría pero cada vez con más desconfianza. Porque si el arte se
domestica, corre el riesgo de dejar de serlo, y con eso no decimos que el arte
no tenga su buena dosis de trabajo, de oficio, de técnica, de hincar codos. Pero
“los artistas satisfechos están muertos”,
decía
hace poco el poeta Irazoki, y crear novelas, o películas,
para evitar la angustia del vacío es cosa incluso perjudicial para el arte. “¿Y
qué quieren que haga, que me ponga a ver la tele?”, replicaba Woody Allen, en
una entrevista reciente, ante la clásica pregunta de por qué hacía tantas
películas, a su edad, y con tan dilatada trayectoria.
Arranca
Sunset
Park de un modo potente, por cuanto de desolado retrato de la actualidad
muestra: las famosas 'foreclosures' o desahucios inmobiliarios que están a la
orden del día en EEUU, como consecuencias de las chapuzas del mercado de la
vivienda en aquel país. Un nuevo perfil de trabajador ha nacido: la del
encargado de 'limpiar' esos hogares sin habitantes ya de todo tipo de objetos
personales y rastro de vida anterior. La nueva criatura de Auster, Miles Heller,
nos recuerda, en cierta manera, al Marco Fogg de
El Palacio de la luna;
un tipo que deambula por los límites de distintos abismos interiores, y que
arrastra un pasado oscuro. Por su culpa murió su hermanastro y, sintiéndose no
querido en casa, abandona a su familia. Se convierte en un prófugo familiar y
reduce su campamento base sentimental a Pilar Sanchez, así, sin tilde, de origen
cubano.
Auster es un escritor de acción, no
de reflexión, ni de evocación poética, y su prosa ágil y limpia funciona cuando
va supeditada a una serie de acontecimientos que, por su carácter más o menos
extraordinario, nos atrapan
Lo que parece un
relato unipersonal de la particular peripecia de Heller se va, poco a poco,
abriendo a otros personajes. (Heller, de 28 años, es guapo e inteligente,
irradia un extraño magnetismo que le convierte en el centro de atención de las
reuniones, aunque él no lo quiera. Es casi tan guapo como Adam Walker, el
protagonista de la anterior entrega austeriana,
Invisible, dato ese menor
e irrelevante en esta crítica, pero que no deja de ser sorprendente.) Así, van
desfilando otros personajes, que irán nutriendo la trama, reunidos todos en su
centro de operaciones, la casa de Sunset Park de la que se han apropiado. Y si
bien es un acierto esa inclusión de un mayor elenco, llega un momento en que el
lector leído, valga la redundancia, no puede evitar una cierta sensación a
'apaño narrativo' cada vez más habitual en las novelas de Auster. (En la notable
La noche del oráculo, hace de la necesidad virtud cuando, al no saber qué
hacer con un personaje, lo condena a no salir del cuarto en el que está
encerrado, y lo deja ahí, a su suerte, bloqueado. Un callejón sin salida en un
laberinto narrativo que Auster decide, deliberadamente, dejar irresoluto. En
Invisible, toda la trama del incesto entre el protagonista y su hermana
tiene un descarado tufo a relleno, morboso relleno, eso sí, con el que salva uno
de esos callejones narrativos.)
En 1868, el escritor Émile Zola dijo, en
plena efervescencia de nuevas manifestaciones artísticas como el impresionismo,
que “el objetivo del arte moderno es captar un rincón de la creación, visto a
través del temperamento del hombre”. La esencia de un aspecto del universo,
visto a través de una mirada única, subjetiva, rica de algún modo. Esto es lo
que buscamos en aquellos escritores que, habiendo renunciado a cierta trama
argumental capaz de seducir al lector e ir llevándolo por las páginas a través
de distintas argucias narrativas, apuestan por volcar su particular mirada sobre
las cosas. El problema es que, en Auster, esta mirada es pobre. Auster es un
escritor de acción, no de reflexión, ni de evocación poética, y su prosa ágil y
limpia funciona cuando va supeditada a una serie de acontecimientos que, por su
carácter más o menos extraordinario, nos atrapan.
Sólo cuando termina la novela, y
recogemos una cierta sensación general, un retrato global y contemporáneo de la
juventud, recibimos una impresión
compacta
Hay algo de extraordinario en la
peripecia del personaje central: su huida, los remordimientos, pero el resto de
personajes se enfrentan a problemas cotidianos. Y si esto funcionaba a las mil
maravillas en
Brooklyn follies, novela sin aparentes pretensiones sobre
las relaciones padre-hijo, la enfermedad y la muerte, en
Sunset Park la
fórmula no acaba de cuajar. Parece que Auster quiere construir un personaje de
calado, un descreído de hechuras raskolnikovianas y que, al notar que Miles
Heller se le agota, o que le suena a
déjá vu, opta por introducir nuevos
personajes. Pero ninguno logra adquirir una gran dimensión, porque sólo cuando
termina la novela, y recogemos una cierta sensación general, un retrato global y
contemporáneo de la juventud, recibimos una impresión compacta. Antes, hay una
serie de descripciones de las motivaciones y actividades de los personajes que
no resultan del todo atractivas; por alguna razón, resultan demasiado
normales, en el peor sentido de la palabra. Y leer sobre gente normal,
con un estilo plano, sin saber muy bien qué pretende el autor, puede terminar
resultado aburrido, una pérdida de tiempo.
Especial mención merece un
cierto estilo por desgracia habitual en Auster que podríamos denominar como de
'falsa Wikipedia' (esto llega al paroxismo en
El libro de las ilusiones).
Datos y datos sobre personas que sólo han existido en la imaginación del autor,
y cuya profusa información nos resulta irrelevante. Esfuerzos por lograr una
verosimilitud que no aportan nada si no es un relleno. Y tan cansino como este
recurso resulta un tono que adopta Auster y que podríamos definir ahora como
'wikipédico', pero sin el epíteto de 'falso'. Como las varias páginas que dedica
al trabajo que realiza Alice Bergstrom en en el programa 'Libertad para
escribir', que promueve el PEN. Un meandro de tipo político en el que Auster
muestra su solidaridad con los perseguidos por hacer uso de su libertad de
expresión, como Salman Rushdie o el recientemente galardonado con el Nobel de la
Paz (dato que Auster no podía saber cuando escribió la novela), Liu Xiabo.
Insertos extraños que se repiten a lo largo de la novela, sin que aporten nada a
la trama, y tampoco contribuyan a crear una obra más bella, o poética.
Pero sí que nos invade una torrente poético cuando cerramos el libro,
con una hermosa última página, y empatizamos con ese puñado de personajes
desesperanzados, convertidos de la noche a la mañana en unos 'sin techo'. No
querer prostituirse laboralmente, no querer entrar en determinadas y alienantes
ruedas de molino de la sociedad capitalista, su fidelidad a ciertos principios,
los hace buenos personajes. Ahí se redime Auster, con ese retrato lúcido de esa
'generación perdida' de cuando el 'crash de 2008'. El problema es que para
llegar ahí, da la sensación de que Auster ha ido dando palos de
ciego.