PRIMER CORREO
Hola, Dámaso, llevo tres días aquí y tengo la
sensación de que ha pasado mucho, muchísimo tiempo. Me han alojado en la casa de
un matrimonio mayor cuyos hijos hace tiempo que emigraron a la capital, donde
ejercen buenos oficios, según mi anfitriona. La casa es muy grande y muy fresca.
Al fondo se abre un patio y al final de éste tienen un corral con media docena
de gallinas ponedoras y, tras un murete de ladrillo, una cría de jabalí que
apesta. Por suerte el olor del animal no llega a mi habitación y puedo dormir,
leer, y escribir esta carta, sin que me ofendan los efluvios del jabato que, por
otro lado, es de natural apacible. El pueblo no es muy bonito. Tampoco feo. Tal
vez me ocurra que lo encuentro muy distinto a Mataró, tanto que aún no he
conseguido hallarle lo que pueda tener de atractivo. Lo primero que hice en
cuanto me sentí instalado, fue subir al cerro de los molinos. Hay que ascender
un par de cuestas bastante pronunciadas, pero vale la pena la excursión. Jamás
he visto un atardecer como el que se contempla junto a estos que don Alonso
creyó gigantes. Me faltan las palabras para describirlo. La inefabilidad de la
que se quejaban con tanta razón San Juan y Santa Teresa la padezco en este mismo
instante en el que un reloj de cuco colgado a una pared del comedor vecino
señala las doce en punto. Aunque para qué engañarnos, no soy ni Gabriel Miró, ni
Azorín, ni Machado, basta tener el don de la plasticidad, un repertorio léxico
infinito, capacidad de observación, sensibilidad, dominio de la sintaxis,
alcanzar la justa correspondencia entre lo dicho y el modo, como ellos, y la
angustia de quien escribe menguaría hasta reducirse a mota.
Cuando
llegué arriba del cerro lo primero que me sorprendió fue la vista magnífica del
Campo de San Juan en toda su extensión como un mar apacible. Lejos se distingue
la silueta de otros molinos sobre otro cerro. Me dicen que son los de Alcázar. A
mi espalada tengo El Toboso, adonde pienso acercarme un día de estos. La luz, en
el momento en que el sol comenzó a desaparecer muy lento tras la cresta de unos
montes, los de Toledo, cobró una tonalidad anaranjada que tiñó el cielo y las
paredes encaladas de los molinos. Algunos turistas hacían fotos, extasiados
frente a tamaño derroche de colorido. Me habían comentado que allí mismo, junto
a los molinos, existía un restaurante ubicado en el interior de una cueva.
Observé que algunas personas, de las que estaban haciendo fotos, se dirigían
hacia un letrero que acababan de iluminar, y las seguí convencido de que debía
de ser allí donde me habían dicho que estaba el establecimiento. No erré. Tras
unos breves escalones, se abría una terraza con mesas a las que sentarse y una
barra de bar a la izquierda. La vista era magnífica. Poco a poco el Campo de San
Juan se sumía en una oscuridad densa y aparecieron pequeños puntos de luz
diseminados y otros más grandes, titilantes, que eran sus pueblos. Junto a la
barra, una puerta que daba paso a un local con asientos mullidos donde algunas
parejas de adolescentes pegaban la hebra muy juntos. Al restaurante se accede
tras descender unas escaleras muy empinadas que se adentran en el interior del
cerro. La cueva se divide en varias estancias, entre las que se distribuyen las
mesas. Algunos comensales habían empezado ya a cenar. Otros, como yo, nos
limitábamos a mirar el recinto tan asombrados como antes junto a los molinos. Un
camarero nos preguntó si pensábamos quedarnos. Yo dije que sí y me acomodaron en
una mesa individual, lejos de la entrada. Al resto, que respondió que no, los
conminó a que abandonaran el local porque a partir de las nueve no dejaban que
nadie curiosease por no molestar a los clientes.
El lugar, al ser tan
angosto, tiene pocas mesas, colocadas muy juntas, de tal modo que si en ese
momento hubiera habido más comensales cerca de mí nos hubiéramos podido hablar
sin necesidad de elevar la voz. Por fortuna, era el único cliente sentado en
aquel apartado. Podía ver la puerta por donde entraba y salía el camarero, pero
no a la otra media docena de personas, de las que sin embargo oía la voz.
Reconozco que me sentí oprimido y muy solo. A punto estuve de levantarme y decir
que lo sentía mucho, que no me encontraba bien y que regresaría otra noche. La
verdad es que estaba cansado después del viaje. Había tardado siete horas desde
Mataró a Criptana. Había repostado una sola vez el depósito a la altura de
Sagunto, y paré otra en la Almarcha a tomar un refresco y preguntar si aquella
era la carretera que me convenía. Me respondieron que sí, que en una hora a lo
sumo podía encontrarme en Criptana, pero tardé media más. Llegué a eso de las
cuatro. Me aguardaban los propietarios de la casa, Paco y Manuela, gente
simpática. Paco me ayudó con las dos maletas y Manuela, en seguida que estuve
aseado y listo, me trajo una limonada con hielo que me supo a gloria. Estoy
contento con ellos. La habitación es limpia y muy luminosa. Tengo un estante
para los libros que me he traído y una mesa para escribir; y silencio, un
silencio cisterciense, sólido como la luz y el aire que se respira a media
tarde.
El camarero llegó a tiempo de convencerme de lo bueno que sería
probar un bacalao con pisto bañado con un vino de la tierra. Tenía hambre. Salvo
la limonada y un par de rosquillas que me ofreciera Manuela, no había metido más
en el cuerpo desde que a las once de la mañana comí un bocadillo correoso en el
área de servicio. A la zaga del camarero iba un individuo que se acomodó a dos
mesas de la mía; esto es, a un metro escaso, y que, tras mirarme unos pocos
segundos con cierto disgusto, extrajo un libro de una bolsa que llevaba colgada
al hombro y se puso a leer. Me resultó chocante y hasta estrafalario que aquel
tipo sacara un libro en aquel lugar. Conseguí leer el título: La Regenta, lo
cual me asombró más aún porque hace poco que la releí y volvió a entusiasmarme.
El camarero reapareció con la botella de vino. Mientras la abría sonrió
e hizo un gesto de complicidad con el que quiso darme a entender que el tipo no
estaba muy bien de la chola.
–Es la tercera noche que viene y siempre
hace lo mismo –me susurró–. A mí me parece bien que lea, pero no creo que sea el
mejor lugar ni el momento.
Estuve de acuerdo. Pensé que debía tratarse
de otro invitado al Congreso. Durante la excursión a los molinos me fijé en
cuantos me cruzaba por si descubría en ellos alguna seña que los delatara como
lectores, pero no. Aquel era el primero. Leía con verdadera fruición, como si
quisiera devorar el libro, tan concentrado que daba grima mirarlo porque era
como si estuviese dos veces sepultado, bajo la tierra y bajo el peso de las
palabras. Incluso me atrevo a decir que no leía como podemos hacerlo tú o yo,
Dámaso, sino con desesperación, como si buscase algo a golpe de machete en una
selva infinita. Cené sin que se volviera a mirarme más. Sus dos platos los
engulló con la vista puesta en el libro, que sostenía con su mano izquierda,
cosa admirable dado el tamaño del volumen. Lo cerró de un golpe tras el café,
con disgusto y decepcionado. Pagó luego la cuenta que el camarero le había
dejado y desapareció tal que había venido, sin ruido. Cuando aquél vino a
cobrarme, me preguntó si había quedado satisfecho y le respondí que sí, que todo
estaba muy bueno.
–¿Le ha molestado el señor que estaba aquí?
–No, claro que no –le dije.
–Hay gente muy rara –sentenció–.
Piensan que con la vecindad de los molinos se les pegará algo de la locura de
don Alonso. Pero para eso hay que ser manchego, se lo digo yo, y ese pobre tenía
pinta de ser forastero, como usted.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
Juan Manuel González Lianes,
Quimera del lector
absorto (Carena, 2010).