CRISTINA PERI ROSSI
ESTADO DE EXILIO / Poema
XXI
Y vino un periodista de no sé dónde
a preguntarnos qué era para
nosotros el exilio.
No sé de dónde era el periodista,
pero igual lo dejé
pasar
El cuarto estaba húmedo estaba frío
hacía dos días que no comíamos
bocado
sólo agua y pan
las cartas traían malas noticias del Otro Lado
“¿Qué es el exilio para usted?” me dijo
y me invitó con un cigarrillo
No contesto las cartas para no comprometer a mis parientes,
“A Pedro le
reventaron los dos ojos
antes de matarlo a golpes, antes,
sólo un poco
antes”
“Me gustaría que me dijera qué es el exilio para usted”
“A Alicia
la violaron cinco veces
y luego se la dejaron a los perros”
Bien
entrenados,
los perros de los militares
fuertes animales
comen todos
los días
fornican todos los días,
con bellas muchachas con bellas
mujeres,
la culpa no la tiene el perro,
sabeusté,
perros fuertes,
los perros de los militares,
comen todos los días,
no les falta una
mujer para fornicar
“¿Qué es el exilio para usted?”
Seguramente por el
artículo le van a dar dinero,
nosotros hace días que no comemos
“La
moral es alta, compañero, la moral está intacta”
rotos los dedos, la moral
está alta, compañero,
violada la mujer, la moral sigue alta, compañero,
desaparecida la hermana, la moral está alta, compañero,
hace dos días
que sólo comemos moral,
de la alta, compañero,
“Dígame qué es el exilio,
para usted”.
El exilio es comer moral, compañero.
AMANDA BERENGUER
PAISAJE
Una
estrella suicida, una luz mala,
cuelga, desnuda, desde el cielo raso.
Su
cerrada corona acaso sangra.
Acaso su reinado es este instante.
Crecido
el mar debajo de la cama
arrastra los zapatos con mis pasos
finales.
Sacan los árboles vivos
un esqueleto mío del espejo.
En el techo los
pájaros que vuelan
de mis ojos brillan fijamente.
Acaso no esté sola
para siempre.
La mesa cruje bajo el peso usado
de las hojas secas. Un
viento adentro
cierra la puerta y la ventana y abre
de pronto, entre
cadáveres, la noche.
También mi corazón. Ya voy, tinieblas.
HÉCTOR ROSALES
LA GRIETA
hacia dentro de ti, hacia dentro de ti
canto la
grieta del mástil de los huesos
Paul Celan
Parte la punta el lápiz en el pulcro papel.
La llanura blanca,
de oscuro relámpago
atravesada, calla doblemente. A tientas
la montaña
oyente se mueve hacia el huerto.
Cabañas distantes sepultan al corazón
del invierno. En el zoo metropolitano
la única y roja pupila del
rarísimo ser
calcula la nuca en el último descuido del
vigilante. Tú
has dado vuelta la cara y he visto la herida
del grafo, las marcas
cuando el frío liberó a la criatura.
Te busca su quebrado mensaje, un
bisturí
de madera sin letras hacia dentro,
hacia el mástil. ¿Escuchas la
grieta?
¿Asumes la nieve, tus huesos, tu inminente
ausencia en el papel?
FEDERICO NOGARA
LAS MANOS
Se
miró las uñas y descubrió con sorpresa unas leves líneas negras de suciedad que
le hicieron esconderlas instintivamente bajo la mesa, y aunque sacó de inmediato
el cortauñas del cajón y se las limpió con cuidado, algo había dejado de
funcionar, la mañana ya no tenía ese aire claro y luminoso de media hora antes.
Para distraerse pasó el dedo sobre la mesa, pero el surco en el polvo lo terminó
de deprimir. Se levantó, fue hacia la ventana y observó el paisaje. El puerto,
repleto de barcos multicolores, rodeado de edificios viejos chorreados de
humedad, parecía una cicatriz en el costado de la ciudad uniforme. La vieja
enfermedad del mundo había engendrado un nuevo orden antes del aislamiento. Por
las calles se arrastraban inmigrantes dispuestos a pedir disculpas a cada paso,
muchachos desparejos que pronto serían viejos y se preguntarían en qué se les
había ido la vida, jubilados esperando en la tibieza del escaso sol filtrado en
las calles oscuras el sueño eterno, prostitutas cansadas de guerra, mujeres y
hombres de vuelta de todas las exigencias, de todas las traiciones. Y él ahí
arriba, en esa edad en la que no se es ni demasiado joven para creer y esperar
ni demasiado viejo para entregarse sin luchar, sospechando una enfermedad quizá
deseada, un regate a la vida que le permitiera alarmarse, adquirir un pequeño
miedo a caer en la nada sin un dios que llevarse a la boca. En un tiempo había
creído, incluso se había lanzado a la batalla desarmado como un soldado suicida,
con la inconsciencia del patriota y la fe del fanático, hasta que una tarde de
verano, agobiado por el calor asfixiante, soportando los olores y vahos de la
calle cercana, descubrió que odiaba a sus vecinos y en ellos vio con sorpresa
una prolongación de sí mismo. Hasta su nombre, José Bonetti, le pareció una
mezcla extraña, el resultado de encuentros entre gente desesperada que vivía
huyendo de la miseria, trabando relaciones en barrios y trabajos dudosos y
despidiéndose en andenes solitarios. Terminó pasando revista a su paso por el
mundo sin encontrar un sólo momento que pudiera haberlo hecho válido. Entonces
sus creencias saltaron por los aires y se sintió vacío, fuera de lugar,
ridículo.
El cartero deslizó la carta por debajo de la puerta y el
corazón le dio un vuelco. Presentía los garabatos ininteligibles del médico, la
sentencia definitiva, el envoltorio de madera, la flor dejada al pasar por una
mano piadosa. El sobre blanco voló casi hasta sus pies y quedó allí, como una
paloma que hubiera cumplido su cometido y ya no tuviera nada más que hacer.
Vaciló. Durante un rato se quedó quieto sin reaccionar. Un rayo de sol
resbalando por la pared debajo de la ventana y las campanadas de un reloj lejano
lo devolvieron a la realidad. Sus manos, sucias de una suciedad que no podía
limpiar ningún cortauñas, las mismas que golpearan al inocente y estrecharan con
calidez otras culpables, nunca levantadas para protestar, para detener, para
decir no, avanzaron al fin, cerrándose como garras alrededor del sobre para
acabar rasgándolo, dejando al descubierto la sentencia de la misma manera que el
tajo del cuchillo del carnicero deja a la vista las vísceras del animal al que
ha abierto en canal. Tiró el papel doblado en tres sobre la mesa. Quería leerlo,
deseaba terminar de una vez con aquella mala historia, pero era algo tan
definitivo, tan sin retorno, que prefirió beber un whisky antes. Sacó la botella
del estante y se sirvió una ración generosa sin avergonzarse. Iba por el segundo
trago cuando recordó a su padre. La mirada escapaba de los ojos del viejo, se
hundía definitivamente en un pozo profundo, pero algo detrás de ella generaba un
brillo, un querer quedarse, y él trataba de rescatarlo, de aislarlo del
misterio, no para que volviera a la vida, sino para decirle las cosas del
tintero, hacerle entender que no recordaba ninguna caricia suya, que al fin de
cuentas el “vas a ser mi ruina, me vas a terminar matando” se había probado
falso, porque era la ruleta de la enfermedad la que lo arrastraba y no él, quien
no había sido el peor de los hijos y sí, en cambio, el único presente a la hora
de la despedida. El viejo parecía comprender y querer decirlo, por lo menos sus
labios se movían a medida que el brillo se iba extinguiendo. La espera resultó
vana, el acto de justicia, como antes, como siempre, no llegó, y él deseó una
vez más insultarlo, pero como de costumbre se abstuvo. Esperó el final en
silencio. Cuando la boca muy abierta y los ojos fijos en el techo le indicaron
que no había nada que hacer, miró al desconocido tendido en la cama, sacudió la
cabeza como despedida, abrió la puerta y ganó la calle. Caminó sin rumbo con la
certeza de que su destino era un intento desesperado por tratar de retener a
Olga, incluso a sabiendas de que su tiempo se había agotado.
El café se
enfriaba en la taza y el humo del cigarrillo chocaba contra el cristal empañado
de la ventana.
—Me duele haber nadado tanto para morir en la orilla –decía
una voz a la que le costaba reconocer suya.
—Las orillas están llenas de
muertos -contestaba ella inapelable, moviendo la cabeza en un gesto de
afirmación innecesaria, porque él, acorralado, sabía que tenía razón, que no
basta con nadar, y en ese instante sólo ansiaba estar lejos o ser alguien
diferente, profundo, con una historia vital coherente y argumentos justos.
Las letras seguían allí, quietas en el papel, indiferentes a su importancia,
diciendo desde el fondo de su aparatosidad usted no tiene nada, o al menos, si
lo tiene, probablemente pasará sin mayores consecuencias. Quedó petrificado. El
castillo de naipes de los primeros dolores, de las pocas ganas de comer, del
adelgazamiento, después las sospechas y la posterior cuesta abajo, se
derrumbaba. Un calor le inundó el cuerpo. Tuvo deseos de gritar y por primera
vez en meses escuchó los sonidos exteriores, la vida más allá de la ventana, y
las hojas amontonadas sobre el escritorio -su trabajo rutinario, sin importancia
más allá del dinero que generaba- comenzaron a cobrar sentido y a
reclamarlo.
Asumido el nuevo escenario, el hálito de confianza y
seguridad se fue extinguiendo poco a poco. La muerte no estaba a la vuelta de la
esquina, pero el duro oficio de vivir volvería a buscarlo apenas pasara la
euforia de la buena noticia y el alcohol. La aguja de la depresión asomó de
nuevo como una presencia inevitable. Tratando de huirle rompió el papel en
pequeños pedazos y abrió la ventana.