“Quiero imaginar con la precisión de lo vivido lo que ha
sucedido veinte años antes de que yo naciera”, dice el narrador en la página
575. Nos proporciona una pista fundamental. Habla de 1936 y la fecha de
nacimiento del narrador es 1956. Pero para imaginar –que es documentar los
hechos con lo posible y hasta con lo probable--, “para hacerlo de verdad
necesitaría algo casi tan imposible como la clarividencia de un pasado muy
anterior a la propia memoria: necesitaría la inocencia sobre el porvenir, la
ignorancia absoluta sobre lo que ya es inminente en la que viven cada una de
esas personas, su ceguera asombrosa y unánime”, precisa una página después. Es
una tarea de empatía y de cercanía.
“Pero quién podrá adelantar la mano
traspasando la frontera del tiempo; tocar las cosas, no sólo imaginarlas, no
sólo verlas en vitrinas de museos o fijándose mucho en los pormenores de las
fotografías”. Tocar, sí, la materialidad de las cosas pasadas en su discurrir
cotidiano, esos objetos triviales que, al final, son “un tesoro: subir a un
taxi, por ejemplo, percibir los olores que habría en el interior de un taxi de
Madrid un día de julio de 1936, a cuero gastado y sudado, sin duda, a la
brillantina que se echaban entonces los hombres en el pelo”, añade. Pero “todo
ha desaparecido, o casi todo, igual que ha desparecido casi todo lo que podría
ver si me fuera concedido el don de ir en ese taxi asomado a la ventanilla,
salvo la topografía de las calles y la arquitectura de un cierto número de
edificios”. ¿Cómo reemplazar esa impresión sensorial y emocional que ya no puede
experimentar el narrador? Pues revelándonos esa carencia, no ocultando el abismo
que le separa de un presente que no es el suyo. O, como el historiador, viendo y
palpando los vestigios que quedan.
Por ejemplo, “toco las hojas de un
periódico –un volumen encuadernado del diario
Ahora de julio de 1936—y me
parece que ahora sí estoy tocando algo que pertenece a la materia de aquel
tiempo; pero el papel deja, en las yemas de los dedos, un tacto de polvo, como
de polen muy seco, y las hojas se quiebran en los ángulos si no las paso con la
cautela necesaria”, admite. Es decir, la impresión sensorial y emocional sólo se
realiza en parte, pues al documento se le adosa el tiempo transcurrido, la
materialidad que también se quiebra. Pero, como el historiador, tampoco el
narrador renuncia. “No me cuesta nada conjeturar que Ignacio Abel leería ese
periódico, republicano y moderno, templado políticamente, con excelente
información gráfica”. No le cuesta conjeturar “al cabo de casi tres cuartos de
siglo como un zumbido de panal, un rumor poderoso y lejano de palabras perdidas,
de voces que se extinguieron hace mucho tiempo”, dice el narrador. Y lo dice
para situarse y para regresar con elipsis al momento ya imaginado. “Compró el
periódico el domingo 12 de julio al bajarse del tren…”
En fin, da mucha
tristeza revivir esa catástrofe que se avecina y que los protagonistas aún
ignoran. ¿Habrá futuro para ellos? Cierta vez, con ocasión de un encuentro que
preparan, Judith acaba su conversación telefónica diciéndole a Ignacio algo
esperanzador: “
time on our hands”. Abel disfruta de todo aquello que está
aprendiendo, de todo aquello que prefigura un porvenir que no es improbable. El
tiempo aún está en sus manos y esa expresión común, esa frase hecha, es la
expectativa y es la condición humana, siempre amenazada. Es la contingencia que
se opone a la fatalidad de la muerte, de la desaparición, de la simple
destrucción.
En las manos del narrador, en las manos del autor, está ese
tiempo que ha exhumado para nosotros. Antonio Muñoz Molina ha sido capaz de
ello, sí; ha sido capaz de amoldar el curso del devenir para entregárnoslo a
manos llenas. Es el tiempo a manos llenas. Es un presente.
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