Unos mimbres que, de por sí, resultan excesivamente anodinos, y que
prometen pero que no acaban de dar, quedándose en el peligroso terreno de lo
ambiguo y la vaguedad literaria, como se puede comprobar en el texto que reza la
contraportada. “Javier Montes arma una fábula compleja y apasionante, un juego
de espejos poco fiables donde inciertos maestros del cine
amateur ofrecen
lecciones de amor para principiantes y siempre es dudosa la posibilidad de
aprender algo”, promete el libro, que es tanto como decir nada. Una pena, porque
Montes demuestra que tiene mirada, sensibilidad literaria, pero la novela se
acaba deshaciendo entre las manos como papel viejo.
Al acercarse a las
primeras páginas de
Segunda parte, este lector siente ese pequeño pálpito
de que quizá haya dado con
ese autor, el escritor que por fin aúne los
ingredientes literarios que conformen una obra equilibrada, que mezcle con
armonía belleza, acción y un punto de sabiduría. Hay quien ha encontrado en
La insoportable levedad del ser o en
Cien años de soledad esos
elementos. Pero pasan las páginas y lo que parecía un feliz descubrimiento,
avalado por inclusión de Montes en la
última
lista de la revista Granta, se va disipando.
Los personajes no exploran ningún
abismo, no acaban de escapar de una inercia pasiva, amodorrada, de agosto, que
les impide ser verdaderos personajes, y todo lo que sucede es, simplemente,
insípido
Comienza el libro con un hecho
cotidiano, una boda, en la que Rule (la elección del nombre del personaje, Rule,
resulta chirriante a lo largo de toda la novela sin que sepamos por qué)
comunica a Miguel sus planes de poner tierra de por medio: se va a Brasil y la
relación que intuimos existe entre los dos se vendrá abajo. Hay un tono, en esas
primeras páginas, un modo de acercarse a esos acontecimientos ya manidos de la
existencia, que logra ganarse al lector, al menos a este lector. No es tanto el
qué se cuenta sino el cómo se cuenta, si bien debe haber un cierto equilibrio
entre ambos elementos. Josep Pla era un maestro del cómo en 'novelas' como
La
calle estrecha, pero la falta de acción, el estatismo de la trama, como una
tarde de domingo en un casino de pueblo, convierten su lectura en una labor
ardua. No es ardua ni mucho menos la lectura de
Segunda parte, porque la
novela no abandona nunca un tono ligero, pero sí resulta inconsistente. Los
personajes no exploran ningún abismo, no acaban de escapar de una inercia
pasiva, amodorrada, de agosto, que les impide ser verdaderos personajes, y todo
lo que sucede es, simplemente, insípido. Tanto como que Patricia Lins, antigua
diva del cine experimental, quiera hacer una secuela de una película que se
pierde en la noche de los tiempos, con un actor acabado, no resulta tampoco un
gancho argumental de peso. No es tanto esa apuesta por lo menor, perfectamente
válida y legítima, la que reduce el interés del lector por la historia, sino la
ausencia de una idea o tema central que justifique la redacción y posterior
publicación de esta novela.
Tiene una reseñable habilidad,
Montes, para convertir asuntos cotidianos, intrascendentes, en párrafos muy
sugerentes. Una observación de lo cotidiano, de las pequeñas cosas, casi zen y
muy contemporánea
¿Qué quiere contarnos
Javier Montes? ¿Qué le motivó a escribir este libro? No se adivina una apuesta
meramente estética, un canto, no sé, a los amores perdidos o al arte por el arte
que puede representar el personaje de Patricia Lins. Da la sensación de que
Montes compone un mosaico, por no decir refrito, de evocaciones más o menos
autobiográficas, pero sin poner el acento en ninguna. Por tanto, corre el riesgo
de caer en lo peor que le puede pasar a una obra de arte: que la contemplación
de la propia vida, al natural, sea más enriquecedora que la recreación de esa
vida.
Dicho esto, hay algo que engancha en la literatura de Montes, que
en 2007 obtuvo el Anagrama de Ensayo con
La ceremonia del porno, escrito
junto a Andrés Barba. Crítico de arte y colaborador en los suplementos
culturales más prestigiosos del país, al autor de
Segunda parte se le
nota oficio. Hay un poso de exquisitez en lo que escribe y por eso resultan aún
más sabrosas ciertas descripciones de ambiente tirando a chusco que se permite,
como el viaje de Miguel a la casa familiar de Rule, de extracción más humilde,
donde las mamás son
mámas, y los dormitorios están atestados de trofeos
del instituto en habitaciones con tabiques de papel de fumar. Tiene una
reseñable habilidad, Montes, para convertir asuntos cotidianos, intrascendentes,
en párrafos muy sugerentes. Una observación de lo cotidiano, de las pequeñas
cosas, casi zen y muy contemporánea, que podemos equiparar al
Fernández
Mallo de
Nocilla
Lab. “En realidad no hacía tan buena noche. Del
asfalto y las aceras subía con retraso el calor de todo el día, y Miguel notó
que volvía a sudar después del fresco de la casa de Rule. A la altura de la
plaza de España recibieron una bocanada de aire caliente que olía mal. Caminaban
sin hablar”. Simples notas meteorológicas que, sin embargo, esconden sutiles y
valiosos matices que no son raros a lo largo de todo el libro. Como la
descripción que hace del lugar en que vive Patricia Lins; bastan unas pocas
pinceladas para diferenciar a ese edificio del resto, dotarle de personalidad y,
con ello, educar la mirada del lector, enseñarle las posibilidades de gozo que
una mirada atenta y sensible sabe extraer de la realidad. “El edificio donde
vivía Patricia Lins cerraba Madrid por una de sus esquinas. (…) Así que la torre
servía de avanzadilla y cierre en ese sitio que era a la vez pleno centro y
últimas afueras”. Unos recursos que, al servicio de una trama más atractiva y
potente, habrían dado a la imprenta un buen libro.