En Montoro usted va a encontrar un autor alejado de los cánones temáticos,
de la preocupación instintiva por la factura material, de las tramas acunadas de
fanfarrias, y del telón de fondo y de la ambientación asfáltica. Nada tiene que
temer este autor por tanto, pues su producción no está próxima a la de nadie.
¿Pretensiones por convertirse en autor “de culto minoritario”? No parece que
esas fueran las intenciones; en ninguno de los relatos hay un retorcimiento que
busque estar por encima de Vicente y la gente, el lector no tiene la sensación
de que escribe un perdonavidas. Porque si de algo se nutren estos relatos es de
gente corriente.
Reconocemos eso sí alguna reflexión sobre el tiempo
(qué autor no le concede sus fuerzas a tema tan universal). Ese es el caso de
“Al acecho”, que apunta a los fantasmas del reloj de una forma tan tangencial
que no se nota. La excusa narrativa de este relato me parece de lo más original:
las cuadrillas de ancianos que vigilan las obras. Y es que con algunas de estas
narraciones uno se da un cachete en la frente al tiempo que se dice el “¡Cómo no
se me ocurrió a mí!”, la sencillez de lo cotidiano.
El tiempo es un denominador común, o
más certeramente un segmento de tiempo: el tiempo del cambio a la pubertad, del
despertar del deseo, y esa zona común de un tiempo donde gentes que rezan
rosarios y oyen misa se entremezclan con hijos o sobrinos que habitan un mundo
distante años luz
Aunque la verdad es que
entre estos veintisiete relatos que ocuparían muchos compartimentos diferentes
por su disparidad unos de otros, el tiempo es un denominador común, o más
certeramente un segmento de tiempo: el tiempo del cambio a la pubertad, del
despertar del deseo, y esa zona común de un tiempo donde gentes que rezan
rosarios y oyen misa se entremezclan con hijos o sobrinos que habitan un mundo
distante años luz. Ese cruce es cierto en relatos de ambientación rural como en
“Cuando llega el otoño” (un nieto vivaquea con el cadáver de su abuelo en medio
del campo antes del entierro), en el relato urbano de soledad terrible y
segmentación personal de otro abuelo y otro nieto en “Maldito”, y en “Nos hace
el apaño”, donde abuelo y nieto comparten los favores carnales de una empleada
de hogar complaciente.
En este volumen hay de todo: desde “El conejo
sabelotodo” con un punto de vista que emana de una niña pequeña, hasta lo
darviniano o ibérico con su carga de testosterona mortal (“Marchito” por ejemplo
es uno de los relatos destacables de este libro). Un ejemplo también del doble
sentido (chispeante “La redentora”), otros de una gracia, inventiva y ocurrencia
pasmosas (“Guiños de niños” me hizo reír con su final). “Uno rubio y otro
moreno” es de una frescura y de un nivel de detalle, de una minuciosidad
sorprendente, página 127 “
Y ella volvía a abrir el monedero y sacaba cuarenta
duros más para cada uno. Y yo le ayudaba a cerrarlo y de paso hacía el intento
por robar unas monedas. Ella sonreía, quita, so sinverguenza”. Un relato no
exento de un cierto misterio y de una pregunta que queda flotando en el aire:
¿quién engaña a quién? Y “Pantys de seda” no es menos destacable en cuanto al
modo de proceder del dentista, que viene a cerrar una galería de personajes que
están del otro lado de la línea de la moral sexual como el Don Benito de “Un
espejo delator”, a quien en el español de otro tiempo tacharían de “viejo
verde”.
Pero sobre todos los temas, la
hegemonía es de los relatos que exploran el deseo como materia troncal en una
etapa difusa de la preadolescencia
En esa
línea de relato no convencional, de un personaje en las antípodas de lo que cabe
esperar se sitúa “Bajo un feo faldón”. Y no se me deben olvidar ni “Mercedes”,
la obra maestra de este volumen, ni otros dos que habrían alcanzado la misma
sublime altura narrativa si el autor no hubiera errado el tiro. “La nodriza” es
un ascenso de buena literatura que al final se precipita en la confusión, en la
ocultación demasiado severa. “Cualquier otro caprichito” puede prescindir
perfectamente de ese interés sorpresivo, primero porque se adivina desde el
principio esa pretensión que “afea” un relato casi impecable, donde un nudo
fortísimo nos hace contener la respiración. Quien más expone más arriesga, y
desde luego veintisiete relatos son muchos, lo que honra al autor.
Pero
sobre todos los temas, la hegemonía es de los relatos que exploran el deseo como
materia troncal en una etapa difusa de la preadolescencia. El deseo que doblega
al voluntad (“A la carrera”), la delgada línea social que lo separa de la
perversión en las situaciones fronterizas: bigamia (“Don”), incesto (“Soledad”),
pederastia (“Pantys de seda”)…
Igual el
amor que la locura, primer libro de Alfonso Montoro,
parece un libro sincero, interesante, y digno.