No merece la pena insistir en que la mayoría de los hombres disfrutan con
el coito y que los hombres han sido el sexo dominante durante la mayor parte de
la historia occidental. Aún es vigente nuestra preferencia por el coito, en el
que la norma constante desde Hipócrates hasta Freud —a pesar de cambios
extraordinarios en casi todos los demás campos del pensamiento médico— es que la
mujer que no llega al orgasmo por la simple penetración es defectuosa o está
enferma. El mito de la penetración no es una conspiración mantenida por los
hombres, las mujeres también quieren creer en el ideal de la mutualidad
orgásmica universal en el coito. Ni siquiera el radical sexual Wilhelm Reich
pudo ver más allá de esta norma. El cuestionamiento feminista de la sexualidad
androcéntrica de las últimas décadas es reciente, y diría que caducado hace
mucho. Carole Vance, hablando de un «Programa de sexualidad humana» de 1977,
dirigido por el Center for Sex Research y con fondos del National Institute of
Mental Health, observaba que en las presentaciones del programa se daba por
supuesto que «todo contacto heterosexual culminaba en penetración vaginal,
indicando una progresión jerárquica de la actividad sexual, desde el ‘jugueteo’
normal, ahora aceptable, hasta el ‘sexo de verdad’. El sexo heterosexual, por
tanto, requiere contacto genital, erección masculina y penetración».
El
"Hydro-massage" accionado por agua de la Warner Motor Company,
1906Vance continúa describiendo una de las presentaciones en la
que un psiquiatra explicaba su trabajo con parejas que informaban de «la
incapacidad de la mujer de experimentar orgasmos durante la penetración vaginal,
aunque muchas de esas mujeres eran orgásmicas mediante la masturbación u otras
formas de estimulación clitoriana». Preguntado sobre si esta situación debe
considerarse una disfunción a tratar, el psiquiatra responde que sí, mientras
que la situación opuesta, que la mujer obtuviera orgasmos mediante la
penetración pero no con masturbación, no requería intervención terapéutica
alguna.
El coste personal y social que supone a hombres y mujeres
individualmente desafiar o cuestionar el modelo androcéntrico sigue siendo lo
bastante alto como para disuadir de rebelarse. Hasta los historiadores, como
todo el mundo sabe muy perspicaces cuando se trata de mitos culturales, han
evitado desafiar la hipótesis de que la penetración de la vagina hasta el
orgasmo masculino sea la única clase de sexo que importa y la única que puede y
debe causar éxtasis sexual a las mujeres. Seymour Fisher observaba en 1973 que
«es especialmente notable lo extendida que está la suposición de la naturaleza
‘más madura’ de la excitación vaginal a falta de cualquier prueba empírica que
la apoye» y continúa afirmando que el 64 por ciento de su muestra de mujeres
entrevistadas preferían la estimulación clitoriana a la vaginal. Jeanne Warner
analizó en 1984 la falta de correspondencia entre los datos observados y el
modelo androcéntrico, y las razones de que el modelo persistiera incluso entre
los profesionales, en una discusión sobre las ventajas del orgasmo «emocional»,
en lugar del físico, para las mujeres. Asegura que hay «un sesgo masculino hacia
la estimulación fálica», a pesar de que «la literatura trasmite una clara
impresión de que el pene no es el medio más eficaz para producir el nivel máximo
de excitación y respuesta en una mujer». Los argumentos de que el «orgasmo
emocional» es superior al físico «parecen sugerir que lo que produzca la mayor
satisfacción al hombre debería ser también lo más satisfactorio para la mujer».
Lo que es sorprendente de la hipótesis androcéntrica no es que exista,
lo cual, como hemos visto, se explica fácilmente, sino que hayamos estado tan
dispuestos a sacrificar tanto por mantenerla. El orgasmo femenino no es
necesario para la concepción, así que puede tener lugar (o no) fuera del
contexto de la cópula sin interferir ni con el disfrute sexual masculino ni con
la concepción. La posición central que han ocupado ambas preocupaciones en la
historia explica en gran medida las omisiones, silencios y estudiados equívocos
sobre la sexualidad femenina. En la medida en que el orgasmo femenino podía
medicalizarse, no hacía falta discutirlo, lo que hubiera atraído una atención
incómoda a su visible conflicto con la norma del coito. Otras culturas en las
que el orgasmo femenino se ha integrado con más suavidad en el patriarcado, como
las existentes en algunas partes de Asia, por lo menos animaban a las parejas
casadas a explorar métodos y posturas que facilitaran el placer de la mujer.
En nuestra cultura han existido, y existen, medios poderosos para
ignorar las demandas de las mujeres de mutualidad orgásmica. En algunos sitios,
que una mujer admita que no suenan todas sus campanillas en un coito sin más se
entiende como una confesión de ser defectuosa. Además se supone que los hombres
occidentales han nacido sabiendo cómo satisfacer a una mujer del mismo modo que
se supone que las mujeres nacen sabiendo cocinar. Antes los hombres eran
responsables de la sexualidad de las mujeres; Frank Caprio decía a los maridos
jóvenes en 1952 que «el despertar sexual de sus esposas era su responsabilidad».
A la vista de estos estándares imposibles, los hombres tradicionalmente se han
desinteresado en las respuestas verdaderas (y quizás poco halagadoras) a las
preguntas sobre la satisfacción de las mujeres; e incluso cuando han aparecido
estas respuestas el hombre ha tenido la oportunidad de culpar a la mujer de su
fallo (de ella, y por tanto de él). Los escritores de consejos médicos como
Caprio tradicionalmente afirman cosas como que «la fijación del instinto sexual»
en el clítoris es el resultado de «manipulación excesiva». La mayor parte del
resto del libro de Caprio trata sobre el problema de la «frigidez» femenina
causada por estas «fijaciones» patológicas. Pocas mujeres están dispuestas a
exponer su conducta íntima a críticas de esta clase, apoyadas socialmente. La
mayoría de las mujeres tenía que afrontar problemas más acuciantes como la
supervivencia económica y la armonía familiar, de modo que el coste de combatir
la norma androcéntrica con toda seguridad debe haber parecido mayor que la
posibilidad muy escasa de recompensa final.
El francés Auguste Debay
escribía en 1848 que las mujeres debían fingir el orgasmo porque «a los hombres
les gusta compartir su felicidad». No era el primero, ni el último, en
sostenerlo. Celia Roberts y sus coautores, estudiando el orgasmo fingido en una
muestra de estudiantes universitarias, descubrió que «en casi todas las
entrevistas se hablaba de esto como algo que hacían, al menos parte del tiempo».
Casi todos los entrevistados masculinos estaban seguros de que ninguna mujer
había fingido un orgasmo con ellos, observación sobre la que las autoras
señalan: «Está claro que el teatro que hacen las mujeres es muy convincente».
Las entrevistadas justificaban su conducta en que tenían más interés en mantener
la estabilidad de la pareja que en tener un orgasmo en todos los coitos.
Ilustración del dilema de la mutualidad
orgásmica en las relaciones heterosexuales. El pie dice: "Despierta cariño...
creo que tenemos que hablar", de Elizabeth W. Stanley y J. Blummer, para la
Maine Line Company, ca. 1986
A pesar de la perpetuación
sistemática de la ignorancia y los malentendidos —en mujeres tanto como en
hombres— la mayoría de los hombres heterosexuales han mirado al orgasmo femenino
como refuerzo para su autorrespeto como seres sexuales. Michael Segell dice que
«según un estudio, una de las cuatro aspectos ventajosos del orgasmo femenino es
el empuje que aporta a los egos de los hombres».
Glamour entrevistaba a
un hombre de 33 años que aconsejaba a sus colegas: «Cuando encuentres una mujer
que tenga orgasmos por penetración y no por estimulación clitoriana, consérvala.
Es una cosa rara y maravillosa». Está claro que para este hombre no importaban
otras características femeninas. Tales presiones empujan a las mujeres en una
dirección: la de fingir que tienen orgasmos cuando no es así. Las lectoras de
Mademoiselle informaban en los primeros 1990 de que el 69 por ciento de
ellas había fingido un orgasmo al menos una vez. Carol Travis y Susan Sadd,
informando de los resultados de una encuesta en 1977, incluyen dos citas:
"He hecho mi propia encuesta pequeñita y no he encontrado una amiga
o conocida que haya tenido alguna vez un orgasmo «de verdad» en el coito, solo
mediante estimulación del clítoris. Pero intenta convencer a un hombre de que tú
no tienes orgasmos así, no te creerá. Eso sí, desafiarle de este modo ¡puede ser
muy interesante!!""Nunca he tenido un orgasmo durante el coito.
Para tenerlo necesito cunnilingus o estimulación manual del clítoris. Sé de
mujeres de ahora que fingen orgasmos porque les avergüenza decirles a sus
maridos o amantes que por mucho que mantengan la erección no pueden hacer que
los tengan."
Robert Francoeur dice de la presión orgásmica sobre las
mujeres en relaciones heterosexuales que «es mucho más probable que las mujeres
finjan tener un orgasmo cuando no lo tienen» y señala que no hacerlo con
frecuencia trae como resultado «verdaderos problemas de resentimiento e incluso
ira con la pareja».
No todas las mujeres están de acuerdo. Stephanie
Alexander escribía en
Cosmopolitan en 1995 que fingir orgasmos «no es más
que un asunto de conveniencia, para no mencionar la buena educación».
Refiriéndose al coste de explicar por qué una no ha llegado al orgasmo,
pregunta: «Cuando tienes que levantarte por la mañana para ir a trabajar ¿quién
va a perder dos horas en hacerle sentirse mejor por no haberte hecho disfrutar?»
En efecto, estos relatos sugieren que se espera de la mitad de la pareja
heterosexual que sacrifique la mutualidad orgásmica para evitar las inevitables
tensiones que navegar en el barco androcéntrico trae sobre la relación. Como
cultura, tenemos que atribuirle un valor altísimo a la norma androcéntrica para
sugerir que conservarla merezca este precio.
En la segunda mitad del
siglo XX, el trabajo de Masters y Johnson y sus seguidores ha hecho otro
sacrificio en el altar del modelo androcéntrico de la sexualidad: la objetividad
del pensamiento científico.Cuando estos investigadores eligieron su muestra,
seleccionaron nada más mujeres que regularmente alcanzaban el orgasmo en el
coito, un error que, vale la pena recordar, no cometió su predecesor, Alfred
Kinsey. Cuando Masters y Johnson hicieron su estudio ya se sabía que estas
mujeres eran minoría, pero aparentemente se decidió que representaban la
normalidad. El uso científico de la estadística dice normalmente que la mayoría
representa la norma, es decir, el rango normal es la parte de la curva que está
justo debajo de la campana. Si el sesgo favorable a la norma androcéntrica no
hubiera estado tan extendido, Masters y Johnson hubieran sido el hazmerreír de
la comunidad científica. Pero no fue así. Hasta que Sere Hite atacó los
resultados en 1976 no empezaron a cuestionarse los métodos de selección e
interpretación de Masters y Johnson. Errores así no solo han impedido que
comprendiéramos el orgasmo femenino, también han evitado que nos diéramos cuenta
cabal de lo individual e idiosincrático que es el placer sexual para ambos
sexos.
Las reacciones (y las sobrerreacciones) al estudio de Hite
también nos dicen mucho sobre lo intensamente que hemos querido defender el
modelo androcéntrico. Se criticó mucho su trabajo porque los participantes se
habían autoseleccionado, un problema que no solo había aparecido con las
muestras de Kinsey y de Masters y Johnson sino con casi todas las
investigaciones sobre prácticas sexuales en EE. UU. en los últimos cien años.
Desde un punto de vista simplemente práctico, no se puede obligar a los
participantes a responder sinceramente a cuestiones sobre su conducta íntima,
los investigadores no tienen más elección que apoyarse en datos cuya fiabilidad
es dudosa y debe seguir siéndolo. Pero en el caso de Hite hubo muchos más
intentos de convertir esta dificultad en un error invalidante que los que hubo
frente al trabajo de sus predecesores. Para rechazar directamente las hipótesis
de Hite se oyeron excusas de lo más endeble y vergonzosamente androcentristas.
En 1986, por ejemplo, se debatían los informes de Hite en una sesión de historia
de la sexualidad de la Organization of American Historians. Uno de los
participantes masculinos criticaba la atención de Hite al tema del orgasmo en
las relaciones heterosexuales como «un tanto mecanicista». Una crítica muy
simplista desde el lado de la relación que tiene la mayoría de los orgasmos.
El vibrador como tecnología y tótem Como hemos visto, la
medicalización del orgasmo femenino en la cultura occidental ha sido una de los
medios de proteger nuestras confortadoras ilusiones acerca del coito. El
vibrador y las tecnologías que le precedieron —especialmente el masaje manual e
hidráulico— posibilitaron a los médicos proporcionar el alivio que muchas
mujeres no podían obtener de otro modo. El vibrador era cómodo, portátil y
rápido, por lo que gozó de una popularidad notable, aunque efímera, como
instrumento médico antes de que se enteraran los consumidores y los directores
de películas eróticas. El gran inconveniente del vibrador, desde el punto de
vista de la profesión médica, es que era tan conveniente y fácil de usar que
hacía innecesaria la intervención del médico en el proceso de producir orgasmos
femeninos. El equipamiento hidráulico y los vibradores de consulta caros, como
el Chattanooga, por lo menos conservaban la innovación en manos de los
profesionales médicos, pero en cuanto el vibrador se convirtió en un aparato
relativamente ligero y barato que podía accionarse con agua o electricidad en
casa, dejó de ser un instrumento médico y se convirtió en un «aparato de cuidado
personal».
Vibrador médico de principios del siglo XX de la Bakkem Library and
Museum of Electricity in Life
En la segunda mitad del siglo xx el
vibrador aparece abiertamente como un objeto sexual. Curiosamente, cuando estos
aparatos aparecen en películas eróticas no se trata de vibradores auténticos,
sino que lo que se muestra son tranquilizadores dildos vibrátiles con forma de
falo, sugiriendo que la máquina no es más que un sustituto del pene. Edward
Kelly escribiendo sobre estos dildos vibradores en 1974 afirmaba
esperanzadamente que «sin duda, excepto en el caso de lesbianismo, sobre cada
empleo de cualquier dildo se sueña la evocadora visión de un hombre imaginado».
Para la mayoría de las mujeres, sin embargo, estos juguetes a pilas son más
estimulantes visualmente que fisiológicamente; el vibrador mejor diseñado para
aplicarse en el área del clítoris es el que funciona enchufado a la corriente
con al menos una superficie de trabajo en ángulo recto con el mango.
El
vibrador ha adquirido una cualidad totémica en la cultura estadounidense, más
allá de su rol funcional para mujeres y sus parejas sexuales. Algunos autores
masculinos han señalado que el vibrador supone una adición excelente al arsenal
de juguetes eróticos de una pareja, porque produce orgasmos en las mujeres (y en
algunos hombres) sin necesitar mucho esfuerzo ni destreza. Por la misma razón se
ha convertido en el favorito de los terapeutas sexuales: incluso mujeres con el
umbral orgásmico muy alto normalmente acaban respondiendo al masaje vibratorio.
Las que tienen el umbral más bajo pueden explorar todo su potencial sin
cansarse.
Estos dos aspectos del vibrador le han convertido casi
inevitablemente en el centro de los miedos masculinos, representados en chistes
del estilo de: «¿Cuándo hizo Dios al hombre? Cuando Ella se dio cuenta de que
los vibradores no pueden bailar». Como ha señalado Michael Adas, desde la
revolución industrial los hombres han tendido a medirse a sí mismos contra las
máquinas, una comparación que con toda seguridad produce ansiedad. En el caso de
los vibradores esta comparación es especialmente dolorosa, y ha llevado a
algunos hombres a sentir rencor por el aparato. Como contaba una de las
entrevistadas de
Redbook sobre sus aventuras con su vibrador: «Mi marido
no sabe nada. Si lo supiera, ¡creo que lo tiraría!»
Se ha citado mucho
la observación del difunto Melvin Kranzberg de que «la tecnología no es buena ni
mala, ni tampoco neutral». El vibrador y sus predecesores, como todas las
tecnologías, nos dicen mucho sobre las sociedades que los producen y usan. El
aparato sigue entre nosotros, elogiado por unos y vilipendiado por otros, ni
bueno ni malo ni neutral, un punto controvertido del debate sobre la sexualidad
femenina. Parte de la controversia, como hemos visto, tiene raíces muy profundas
en la cultura occidental, ocupando el espacio donde la sexualidad, la moralidad
y la medicina interactúan y sirven como línea exterior de defensa del modelo
androcéntrico de mutualidad orgásmica en el coito. Las fisuras de esta vieja
pared se continúan restañando con exortaciones a las mujeres para que no
desafíen la norma ni siquiera si esto implica fingir orgasmos y sacrificando la
sinceridad en sus relaciones con los hombres. Hemos estado dispuestos a pagar
este precio en el pasado, si seguiremos haciéndolo es una decisión de los
individuos, no de los historiadores.
Con motivo de la publicación de la versión original de la obra en inglés
se realizó un documental. "Passion and Power" es el título del vídeo
promocional (colgado en YouTube por Bearlee336)