Višegrad es un municipio de provincias enclavado en una zona abrupta y
montañosa por la que discurre un impetuoso río: el Drina. Esta ciudad tranquila,
en la que conviven cristianos, musulmanes y judíos, va a experimentar a mediados
del siglo XVI una decisiva transformación. Un visir del Imperio otomano, cuyos
dominios se extienden por toda la península balcánica, ordena levantar sobre el
Drina un imponente puente de piedra. El objetivo del visir es el de enlazar
Bosnia con Serbia y, a través de ésta, conectar los Balcanes con el resto de las
provincias del imperio turco hasta Estambul. El puente, una vez edificado, se
convertirá en un espacio capital en la vida cotidiana de la ciudad. No sólo por
su monumentalidad, con sus “once arcos de amplia abertura” y “sus doscientos
cincuenta pasos de largo”, sino porque:
“… a su alrededor o relacionado
con él, fluye y se desarrolla (…) la vida del hombre de la
kasaba
[ciudad] (…) En el puente sobre el Drina se dan los primeros paseos de los niños
y los primeros juegos de los muchachos. Los niños cristianos nacidos en la
orilla izquierda del Drina cruzan el puente los primeros días de su vida, porque
ya la primera semana los llevan a bautizar a la iglesia. Pero también los demás
críos, tanto los que han nacido en la orilla derecha como los musulmanes, a los
que no se bautiza, han pasado la mayor parte de su infancia en los aledaños del
puente, igual que sus padres y abuelos. Han pescado peces en los alrededores o
cazado palomas bajo los arcos. Desde su más tierna infancia sus ojos se han
acostumbrado a las líneas armoniosas de esta gran construcción de piedra clara,
porosa, cortada con regularidad y precisión”.
Como se aprecia en este
fragmento, el simbolismo del puente sobre el Drina es claro. Todos conocemos y
entendemos sus múltiples sentidos metafóricos. No es, por tanto, un tema que se
vaya a tratar aquí, como tampoco se aborda de forma explícita en la novela de
Ivo Andric, aunque ese rico simbolismo esté siempre presente. De lo que sí se
ocupa el escritor bosnio, galardonado con el Premio Nobel de Literatura, es de
reflexionar y mostrar, a través de la vida diaria de los lugareños y las
relaciones que establecen con su puente, las múltiples razones de su
edificación, los variados usos que, a lo largo de los siglos y en función de
circunstancias cambiantes, se le puede dar a esa estructura que sirve para pasar
de una orilla a otra.
Todo logro humano, por perfecto y
grandioso que parezca, siempre tiene un precio y en ocasiones el coste a pagar
es muy alto. Junto al esfuerzo, al dolor y al sacrificio, a veces voluntario,
otras no, que la obra conlleva, se añade la propina del
olvido
Porque un puente no siempre se realiza
sólo para unir dos orillas que antes estaban distantes. Los puentes son lugares
importantes ya que también se edifican para dominar un espacio, para dominar
determinados contornos. Un puente es un límite, una pequeña frontera que en
ocasiones es necesario controlar. Es la forma que tienen el caudillo, el
soberano o el gobierno de hacerse presente a sus siervos, a sus súbditos o a los
ciudadanos, de mostrarse ante ellos. Es una presencia que puede resultar
amenazante o protectora, tranquilizadora o alarmante. Con la construcción o el
mantenimiento del puente, la autoridad que lo lleva a cabo o que gestiona su
paso demuestra su poder sobre la naturaleza, pero también su ascendencia, su
supremacía. Representa un poder que, aunque muchas veces parezca intangible,
está ahí y en cualquier momento puede hacerse visible.
El puente sobre
el Drina también es un lugar de reunión, literalmente un espacio de encuentro.
En su mitad, el puente “se ensancha en dos terrazas idénticas, cada una a un
lado de la calzada, doblando así su extensión. Ésa es la parte del puente que se
llama
kapija (…) La terraza de la derecha, yendo desde la ciudad, se
llama sofá. Se eleva sobre dos escalones flanqueados por asientos a los que el
pretil sirve de respaldo (…) La terraza izquierda, enfrente del sofá, es igual
pero está vacía, sin asientos (…) En esa terraza se ha instalado un vendedor de
café (…) Un muchacho lleva el café al otro lado, a los comensales del sofá. Ésa
es la
kapija”. Allí se han sentado, a lo largo de los siglos, un
sinnúmero de personas para relacionarse e intercambiar pareceres: los dirigentes
de la ciudad se han reunido en la
kapija para decidir qué hacer en
momentos de crisis; jóvenes revolucionarios e impetuosos han protagonizado
acaloradas discusiones nocturnas sobre política; los ancianos, asombrados por
los avances que traen los tiempos, se han detenido en la
kapija para
recordar épocas pasadas, tranquilizados en su zozobra por el inmutable estado
del puente; grupos de borrachos han elegido este espacio para representar sus
disparates y los enamorados han satisfecho sus ardientes deseos allí.
El
puente sobre el Drina como espacio de pasión y reflexión, sí, pero también como
un lugar de muerte y tragedia: “No existen construcciones casuales al margen de
la sociedad humana en la que brotaron ni al margen de sus necesidades, deseos y
percepciones (…) Pero la existencia y la vida de cualquier construcción grande,
bella y útil, así como su relación con la población en la que se alza, a menudo
encierra dramas e historias complicadas y misteriosas”.
Los siglos pasan, el puente
permanece. El Imperio otomano se desmorona y el Imperio austrohúngaro se va
ensanchando, aumentando sus fronteras y, en su seno, también van naciendo
movimientos nacionalistas
Así es, en efecto.
Y el primer drama de toda gran obra, de toda imponente construcción, muchas
veces se pasa por alto. A menudo las generaciones futuras o los descendientes de
quienes emprendieron dicha tarea lo olvidan fácilmente, le restan importancia o,
directamente, no lo tienen en consideración. Cuando hablo de obras importantes
no me refiero sólo a edificaciones materiales, sino a cualquier tipo de logro o
fabricación llevada a cabo por el hombre con su esfuerzo y determinación, sea
tangible o no. Ese primer drama que toda gran obra lleva implícita, y que Andric
nos relata con una maestría y una fuerza realmente admirables en las primeras
páginas de la novela, es el de su propia construcción. Todo logro humano, por
perfecto y grandioso que parezca, siempre tiene un precio y en ocasiones el
coste a pagar es muy alto. Junto al esfuerzo, al dolor y al sacrificio, a veces
voluntario, otras no, que la obra conlleva, se añade la propina del olvido: la
indiferencia ante lo que realmente ha costado llevar a término el proyecto,
quedando en las generaciones siguientes como algo ya dado, sin mayor importancia
ni respeto.
Muchas son las historias que ha escuchado el puente, muchos
los secretos que guardan sus macizas piedras blancas. Por el puente sobre el
Drina no sólo cruzan comerciantes y bandidos, enamorados y forasteros,
religiosos y traidores; cruzan carros con viandas y ejércitos en retirada; cruza
el mismísimo diablo disfrazado de tahúr; por el puente sobre el Drina pasan los
años y las décadas sin apenas tocarlo, como levitando por su superficie porosa y
fresca, imperecedera. Se suceden las guerras y las inundaciones, las catástrofes
y las reconstrucciones, peleas, encuentros, epidemias y alegrías; las
generaciones se suceden y el mundo gira y gira pero el puente permanece ahí,
inmutable y recio, como recordándoles a los habitantes de la pequeña Višegrad,
“que la vida es un prodigio incomprensible porque se gasta y derrocha sin cesar
y, sin embargo, dura y perdura firmemente”.
Los siglos pasan, el puente
permanece. El Imperio otomano se desmorona y el Imperio austrohúngaro se va
ensanchando, aumentando sus fronteras y, en su seno, también van naciendo
movimientos nacionalistas que combatirán por la independencia de lo que para los
austrohúngaros sólo son provincias. Las tornas han cambiado y ahora son los
musulmanes los que se sienten amenazados, los que viven temerosos. Las
relaciones se complican y la tensión va en aumento. Pero el puente permanece.
Sobre el curso del río Drina, en una zona escarpada y montañosa, hubo un
tiempo en que se construyó un puente por deseo y voluntad de un visir que quería
unir dos mundos.
Un puente sobre el Drina cuenta la historia de esa
edificación y los sucesos de los que fue testigo durante cuatro largos siglos,
desde la fecha de su finalización, en 1571, hasta 1914. No se pregunten por qué
la novela de Andric termina ahí. No me pidan que les hable del destino de
aquella magnífica construcción. La historia de lo que sucedió aquel año y de lo
que acontecerá a lo largo del siglo XX la conocemos todos. Sólo tengan presente
dos cosas: que los puentes, a pesar de todo, nacen para ser cruzados. Y que el
puente sobre el Drina permanece.