Eduardo Mendoza: <i>Riña de gatos. Madrid 1936</i> (Planeta, 2010)

Eduardo Mendoza: Riña de gatos. Madrid 1936 (Planeta, 2010)

    TÍTULO
Riña de gatos. Madrid 1936

    AUTOR
Eduardo Mendoza

    EDITORIAL
Planeta

    OTROS DATOS
Barcelona, 2010. 432 páginas. 20,90 €



Eduardo Mendoza

Eduardo Mendoza


Reseñas de libros/Ficción
Eduardo Mendoza: Riña de gatos. Madrid 1936 (Planeta, 2010)
Por Justo Serna, miércoles, 1 de diciembre de 2010
Estamos en marzo de 1936. Un joven inglés experto en Velázquez, Anthony Whitelands, llega a Madrid para cumplir un encargo. Álvaro del Valle y Salamero, duque de la Igualada, reclama sus servicios: en el palacete del Paseo de la Castellana posee alguna obra que ha de ser tasada. En Londres, un oscuro personaje, Pedro Teacher, ha mediado para contratar a Whitelands. Así empieza, Riña de gatos. Madrid 1936, la nueva novela de Eduardo Mendoza. Ha recibido el Premio Planeta 2010. Ha obtenido un galardón excelentemente dotado, de mucha fama y gran efecto. ¿Con todo merecimiento? La historia, festiva y amarga, con momentos de auténtica hilaridad, es una reflexión profunda sobre el azar, sobre el devenir, sobre la condición humana, sobre el arte y las ideologías, sobre el fanatismo y la estupidez, sobre la verdad y la mentira.
Una obra que trate de todas esas cosas corre el riesgo de ser una novela de tesis, pesadamente pedagógica, aleccionadora y edificante. ¿Es así? Resulta prácticamente imposible que Eduardo Mendoza abuse de la ejemplaridad. No nos lo imaginamos amonestándonos, con pedantería o didactismo. ¿Por qué razón? Por su natural discreción y por su inclinación humorística. Para instruir con verbo campanudo hay que ser muy pomposo, y el novelista catalán nunca parece perder la compostura. Pero un caballero comedido puede pecar de hinchazón didáctica. No es el caso de Mendoza. El autor barcelonés no aprovecha las novelas para sermonearnos con gravedad impostada: felizmente le pierde un ramalazo socarrón.

Sin duda, está en el objetivo del novelista darnos una lección sobre los seres humanos. Ahora bien, para él la novela ejemplar siempre viene con mezcla de picardía o, mejor, de picaresca. Es decir, puede escribir un “honestísimo entretenimiento” en el que se descubran enredos amorosos, pero éstos siempre se darán en rápida sucesión y con intención crítica: presentando escenas y personajes a los que se les ve su punto de parodia; y mostrando ambientes, a los que se les quitan los velos o la mentira. Punto y aparte.

¿A quién puede encontrarse Anthony Whitelands en marzo de 1936? ¿Sería raro que se tropezara con José Antonio Primo de Rivera? Si frecuenta círculos aristocráticos de Madrid, casas distinguidas y familias de mucho rumbo no sería extraño. Y no lo es: Álvaro del Valle y Salamero, duque de la Igualada, cuenta al marqués de Estella entre sus habituales. En efecto, José Antonio acude con frecuencia al palacete de la Castellana, principalmente para cortejar a la hija mayor y para otros fines quizá oscuros. Las vidas de Whitelands y Primo de Rivera, ambos de treinta y tantos años, se cruzan en casa del duque y en los ambientes postineros de la capital. El primero viene a realizar tareas de peritaje; el segundo…

La intriga de esta novela es entretenidísima, con un tono burlesco que quizá sorprenda al lector, teniendo en cuenta que trascurre a pocos meses del estallido de la Guerra Civil

La intriga de esta novela es entretenidísima, con un tono burlesco que quizá sorprenda al lector, teniendo en cuenta que trascurre a pocos meses del estallido de la Guerra Civil. ¿Se puede escribir una obra graciosa, satírica, cuando sabemos que esa España acaba en tragedia? José Antonio estuvo conspirando, urdiendo planes varios para derribar el régimen republicano en un contexto de extrema violencia y choque ideológico. Los militares le ignoran y en marzo del 36 los conjurados del Ejército no cuentan con él. Primo de Rivera hace de la violencia su recurso doctrinal, al modo del fascismo mussoliniano, pero el matonismo de Falange no es operativo. Al menos, no lo es para un pronunciamiento castrense. Su partido político será puesto fuera de la ley por el régimen republicano. Finalmente, el 14 de marzo, tras ser detenido por posesión ilícita de armas, José Antonio ingresa en la Cárcel Modelo de Madrid. Esos hechos son históricos y son, además, el trasfondo político de esta novela. A dicha trama, Eduardo Mendoza añade enredos amorosos, ambientes de mucho ringorrango, bajos fondos, diplomáticos ingleses y un amor inmenso por Velázquez.

El resultado es una novela de acción y de tensión, de aventura y de intriga, en la que un ambicioso curador, Anthony Whitelands, nos sirve de guía. Cuenta exactamente 34 años, es alto, tiene algún parecido a Leslie Howard y procede de una familia de clase media. Sólo “su inteligencia y su tesón le habían abierto las puertas de Cambridge”. Whitelands pasará momentos de gran angustia en el Madrid republicano: como cuando se queda sin dinero y sin pasaporte; o como cuando es víctima de alguna agresión. Lo vemos desorientado, rodeado de gente mentirosa que engaña con fines espurios, cosa que le hace sentirse indefenso, inerme.

Como los héroes novelescos de Mendoza, Whitelands se sitúa a duras penas, perplejo ante lo que le rodea. Camina extraviado por Madrid, un lugar que creía conocer y en el que sólo hay señales equívocas a las que da interpretaciones erróneas. Es por eso por lo que debe remontar el caos en un mundo de conspiraciones y simulaciones, de violencias y amenazas. Viene con ansias de reconocimiento: quiere lograr la gran primicia entre los expertos de arte. Y viene con inocencia viajera: para él siempre es un placer regresar a ese Madrid castizo, popular y señorial, próximo al Museo del Prado. Es perito y algo conoce de la España que ahora visita.

Esta novela es una ficción de policías y de espías, con una intriga trepidante en la que hay persecuciones y tiros, funcionarios de seguridad y agentes diplomáticos

Recorre unas calles sorprendentes, agitadas, convulsas, con manifestaciones y choques políticos: una ciudad cuyas fachadas están cubiertas por carteles de propaganda electoral ya ajados, “rotos y sucios”, dice el narrador. Con frecuencia, se deja llevar por la inquietud y el desaliento en un Madrid exasperado, sacudido por la política. Se hospeda en un modesto hotel del centro, con ventanas a la plaza del Ángel. Sus recorridos son inacabables, perseguido o persiguiendo, solo o acompañado, recorridos que lo llevan a casas de lenocinio, al Club Puerta de Hierro o al Ritz: con José Antonio Primo de Rivera, con Gumersindo Marranón o con Higinio Zamora Zamorano.

De todos ellos es el marqués de Estella quien cobra mayor protagonismo. Por supuesto no revelaremos qué papel desempeña José Antonio en esta comedia de enredo, en esta farsa de tonos dramáticos y angustiosos. Primo de Rivera entra y sale, aparece y desaparece, y sus ideas y conmilitones envenenan Madrid, en un ir y venir que es agitación fascista y vida de señorito, la de un joven bien nutrido y fatuo. No es raro que se le insulte frecuentemente, que se le desaire; no es extraño que ciertos personajes de la novela con quienes tiene trato lo vejen o lo detesten, atribuyéndole planes taimados y hasta inverosímiles... Muchos temen lo peor de él. Por un lado, tiene atractivo físico y gran dinamismo, cosa que despierta el entusiasmo de unos pocos fieles; por otro, es un conspirador de ópera bufa, un conjurado al que los militares reprueban por su ineptitud y arrogancia, ignorante de su menguada capacidad.

A lo largo de las páginas de Mendoza, José Antonio es calificado de memo, tonto, mequetrefe, putero. Y no sorprende que una parte de esas vejaciones se escuchen en casa de los Del Valle, la familia del duque de la Igualada. Aunque le son próximos, la madre no se engaña: según confesará Marujín a su viejo amigo don Niceto Alcalá Zamora, Primo de Rivera les tiene sorbido el seso a los varones de la casa, además de cortejar a Paquita, hija mayor y marquesa de Cornellá. En efecto, ese tenorio de vía estrecha y de vida bronca persigue a su muchacha, tan sensata. Este marqués, el de Estella, es la fuente de sus tormentos, insiste Marujín. Con él, la familia está en peligro y en la casa, ese palacete de la Castellana, todos padecen algún tipo de vesania o pesadumbre. Una familia tan distinguida está en peligro. ¿Por qué? Por un lado, por la violencia que se ha adueñado de las calles, con frecuentes enfrentamientos políticos de los que es copartícipe la Falange; por otro, por el plebeyismo de esos gesticulantes vestidos de azul.

Riña de gatos. Madrid 1936 es una comedia de enredos burlescos, como los sainetes a los que Mendoza rinde explícito homenaje: los personajes entran y salen, se ocultan tras las cortinas, se esconden en las piezas contiguas, escalan muros y muretes o simplemente se mienten en un juego de apariencias

Si nos despistamos, esta señora puede pasarnos inadvertida, cuando resulta que el personaje es el contrapunto sensato a tanto botarate como hay en estas páginas. Imaginamos a la dama a partir de las palabras del narrador:

“Era una mujer menuda y de una leve fealdad que la edad y la ausencia de afectación habían transformado en dignidad. Su comportamiento destilaba inteligencia, energía y tesón y hablaba con un deje andaluz que le confería una gracia innata. Su espontaneidad y su candor irreprimibles le hacían incurrir en frecuentes errores y cometer inocentes meteduras de pata, que eran celebradas por quienes la conocían y le profesaban el más tierno cariño. No costaba imaginar que aquella mujer era el centro de la casa”.

La dama es consciente de lo que se está incubando y la presencia de Anthony Whitelands, Antoñito para la señora, es el detonante de su lucidez: en Madrid se libra una pelea que puede acabar mal, muy mal. O, como dirá algún otro personaje, en la capital los gatos se enfrentan en una riña de desastrosas consecuencias. Los lectores no asistiremos a la consumación de ese choque, pues la novela, que transcurre a lo largo del mes de marzo, nos deja sin saber qué ocurre en julio de 1936. Pero ese Madrid preliminar es un momento de grandes tramas y planes, y entre quienes conspiran –militares, monárquicos, etcétera-- está el conjurado más tontaina: José Antonio Primo de Rivera, aquel que observa con difidencia a los generales, unos indecisos, unos gallinas, que tienen sangre de horchata. También Emilio Mola, Gonzalo Queipo de Llano o Francisco Franco lo observan con recelo, con aprensión. Y el palacete de los Del Valle es el epicentro de esas conspiraciones antirrepublicanas. ¿Qué hace allí el experto en arte Whitelands?

Riña de gatos. Madrid 1936 es una novela histórica, una novela de época en la que el autor se ha documentado para evitar anacronismos inocentes. Es cierto, sí, que se toma ciertas licencias para condensar hechos que tienen una cronología más amplia. Pero eso no importa porque el resultado es convincente y así leemos un folletín con un trasfondo político en el que también tiene papel Manuel Azaña. ¿Y por qué convence? Por la calidad de los coloquios, las chispeantes conversaciones en las que Eduardo Mendoza siempre ha sido muy hábil. Capta el tono, las expresiones, las muletillas de los distintos personajes en escenas vertiginosas, situaciones en las que cada uno muestra su lucidez verbal o su torpeza expresiva; y reproduce, en fin, las réplicas y contrarréplicas en diálogos ingeniosos o tontorrones.

Riña de gatos. Madrid 1936 es también una novela de acción, inspirada en Pío Baroja, con personajes que han de ventilárselas en una capital llena de peligros, asechanzas y amenazas

Esta novela es una ficción de policías y de espías, con una intriga trepidante en la que hay persecuciones y tiros, funcionarios de seguridad y agentes diplomáticos. También es una novelita romántica, al modo de los viejos melodramas que protagonizaban las jóvenes casaderas y redichas y los novios apuestos y galantes: una novelita romántica en la que la tradición es parodiada con guasa y ternura. Riña de gatos. Madrid 1936 es una comedia de enredos burlescos, como los sainetes a los que Mendoza rinde explícito homenaje: los personajes entran y salen, se ocultan tras las cortinas, se esconden en las piezas contiguas, escalan muros y muretes o simplemente se mienten en un juego de apariencias. Aparecen señoritos y damas, gentes de mucho tronío y gentes de la purria, auténtica chusma; y aparecen individuos con identidades confusas o de poco fiar.

Riña de gatos. Madrid 1936 es también una novela de acción, inspirada en Pío Baroja, con personajes que han de ventilárselas en una capital llena de peligros, asechanzas y amenazas. Todos hablan a medias y todos hablan con sobreentendidos que provocan malentendidos, con circunstancias sombrías o chuscas y con persecuciones rocambolescas. Hay agentes soviéticos… Pero la novela de Eduardo Mendoza es sobre todo un episodio singular, un lapso biográfico: el que ocurre a Anthony Whitelands durante esos días de marzo de 1936.

Whitelands camina y habla, se entrevista y busca, se deleita ante los cuadros de Velázquez y aventura interpretaciones pictóricas. Él es experto en arte español y, por eso, mientras dure su estancia madrileña, visitará varias veces el Museo del Prado. Este joven tiene prisa, quiere abrirse camino como perito, pero sólo es un principiante ávido de triunfo al que le faltan la sensatez y la experiencia de un viejo rival, el curador de la National Gallery Edwin Garrigaw. Las páginas que Mendoza dedica a Velázquez --en las que el Whitelands se extasía, observando para nosotros las telas del artista-- son gratas, muy gratas y, además, son un remanso en la trama palpitante de esta novela. Son los instantes de écfrasis, hábilmente engarzados con los momentos siguientes, de tribulación y mortificaciones. De la delicadeza pasamos al plebeyismo hortera y a la aristocracia campechana, con un Whitelands ajeno a lo que está pasando, extrañado y sobrepasado por los acontecimientos.

Tenemos suerte los lectores. Valiéndose de un narrador omnisciente, Mendoza nos ha dado una de sus obras más equilibradas: hay parodia y gravedad; hay homenajes y hay examen; hay regocijo y meditación; hay gamberradas y amargura; hay desenfadado y tristeza. Whitelands aprecia especialmente a los bufones y a los enanos de Velázquez. En realidad, esos bufones y enanos son interlocutores frecuentes y mudos del inglés, y son para Mendoza algunos de los personajes por los que muestra mayor simpatía en un Madrid de farsa y crisis. Con ellos, compartiremos una experiencia irrepetible.