Persecuciones en la postmodernidad El trayecto cubierto por
la representación, esto es, el tradicional abismo reflexivo que se interponía
entre el suceso y su reciclaje
ficcionado, agota sus días(horas) bajo el
signo del decálogo postmoderno, vocacional buceador en el
sonidero del
imaginario colectivo, fiel a la mecánica de la actualización, la dramatización
estilizada de lo precedente. Es, la descrita persecución
friedkiniana de
lo ficticio sobre lo real, rasgo emblemático de una iconosfera que ansía las
imágenes como la bala el cuerpo, consumidora de una sublimación de la realidad,
inasible ésta, al fin y al cabo, en su complejidad viscosa y contradictoria. Si
los protagonistas de
Zodiac (ídem., 2007,
David Fincher) apenas conseguían reprimir su asombro al comprobar
cómo el cine fagocitaba sus todavía vigentes pesquisas en torno al huidizo
psicópata
del zodiaco, en concreto Don Siegel con su
Dirty Harry;
en esta ocasión es el espectador de
La red
social quien visiona en la pantalla la génesis y posterior
desarrollo de un dispositivo cibernético, Facebook, al que no tardará en
logearse una vez terminada la proyección. Funciona, la repasada
liquidación del distanciamiento histórico, en cuanto al rodaje de una historia
real fraguada en la inmediatez cronológica, a modo de acertada metáfora de la
era Facebook, codificada bajo los parámetros del pentagrama
neo-con como
manual de supervivencia, el lenguaje binario como argot de la tecnocracia
occidental y la instantaneidad como paradigma integrador.
Kane 2.0.
La tragedia reciclada La historia. Mark Zuckerberg (Jesse
Eisenberg), un
nerd (
empollón) licenciado, revienta el sistema
informático de Harvard mediante la puesta en marcha de una aplicación,
facemash, que permite, a través de una suerte de álbum
online,
resolver qué chica merece más la pena. Mark fulmina su particular travesura en
apenas unos minutos, consiguiendo pulverizar cualquier registro de tráfico
web; millares de
clicks en un intervalo despreciable se traducen
en una evidencia: no existe portátil en Harvard que no congregue a un agitado
coro de voces masculinas. Pero esto a Mark tanto le da, el tinglado tan sólo
obedece a su deseo de vengarse de Erika, la chica que, tras recordarle que no
era más que un gilipollas (
fucking asshole), ha zanjado la relación que
una vez les mantuvo unidos.
Facemash, remedo de berrinche adolescente (y
aquí el film reproduce los códigos de la
teen movie al uso), servirá de
algo pese a todo. De este modo, poco después, Mark impulsará junto a Eduardo
Saverin (Andrew Garfield), socio y colega
geek, una
plataforma cuya mecánica reproduce la agenda social del usuario: fotografía,
fecha de aniversario, listado de contactos, estado sentimental.
Aquello
resultó ser Facebook (anuario, álbum).
Los capítulos restantes suenan
vagamente. Partiendo de lo documentado por Ben Mezrich en el
best-seller
The
Accidental Billionaires (algo así como
Los millonarios por
accidente), Fincher da forma a un argumento de indudables conexiones
shakesperianas, estriado por la deslealtad, la de Mark a Saverin una vez
Facebook deviene en monstruo; la ambición, concentrada en Sean Parker (Justin
Timberlake), el niño prodigio que imaginó Napster y que tratará de asociarse con
Mark; o los celos, la codicia, la de los resentidos Winklevoss, proteicos
gemelos
made in Harvard que reclamarán a Zuckerberg su parte en la
autoría del invento. Zuckerberg, Mark Zuckerberg, ambivalente, fascinador por
muy repulsivos que sean sus actos, perfila la amarga silueta del
sapiens
contemporáneo, ambicioso y desmedido, ingenuo, quebradizo, demasiado similar a
cierto y adelantado príncipe danés. Y esto, curiosamente, entronca con la
obsesión de Fincher por diseccionar la personalidad humana, sus recovecos y
dobleces, un afán presente en
El club de la lucha
(Fight Club, 1999),
The Game (ídem.,
1997) o
Seven (Se7en,
1995).
No es ésta, por tanto, una película dedicada
exclusivamente a Facebook, sino que transgrede la sobada parcela de la
simplificación de marquesina y corrillo mediante el asalto a punta de
mouse
de diversos paisajes temáticos.
La red social es ya un clásico,
escribe Henry K. Miller para Sight & Sound. Da en el clavo si rescatamos la
noción de clásico según la cual éste implica la universalización particularizada
de lo narrado, esto es, de Edipo y Hamlet a Tony Soprano, de Charles Foster Kane
a su homólogo en la era
2.0: Mark Zuckerberg.
El planteamiento,
se antoja concluyente, emprende la ruta de una tragedia
2.0,
brillantemente hilvanada por el guión de Aaron Sorkin, no en vano creador de
la notable
El ala
oeste de la Casa Blanca (1999-2006) y uno de los guionistas más
sagaces del estómago
hollywoodiense. Exhaustivas, repletas de agudezas y
del todo vibrantes, las líneas de Sorkin aciertan de pleno, alargándose por
espacio de dos horas de digestión tan provechosa como imperceptible para un
espectador que asiste a cada intercambio verbal con la intensidad del que
visiona un tiroteo, del que presencia una obra isabelina. La orquestación de la
refriega corre a cuenta del pletórico Fincher, comandante de un relato que
orbita en torno a dos vista judiciales, Mark y Saverin, Mark y los Winklevoss,
idóneos subterfugios para la efectiva andanada de
flashbacks, terreno
donde el realizador de
Seven ensaya una puesta en escena de pretensión
aséptica, deliberadamente alejada del personaje, renuente a diseccionar su
pasado o aventurar su porvenir, fugitiva de todo atisbo quirúrgico. De Mark, así
las cosas, conocemos lo que se nos muestra, instalándose Fincher en ese cine de
crónica historicista, (cuasi)documental, que con tanta pericia practicó en
Zodiac y que en cierto sentido reinterpreta en
La red social,
retrato generacional de una era.
Rosebud.
Y así, a
golpe de
html,
bytes y algoritmos, de la estupenda banda sonora de
Trent Reznor y
Atticus Ross, cercana a la estética
bip del videojuego,
Facebook comienza a madurar, se deja crecer el traje, la corbata. Zuckerberg,
superviviente de todos los juicios, abandonado en su Elsinor particular, allá
donde el capitalismo tardío tapiza al industrial, o de otra manera, un complejo
de oficinas a medio camino entre el quirófano estándar y un jardín de infancia,
rumia millonario su fallida relación con Erika, la chica del comienzo,
rosebud postmoderno. La cámara enfoca entonces el rostro de ese emperador
de lo social en soledad mientras abre su perfil
online, teclea el nombre
de ella en el buscador y, tras localizarla, tramita una petición cibernética de
amistad.
Está hecho, se repite inquieto en su interior. Está
hecho.