Francisco Fuster: <i>América para los no americanos: lecturas sobre los Estados Unidos de Barack Obama</i> (Ediciones Idea, Santa Cruz de Tenerife, 2010)

Francisco Fuster: América para los no americanos: lecturas sobre los Estados Unidos de Barack Obama (Ediciones Idea, Santa Cruz de Tenerife, 2010)

    AUTOR
Francisco Fuster

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Alginet (Valencia, España), 1984

    BREVE CURRICULUM
Licenciado en Historia por la Universidad de Valencia (Premio Extraordinario) y Becario de Investigación en el Departamento de Historia Contemporánea de la misma universidad, donde trabaja actualmente en una tesis doctoral sobre El árbol de la ciencia de Pío Baroja y la crisis de fin de siglo en España. Sus actuales líneas de investigación se centran en la relación entre historia y literatura, y en el uso de la novela como fuente para la historia contemporánea

    PUBLICACIONES
Ha publicado ensayos en revistas como Claves de Razón Práctica, Pasajes de Pensamiento Contemporáneo o L’Espill. Durante los dos últimos años ha ejercido de crítico literario para la revista digital Ojos de Papel



Francisco Fuster

Francisco Fuster


Tribuna/Tribuna libre
América para los no americanos: lecturas sobre los Estados Unidos de Barack Obama
Por Francisco Fuster, miércoles, 1 de diciembre de 2010
Posiblemente la verdad de América sólo pueda ser revelada a un europeo, ya que sólo él encontrará aquí el simulacro perfecto, el de la inmanencia y la transcripción material de todos los valores. Los americanos por el contrario no poseen ningún sentido de la simulación. Son su actualización perfecta pero no poseen su lenguaje, ya que configuran su propio modelo. Constituyen, pues, el material ideal para un análisis de todas las variantes posibles del mundo moderno. Ni más ni menos, por otra parte, como lo fueron en su tiempo las sociedades primitivas. La misma exaltación mítica y analítica que nos hacía volver los ojos hacia ellas nos empuja a mirar hoy hacia América, con la misma pasión y los mismos prejuicios.

Jean Baudrillard, América
Aunque el desarrollo de la política internacional durante el siglo XX haya avalado con hechos los deseos y las conjeturas expuestas en la famosa doctrina política que toma su nombre de James Monroe, quinto presidente de los Estados Unidos, persiste todavía una América que ha logrado escapar a ese innato afán acaparador y expansionista de los estadounidenses. Esa otra América, que ha sido real y que es imaginaria, que se ha estudiado sobre el terreno y que ha flotado en los sueños de todos aquellos europeos que han intentado entender y comprender la esencia de los Estados Unidos y el carácter de sus gentes, es la que yo llamo – contradiciendo a Monroe – “América para los no americanos”. Es la imagen más o menos distorsionada y deformada que – a fuerza de ser evocada – todos los europeos nos hemos forjado de los Estados Unidos de América. Una fotografía mental que, por muy lastrada y condicionada que esté – que lo está – por los tópicos, prejuicios y apriorismos que caracterizan a la visión europea de lo americano, no deja de ser nuestra imagen de algo y, por tanto, lo primero en lo que pensamos cada uno de nosotros cuando oímos hablar de los Estados Unidos de América.

Desde que hace ya más de siglo y medio el vizconde francés Alexis de Tocqueville emprendiera su recorrido por tierras americanas y plasmara sus impresiones en ese referente para el pensamiento europeo sobre los Estados Unidos que es La Democracia en América, hasta el momento en que escribo estas líneas, han sido numerosos los estudiosos o curiosos europeos que han sentido – muchos de ellos después de viajar a los Estados Unidos y comprobarlo in situ – la necesidad de intentar explicar algo que para mucha gente todavía es inexplicable: la razón por la cual un pueblo nacido a partir de la emigración europea y, por ello, llamado – en principio y por lógica – a compartir con nosotros ciertos rasgos del carácter y formas de ser que se suponen inherentes a la raíz común que nos une, manifiesta en cambio en su estilo de vida, una serie de actitudes y comportamientos que en poco o en nada se asemejan a lo que el europeo común considera racional o, cuando menos, razonable. Desde la nómina de ilustres sociólogos alemanes – Max Weber, Werner Sombart, Theodor Adorno, Max Horkheimer o Hannah Arendt, por citar sólo a los más conocidos – que a lo largo del siglo XX viajaron o se establecieron en los Estados Unidos y dedicaron parte de su obra al análisis comparativo entre las instituciones americanas y las europeas, hasta la última hornada de filósofos y sociólogos franceses como Jean Baudrillard, Bruce Bégout o Bernard Henri-Levy, que también han reflexionado sobre el comportamiento social de los americanos tras su paso por el país de las barras y estrellas, han sido muchos los viajeros europeos que han descrito y admirado, con aprecio o con desafecto, pero siempre con un gesto de fascinación, una realidad diferente y contradictoria respecto a la que dejaban atrás en el llamado Viejo Continente; ni mejor ni peor, simplemente distinta, desigual.

Son tantas y tantas las costumbres y las formas que americanos y europeos no compartimos, los modos distintos de pensar sobre un mismo asunto y la distancia existente entre el credo de valores defendido por los estadounidenses y el considerado como aceptable por nosotros los europeos, que considero innecesaria y casi imposible, la tarea de enumerar cada una de estas discrepancias entre una sociedad y la otra. A lo largo de este libro recordaremos algunos de esos contrastes, quizá los más conocidos y llamativos, por ser también los más chocantes. Así de entrada, a cualquiera de nosotros le llaman la atención determinados aspectos de la vida americana que, aun a fuerza de repetirse y de explicarse hasta la saciedad, no dejan de provocar el asombro de algunos y el sonrojo de otros muchos. Cuestiones tan populares y arraigadas en la mentalidad colectiva americana como el profundo sentimiento religioso y de devoción absoluta que impregna la vida de todo americano, o el fervor puesto en la defensa del derecho a poseer y usar – cuando la situación lo requiera, se supone – armas de fuego, son cosas que, por mucha insistencia que se ponga en justificarlas y argumentarlas, no le entran en la cabeza a miles y miles de europeos que, dicho sea de paso, tampoco realizan ningún esfuerzo por asimilarlo. La misma incomprensión y confusión se apodera de aquel europeo que comprueba todos los días en las noticias que ofrecen la televisión y los periódicos que, en pleno siglo XXI, a los americanos todavía les parece pronto para pensar en crear un sistema de asistencia sanitaria parecido a nuestra querida y no siempre bien valorada Seguridad Social. O aquellos que se enteran – vía un capítulo de la serie Los Simpson – de que en algunas escuelas americanas se enseña la llamada teoría del Creacionismo (“Dios creó al hombre a su imagen y semejanza”, en el sentido literal) porque sus responsables no se han querido enterar de que un tal Charles Darwin publicó, allá por 1859, un libro – El origen de las especies – en el que le dio por afirmar – ¡a quién se le ocurre! – que el hombre descendía del mono.

Y bueno, si todo esto nos ha costado de entender (no digo comprender, porque muchas cosas de los americanos las entendemos pero no las comprendemos), capítulo aparte merecen aspectos más profanos en apariencia, pero más profundos e importantes en el corazón del homo sapiens europeo, como el hecho inaudito de que hasta hace cuatro días (si es que ahora lo han remediado, cosa que tampoco está del todo clara), a los americanos no les haya interesado el fútbol. En qué cabeza cabe, se habrá preguntado muchas veces el europeo de a pie mientras da forma a sus reflexiones balompédicas, que un país entero, desarrollado e industrializado, moderno y preparado, no reconozca el irrefutable atractivo intrínseco y el innegable valor humano que destilan y derrochan los veintidós hombres con pantalones cortos que corren sobre un rectángulo de césped detrás de una pelota con el afán de introducirla en un espacio delimitado al que ellos llaman portería. Simplemente inconcebible.

En cualquier caso, todos estos abismos que separan a los europeos de los habitantes de los Estados Unidos, todos estos elementos de contradicción entre nuestra mentalidad y la suya, nos remiten a una conclusión importante que, sin aclarar en absoluto el irresoluble enigma de esta diferencia de caracteres entre un pueblo y otro, si que nos puede servir para iniciar un camino que, en un futuro a largo plazo, nos permita a ambas partes estar cada vez más cerca de la comprensión mutua y el enriquecimiento recíproco. La conclusión a la que he llegado tras escribir estas páginas y después de muchas lecturas y reflexiones, debe mucho a una idea expresada en su día por el sociólogo alemán, Claus Offe:

“América”, término que aquí y allá se ha impuesto como la denominación usual del territorio de los Estados Unidos, no es para los europeos un arbusto exótico, sino más bien una rama del mismo tronco. ¿Cómo ha sido posible entonces que esta rama dé flores y frutos tan poco familiares? América evoca aquella pregunta que carecería de todo sentido hacerse respecto de Asia o de África: la pregunta acerca de sí con el correr del tiempo terminaríamos siendo como ellos o acaso ellos como nosotros; o bien, si alguna de estas posibilidades viniese al caso, cómo deberían comprenderse y evaluarse las diferencias persistentes (Autorretrato a distancia: Tocqueville, Weber y Adorno en los Estados Unidos, Madrid, Katz Editores, 2006, pp. 10-11).

A partir de este sugerente planteamiento de Offe con el que me identifico plenamente, llego a la convicción de que, efectivamente, parece existir un punto de partida equivocado, al menos a mi juicio, en todas esas miradas tergiversadas y desproporcionadas a las que me he referido, en todos esos análisis de naturaleza y vocación inequívocamente comparativa, que los europeos venimos haciendo cada vez que una realidad americana altera nuestro esquema mental y lo perturba de algún modo, obligándonos a un replanteamiento siempre incómodo de nuestro punto de partida. Ese error de origen tiene mucho que ver con la pregunta que se formula Offe y con el hecho de que, a lo largo de las últimas décadas (sobre todo a partir de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando los Estados Unidos quedan geográficamente formados y se consolidan como esa entidad política y cultural que conocemos hoy en día), todos los análisis y estudios realizados por los europeos, todas nuestras miradas y todos nuestros reproches, se han dirigido hacia esa entidad opuesta partiendo de una premisa según la cual, como dice Offe, la evolución histórica y paralela de nuestras sociedades únicamente podía terminar de dos formas distintas: o bien los europeos acabaríamos por imitar y copiar a los estadounidenses en su estilo y su forma de vida, en su organización política y en sus instituciones sociales y económicas; o, por el contrario, serían ellos los que, una vez convencidos de que vivían en el error, buscarían su redención a través de la importación y la adopción de todo aquello que podemos englobar en la categoría de lo europeo, en el sentido clásico del término.

Este dicotómico y absurdo enfoque, basado en el infantil y maniqueo supuesto de que lo mío siempre es mejor que lo tuyo por el simple hecho de que es lo mío, se encuentra para mí, si bien matizado y ampliado con argumentos y razones que sobrepasan los límites de estas páginas introductorias, en la base y en la raíz de la larga historia de incomprensión recíproca entre los Estados Unidos y Europa. Que yo sepa, cuando hemos oído hablar de África, de Asía o de Oceanía, ningún europeo se ha planteado estas preguntas, nadie puede llegar a pensar – sea posible o no – que dentro de veinte o treinta años, dentro de cincuenta, en China o en la India, en Tanzania o en Mauritania, vivirán igual que viven ahora los habitantes de Paris o Londres, bajo el mismo régimen político, económico y social, y compartiendo una misma cultura. Al menos yo, no me lo he planteado nunca. Sin embargo, sí se lo han planteado muchos europeos que, con mayor o menor tino, han intentado realizar auténticos ejercicios de comprensión de una cultura americana que nos resulta tan distante.

Es cierto lo que decía Baudrillard en América: los Estados Unidos son un laboratorio perfecto para estudiar todas y cada una de las manifestaciones de la vida moderna, puesto que allí se dan como en ningún otro lugar del planeta. También es cierto, y convengo en esto con el sociólogo francés, que todos hemos mirado a los Estados Unidos alguna vez, con los mismos ojos fiscalizadores e inquisitivos con que los antropólogos han estudiado las sociedades primitivas, con esa mezcla de atractiva pasión por lo que nos es extraño y de prejuicios ante lo que nos resulta diferente. Sin embargo, me pregunto si no es hora ya de que abandonemos esta mirada antropológica de quien estudia una tribu ajena con la que nada comparte, e intentemos realizar un verdadero esfuerzo por cumplir ese ideal imposible que es meterse en la piel de otras personas y, a través de la empatía, intentar comprender mejor esa América que tanto nos gusta y nos disgusta a todos: la “América para los no americanos”. 


Nota de la Redacción: Este texto corresponde a la introducción del libro de Francisco Fuster, América para los no americanos: lecturas sobre los Estados Unidos de Barack Obama (Ediciones Idea, Santa Cruz de Tenerife, 2010). Agradecemos a Ediciones Idea en la persona de su editor, Francisco Pomares, y al autor la oportunidad que nos han brindado de publicar este avance editorial en Ojos de Papel.