Acercarse a otras miradas, miradas que escapan del molde occidental, suele
ser garantía de satisfacción literaria, a poco que la obra elegida tenga una
cierta calidad. No decepciona, en este sentido, la obra de Thúy, Ru, que
significa, en vietnamita, 'canción de cuna', 'nana'. Como una voz que entra,
imperceptiblemente, en la conciencia del lector, de un modo oblicuo, en absoluto
altisonante, la autora nos cuenta su historia. Infancia feliz en la antigua
Saigón, hoy Ho Chi Minh, hasta que un día los comunistas levantan un muro que
divide la casa familiar en dos. Al principio, se acepta como cesión a los
comunistas, recién entrados en la capital. Un año más tarde, las autoridades de
la nueva administración comunista, no contentas con la división artificial y la
'ocupación' de media casa, se apropian de la otra media, tras un aséptico y
humillante proceso en el que sellaron todas los objetos personales (“incluso el
gran armario para sujetadores de mi abuela”).
La guerra les forzó
a abandonar un país que ya no les pertenecía y los que pudieron, por su cuenta y
riesgo, trataron de saltar hacia nuevos horizontes. Son de una belleza
particularmente intensa las descripciones que la autora hace de ese proceso. No
deja de ser fascinante que una adulta, asentada en su vida más o menos acomodada
de ciudadana canadiense, retome ese material sensible, lo trabaje, le dé forma,
y nos lo devuelva convertido en literatura. Lo cierto es que la literatura hecha
a partir de recuerdos de la infancia, cuando se sabe huir del recuerdo insulso
para el lector (el pintor Eduardo Arroyo reconocía su temor a caer en esa
tentación, en su reciente libro de memorias), tiene algo de mágico. Se
superponen dos miradas; la del niño que fue, y la del escritor que recrea y
añade una nueva mirada, la literaria, para recomponer unas imágenes que,
finalmente, conmueven al lector.
Esto sucede en páginas como la 107,
cuando la autora rememora el momento en que la precaria embarcación que
viajaban,
boat people, huyendo de la guerra, se viene abajo. Son más de
doscientas personas que han tenido la suerte de dar con una playa, desde la que
observan el espectáculo, dantesco, de ver cómo se hunde lo único que les
quedaba. El vehículo hacia la salvación es ahora un montón de tablas que
“saltaban una tras otra en la cresta de las olas, como en un número de natación
sincronizada”.
Es Ru una novela corta pero
evocadora. No permite una lectura ágil sino que, como esos licores fuertes, se
recomienda un consumo en pequeñas dosis y paladeando cada ingesta. Hay una
contención del discurso, un exigente filtro narrativo, que exige al lector un
cierto esfuerzo de concentración
Entrevisté a
Thúy hace un par de semanas, para
El Correo de Bilbao, y me contó el caso
de su hijo autista. Un hijo autista que tiene presencia en el libro, con un
seudónimo, y cuya figura tiene también un eco metafórico. El de la propia autora
al llegar a Canadá, con diez años, un mundo tan nuevo como extraño, y la
sensación de notarse sorda y muda, paralizada, ante todo ese universo en que
gestos como estrecharse la mano no eran sino la punta del iceberg de una cultura
distinta, desconocida, amenazante. Decía Thúy que el autismo de su hijo le ayudó
a describir, en el libro, sus propias sensaciones al llegar a Quebec, desde
Vietnam, tras el paso por un campo de refugiados, bastante insalubre, en
Malasia. Contaba la vietnamita/canadiense que, a las pocas semanas de nacer su
hijo, le sometieron a una serie de exámenes neurológicos con la intención de
clasificar, en compartimentos estancos, el modo en que el niño percibía las
distintas sensaciones: frío, calor, texturas, sabores, olores. Esa manera de
percibir la realidad, intensa y como por partes, la adoptó Kim Thúy en
Ru, para obtener esta una serie de fotografías del alma que componen este
particular álbum de recuerdos. El resultado quizá pueda tener algo de áspero, de
distante, de frío, pero también es cierto que es audaz, en términos literarios,
y que crea limpieza, esa “claridad” que reivindicaban para sus obras los Dalí y
Lorca de sus primeros años.
Es
Ru una novela (y cuando decimos
novela queremos decir obra literaria, obra de ficción, ficción autobiográfica,
libro de memorias ficcionado, travestido de ficción) corta pero evocadora. No
permite una lectura ágil sino que, como esos licores fuertes, se recomienda un
consumo en pequeñas dosis y paladeando cada ingesta. Hay una contención del
discurso, un exigente filtro narrativo, que exige al lector un cierto esfuerzo
de concentración. La nana que pretende conseguir la autora no penetra en el
lector, al menos en este lector, de un modo tan fluido como se podría esperar.
Insisten mucho las actuales escuelas de creatividad literaria en la contención,
en aquella máxima carveriana de si algo se puede decir en quince palabras, no
conviene usar treinta. Puede que se gane en eficiencia informativa, pero también
se consigue un estilo más seco, entrecortado, que puede resultar incómodo,
distante. En ocasiones, el lector puede sentir esa aspereza y notar la triste
sensación de que una novela corta se le hace larga.
No obstante, cuando
hay una historia que contar, el estilo acaba siendo lo de menos. Eso lo sabe
Thúy, y lo saben los miembros del jurado (libreros) de un premio de prestigio
como el RTL-Lire 2010, francés, que eligieron su
Ru. Particularmente
interesante es esa mudanza de un mundo, el suyo de Saigón, en que era una
princesita en una jaula de oro, al mundo de las oportundades que es
Norteamerica. No hay asomo de arrepentimiento, de
regret, que dicen los
franceses, en la mirada de esta mujer que ha desempeñado un amplio abanico de
oficios antes de despuntar en la literatura. Ese particular periplo, con todas
las fases penosas que implicó, contando sin un atisbo de odio, encierra
importantes lecciones. Una de ellas, que quedó patente en la citada entrevista,
es la capacidad que tiene conocer el lado feo de la humanidad para descubrir,
más tarde, la belleza. Muchos pasajes de
Ru confirman este
hecho.