Doctorow se inspira en este caso real para escribir
Homer y Langley,
su última novela, una obra emotiva que impresiona por la sensibilidad que
desprende. A través de la voz de Homer, uno de los hermanos Collyer, el escritor
neoyorquino hace un divertido y lúcido recorrido por la historia de los Estadios
Unidos a lo largo del siglo XX: desde la Primera Guerra Mundial hasta el
movimiento hippie, pasando por la época de la Ley Seca, la Gran Depresión, la
llegada de la televisión o el conflicto de Corea.
“Soy Homer, el hermano
ciego. No perdí la vista de golpe, fue como en el cine: un fundido lento”. Así
comienza Homer Collyer a contarnos la historia de su vida y la de su hermano.
Una historia relatada de forma muy particular, con mucha originalidad. No sólo
porque Homer perdió la vista antes de cumplir los veinte años y por tanto
describe una realidad que no puede ver, sino porque esos grandes acontecimientos
del Novecientos a los que irá haciendo referencia son narrados desde un lugar
muy concreto, el hogar familiar, sito, como ya hemos visto, en un barrio
residencial de la ciudad de Nueva York con vistas a Central Park. El enfoque,
pues, es más bien local, centrado en las repercusiones que esos importantes
sucesos históricos tuvieron en la vida cotidiana de la gente, en cómo afectaron
al común de la ciudadanía
Por qué Homer cuenta su historia, qué le mueve
a plasmarla por escrito, cuándo y cómo lo hace, es algo que el lector tendrá que
averiguar conforme avance en la lectura de la novela. Lo que enseguida se
aprecia es la lucidez y agudeza de las que constantemente hace gala Homer a la
hora de describir el mundo en el que vive, subrayando aspectos que otros
observadores, quizá, pasarían por alto. Así, cuando evoca la época de la Ley
Seca, afirma: “… entablé amistad con un gánster que me dijo que lo llamara
Vincent. Yo supe que era auténtico porque cuando reía, los otros hombres de la
mesa reían con él”. Homer además, posee un gran sentido del humor, a veces
irónico y sutil, que impregna todo el libro y que vuelca tanto hacia sí mismo
(“Verse atado e incapaz de moverse lo induce a uno a la reflexión…”), como hacia
el exterior (“Nuestros padres pasaban un mes al año en el extranjero, viajando
en tal o cual trasatlántico. Se despedían desde la barandilla de algún barco con
tres o cuatro chimeneas -¿el
Carmania? ¿el
Mauritania? ¿el
Neurastania?...”). Con estas características -y otras que se van
perfilando conforme avanza la narración-, Homer Collyer aparece como un
personaje muy interesante y complejo.
Porque es cierto que los hermanos
Collyer parecen unos chalados que se dedican a acumular basura, unos tipos que
no representan nada más que a ellos mismos en su propia individualidad, en su
propia condición de seres humanos extraños, aislados. Sin embargo, la narración
de Homer desvela otra realidad
Aún más
misterioso e interesante resulta Langley, su hermano mayor. La pluma de Homer lo
describe como una persona inquieta, inteligente y culta, con gusto por la
filosofía y por ciertas teorías estrambóticas y muy divertidas. Dejemos que su
propio hermano nos explique las peculiaridades de su carácter y comportamiento:
“Cuando Langley trae a casa algo con lo que se ha encaprichado –un piano, una
tostadora, un caballo de bronce chino, una enciclopedia-, no es más que el
comienzo. Sea lo que sea, lo adquirirá en varias versiones, porque hasta que
pierda el interés y se centre en otra cosa, buscará su máxima expresión (…) Es
posible que haya en esto un origen genético. Nuestro padre también coleccionaba
objetos (…) Aún así, estoy convencido de que Langley pone en esta pasión por el
coleccionismo algo muy suyo: es patológicamente ahorrativo. (…) Guardar dinero,
guardar cosas, encontrar un valor a objetos que otros han desechado o que de un
modo u otro puedan tener un uso futuro… todo ello forma parte de lo mismo”.
Desgraciadamente la vida de Langley va a quedar marcada por una
traumática experiencia en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial: “…
cuando mi hermano regresó, ya no era el mismo de antes (…) Me avergoncé al darme
cuenta que (…) yo no había entendido cómo eran las cosas allí. Langley me lo
contaría en las semanas posteriores”.
En efecto, los hermanos se tienen
mucha confianza y un gran aprecio. La relación que sus progenitores, unos
burgueses acaudalados, mantuvieron con ellos contribuyó sin duda a cimentar esos
lazos. Frente a la frialdad que les demuestran sus padres (“No eran (…) del todo
desatentos, ya que siempre nos traían regalos a Langley y a mí”), la relación
que se establece entre ambos es muy intensa, muy próxima y cercana, hasta el
punto de que, según afirma Homer, “era mi hermano, no mi madre ni mi padre,
quien tenía por costumbre leerme cuando yo ya no pude leer por mi cuenta”. Eso
es algo que nunca se olvida.
Homer y Langley son unos
acumuladores. Almacenan trastos, atesoran pertenencias, compran y consumen
cosas. La diferencia es que en ellos esos rasgos están exagerados y, sin
habérselo propuesto, su conducta constituye una crítica feroz del capitalismo
consumista
La temprana muerte de sus
progenitores va a permitirles heredar una considerable fortuna, pero también la
enorme mansión en la que pasarán el resto de su vida. Este hecho va a contribuir
a unir a los hermanos todavía más. La ceguera de Homer, por un lado, y la
traumática experiencia de Langley en la guerra, por otro, van a provocar que
cada uno proteja, cuide y se preocupe por el otro, demostrando así la
extraordinaria estima y respeto que se tienen, más allá de las rarezas y
excentricidades de cada uno.
Porque es cierto que los hermanos Collyer
parecen unos chalados que se dedican a acumular basura, unos tipos que no
representan nada más que a ellos mismos en su propia individualidad, en su
propia condición de seres humanos extraños, aislados. Sin embargo, la narración
de Homer desvela otra realidad. Pronto se nos muestran entrañables y simpáticos,
despertando en el lector ternura y compasión y, con esos sentimientos, surge la
chispa de la comprensión: entonces nos damos cuenta de que Homer y Langley
representan mucho más de lo que aparentan.
La realidad es que su
comportamiento no es tan distinto al nuestro. En las primeras páginas de la
novela, cuando su hermano regresa de la Primera Guerra Mundial, Homer escribe:
“…coloqué su fusil Springfield sobre la repisa de la chimenea en la sala de
diario, y allí se quedó, casi la primera pieza de la colección de artefactos de
nuestra vida americana”. La clave de esta frase hay que buscarla en las tres
palabras finales. Como hemos visto, Homer y Langley nunca han salido de los
EE.UU. (a excepción de esos meses de guerra). Son norteamericanos al cien por
cien. ¿Qué quiere decir entonces Homer cuando adjetiva su forma de vida como
“americana”? Pues que ellos no hacen nada sustancialmente distinto a lo que hace
el americano medio y, en la medida en que la cultura estadounidense ha sido
exportada a todo el mundo, no hacen nada distinto de lo que hacen los ciudadanos
del mundo occidental: Homer y Langley son unos acumuladores. Almacenan trastos,
atesoran pertenencias, compran y consumen cosas. La diferencia es que en ellos
esos rasgos están exagerados y, sin habérselo propuesto, su conducta constituye
una crítica feroz del capitalismo consumista. Se convierten así en una amenaza
para ese modo de vida, una amenaza mucho más efectiva que la de aquellos que lo
combaten directamente, pues al elevar los rasgos de esa sociedad a su enésima
potencia, manifiestan lo absurdo de ese afán acumulador y egoísta que parece no
tener límites, lo ridículo de ese individualismo exacerbado que se sitúa al
margen de la propia sociedad.
Aunque vistos desde fuera los
hermanos Collyer puedan parecer dos locos viviendo en un mundo de cuerdos, tal
vez convenga reflexionar si no es al revés, si no son dos cuerdos viviendo en un
mundo de locos, pues si algo conservan y transmiten ambos es humanidad y
cariño
Homer y Langley, aunque en cierto modo
la representan e incluso la ponen en práctica, rechazan de plano esa forma de
vida. Ya en las primeras páginas de la narración se advierte una dura crítica al
afán de riqueza, a los destrozos y al daño que la industrialización desmedida
causa en nuestro entorno, una situación que irrita a nuestros protagonistas:
“Cuanto más enterrado se hallaba nuestro país bajo capas de humo industrial,
cuanto más carbón se extraía ruidosamente de las minas, cuantas más locomotoras
descomunales atronaban en la noche y más cosechadoras enormes surcaban los
campos de cultivo y más coches negros pululaban por las calles, dando bocinazos
y estrellándose unos contra otros, tanto más veneraba la Naturaleza el pueblo
americano”. Esa idea del respeto a la naturaleza, de la lucha y la preocupación
por su conservación, simbolizada por el espacio verde de Central Park, se repite
cada cierto tiempo en la novela, y dice mucho de la sociedad que describe.
Aunque vistos desde fuera los hermanos Collyer puedan parecer dos locos
viviendo en un mundo de cuerdos, tal vez convenga reflexionar si no es al revés,
si no son dos cuerdos viviendo en un mundo de locos, pues si algo conservan y
transmiten ambos es humanidad y cariño. Es cierto que en ocasiones se ganan a
pulso la ira de las instituciones, que toman decisiones equivocadas, pero no
hacen daño a nadie. Su comportamiento a menudo es absurdo y disparatado, una
parodia del pensamiento clásico norteamericano, aunque en otros momentos actúan
y razonan con extraordinaria lucidez. Chocan así con una sociedad que les
decepciona y contra la que se rebelan. Emprenden entonces una lucha titánica que
saben perdida de antemano, conscientes de que el futuro se burlará de ellos
tratándolos de chiflados y maniáticos. Bastante de eso hay, qué duda cabe. Sin
embargo, su destino nos emociona, nos impacta y nos turba, pues todos llevamos
dentro algo de los hermanos Collyer.
Doctorow ha conseguido que veamos
la realidad de nuestro mundo con otros ojos, haciéndonos dudar sobre quiénes son
verdaderamente los ciegos en esta historia. Y lo ha hecho como sólo los grandes
escritores pueden hacerlo. Interpretando la vida de los hermanos Collyer tras
más de medio siglo de burlas y desprecios, ha demostrado lo maravillosa que
puede llegar a ser la literatura; ha demostrado cómo, devolviéndoles la dignidad
a Homer y Langley, nos la está devolviendo a todos.