1. La opción de la desesperación
El asunto ha ido tan lejos en la sociedad
civilizada... Quien no deja de observar lo que pasa a su alrededor,
constantemente se da cuenta de que las personas con estudios, sobre todo si son
jóvenes, muestran cada vez mayor grado de la consabida indiferencia hacia cuánto
hay de la verdad en sus ideas… A nadie interesa ya la posibilidad de poner en
tela de juicio los bienes espirituales para averiguar el grado de su
autenticidad…
Huizinga, A la sombra del mañana
(1935)
El mundo es caos. La vida es muerte. La naturaleza es
inhumana. ¿Son frases tomadas de la película
Anticristo de Lars Von Trier
o son sentencias, garabateadas sobre el pupitre de un escolar? ¿Es seguridad o
es confusión? ¿Es una conclusión de peso o es un argumento superficial? ¿Este
mundo es frágil o es una broma de mundo?
El malestar vital, la sensación
de inutilidad y la percepción del mundo como algo hostil, que siempre han
alimentado la particular filosofía del adolescente, se apoderan triunfalmente de
la gente mayor y de mediana edad, erigiéndose de este modo en su guía
sentimental. La sociedad actual nos sugiere que el mundo pertenece a la gente
joven y dinámica mientras que los cuarentones y gente de mayor edad han de
conformarse con callar o jugar a ser jóvenes. La sociedad necesita consumidores
incansables y no hay quien supere en frivolidad a los adolescentes y a los
jovenzuelos en su alegre manera de vestir, lo cual obliga a reservarles un lugar
privilegiado en los paneles publicitarios de la existencia. Ropas de todo tipo y
coches de cualquier nacionalidad. Llama a nuestra tienda y tráenos en metálico
(también se admiten tarjetas) un pedazo de tu vida gastada. Poco a poco los
incansables consumidores de rompe y rasga se hacen adultos pero no abandonan los
hábitos de su juventud frívola y aventurera, pues la sociedad sigue enamorada de
los jóvenes, de los entusiastas ligeros de cascos y de los emocionalmente
endebles. Es de la misma naturaleza la frágil butaca en la que estamos sentados
en la sala de proyección intentando comprender con toda la fe del mundo de qué
trata la película de Trier. Al aguzar la vista nos damos cuenta claramente de
que la voz y la mano del director tiemblan con un temblor propio de un
adolescente, producto del exceso de confianza en sí mismo de la que ni siquiera
está seguro. Sin embargo, cuando un adolescente dice que sí a la muerte, podemos
felicitarle al menos por haber dado un primer paso hacia lo que será un no
definitivo, pero si a un hombre de 50 años, todo un director de cine, se le da
por hacer gala de semejantes revelaciones, el espectador empieza a incomodarse
como si el director en cuestión fuese su hijo que, con arrogancia y aplomo
juvenil, achacara a la vida su incapacidad de vivirla. Eso nos hace comprender
que ya no hay nada que hacer, que se trata de un caso perdido cuando habríamos
estado a tiempo para mudarnos a Dinamarca, aprender su nada fácil idioma, hacer
buenas migas con el joven Lars y llevar su conciencia a un terreno mínimamente
estable. Y ahora, privado de todo apoyo, el adolescente descreído (el director)
escribe la carta de despedida (rueda la película), se acerca al borde del tejado
(estrena la película) y confiesa: “He tenido una depresión y gracias a esta
película (mi suicidio) la voy a superar”; acto seguido se queda titubeante al
borde del vacío, balbucea algo, lloriquea, mas no da el paso, gracias a Dios.
Semejantes confesiones del director sobre el carácter autoterapéutico
del filme, divulgadas en la nota de prensa, sólo contribuyen a aumentar el
parecido entre el director y el adolescente que odia el mundo y adopta a tal
efecto una pose tan arrogante como ostentosa. Mas si diéramos la desesperación
del director por auténtica en vez de tomarla por un anzuelo publicitario, si le
diéramos crédito como si de una persona normal y corriente se tratase, con más
razón nos preguntaríamos sobre el motivo que le llevó a compartir su
desesperación con los demás. ¡Pues para dar la nota y hacer representación de un
sentimiento humano fuera de serie, por qué iba a ser! ¡El genio de la tristeza!
¡Sufrimiento que merece figurar en el Libro Guiness! Las trompetas refulgen
atronadoras. Todo eso recuerda el caso de un enfermo de sida que dejaba en las
butacas de los cines agujas clavadas junto con una nota que decía:”Estoy enfermo
de sida. Esta aguja está infectada. El que se ha pinchado también morirá.” Esto
es hacer del mundo el chivo expiatorio de su sufrimiento enajenado. Esta es una
desesperación en toda regla que se alimenta de todo lo que aún sobrevive en la
conciencia y en el alma, una desesperación pertinaz, producto de una vida humana
que no ha llegado a ningún puerto, que es incapaz de crear nada vivificante,
seguro y verdadero.
2. La impasibilidad de la
desesperación Imaginad que la protagonista de la película es
una persona real. La habrían condenado a pena de prisión por las torturas que
con tanta sangre fría inflige a su marido. Si se probara, además, que la
susodicha mujer sometiera a vejaciones sofisticadas a un niño, haciéndole, por
ejemplo, calzarse constantemente cada zapato en el pie equivocado para que los
pies se le deformasen, habría acabado indefectiblemente en un manicomio y habría
sido privada de la patria potestad. Si su enfermedad psíquica no fuese
irreversible y la mujer fuera capaz de tomar conciencia y horrorizarse ante la
muerte de su hijo, que cae por la ventana en el momento del coito entre ella y
su marido (ve caminar al crío por la repisa de la ventana, lo cual le provoca un
confuso placer), entonces se volvería completamente loca, se metería a monja:
una persona viva habría hecho algo, cualquier cosa, pero algo. Jüng cuenta la
siguiente historia:
… antes de casarse esta mujer había tenido un
conocido, hijo de un rico industrial. A pesar de que todas las chicas de la
región estuvieran enamoradas de él, mi paciente, dado que era muy atractiva,
creía que tendría una oportunidad. Él parecía no estar interesado en ella así
que la mujer acabó casándose con otro. Al cabo de cinco años un compañero fue a
visitarla y, al recordar el pasado, de repente le dijo refiriéndose a aquel hijo
de industrial: “Cuando te casaste hubo alguien que, a la sazón, se quedó
hundido.” Desde entonces ella cayó en la depresión que, varias semanas después,
la llevaría a cometer una desgracia. Ella estaba bañando a sus hijos, una niña
de cuatro y un niño de dos años. La familia vivía en una aldea donde la calidad
del agua no cumplía con los requisitos que imponen los estándares de higiene: se
bebía el agua de la fuente y la del río se utilizaba para bañarse y lavar ropa.
Al percatarse de que la niña estaba chupando una esponja de baño, no le dio
importancia, dejando asimismo que el niño bebiera agua del río. Naturalmente, no
se daba cuenta de lo que estaba haciendo, pues la depresión ya se estaba
cerniendo sobre su conciencia. Después de un período de incubación la niña
enfermó de tifus abdominal y falleció. Era la favorita de la madre. Al niño no
le pasó nada. La mujer, en estado de depresión aguda, fue a parar a una clínica.
Al realizar el test de asociación supe que la paciente se reconocía como
asesina…
Carl Gustav Jüng, Memorias, sueños,
pensamientos (1961)
La paciente de Jüng puede
inspirarnos asco o pena, pero el sentimiento de culpa y de falta de humanidad
que experimenta no nos son ajenos, nos parece lógico que sufra, se arrepienta o
se pierda para siempre sin que ello contradiga la idea que tenemos nosotros de
la naturaleza humana. En cambio, para Trier todo arrepentimiento está fuera de
lugar, pues sólo existen el mal interno, su aceptación absoluta y el abandono de
toda resistencia ante él. De modo que las reacciones de la protagonista se
vuelven irreales por carecer de todo rasgo humano, pero precisamente en esto
radica la idea del director que aventura para el mundo un diagnóstico despiadado
que no admite réplica, a saber: la Naturaleza alumbra la muerte; Satanás
gobierna el mundo; la vida es Caos. Sin embargo, huelga decir que, en realidad,
sólo se lo está diagnosticando a sí mismo. Trier intenta colgar los horribles
pañales de su conciencia en el tendedero común de la humanidad, lo cual le
acarrea las justificadas quejas de los vecinos.
Con el fin de evitar el
contagio, la sociedad somete al aislamiento temporal a los enfermos de
tuberculosis. En cambio, la tuberculosis psíquica del arte moderno tiene acceso
directo a la respiración sincronizada en masa. Como cualquier virus, no
sobreviviría ni habría de convertirse en el el rasgo genérico dominante de la
sociedad sin la asistencia masiva. Trier concibe el mundo como un cúmulo de mal
pertinaz y de horror inagotable. No obstante, si todo eso realmente fuera
verdad, las estampas de Von Triller no provocarían en nosotros un rechazo tan
visceral, pues nos resultarían de lo más llevadero. Si el mal está en mí ¿por
qué habría de tenerle miedo al verlo en la pantalla? Sin embargo, nos resulta
desagradable ver la sangría que nos ofrece la película ya que en la vida real no
solemos cercenarnos el clítoris, agujerear las piernas del marido o intentar
partir a una persona en dos con una pala tal y como lo hace la protagonista. Los
que cortan y agujerean no son, en principio, objetos de interés común en su
vertiente positiva. Aunque, en honor de la verdad, hay que decir que la
filmación de la ejecución de Saddam Hussein lograron colárnosla en el noticiero
para que todo el mundo
lo viera. Este sí que es un mal auténtico y que no
es otro que nuestra ávida impasibilidad ante la demostración de la violencia.
¡Este sí que es un objetivo digno del punto de mira de una cámara de cine! En
cambio, ante los horrores de Trier uno quisiera dar media vuelta como si de una
vil caricatura de nuestros auténticos y nada corporales sufrimientos se tratase.
3. La sociología de la desesperación
Se intenta diariamente aliviar la conciencia social mediante la
idea de que la crueldad es connatural al mundo, de que no son nuestras las
huellas dactilares que quedan impresas en su garganta, de que no somos nosotros
los que apretamos el botón. Nos convencen de que nuestra sociedad, tal y como
está organizada, no es obra de nuestras conciencias, de que la lucha de todos
contra todos es algo propio de la naturaleza humana, pues el hombre es parte de
la Naturaleza y por tanto también la sociedad humana evoluciona conforme a la
ley del cazador y el lobo, del lobo y la liebre. A golpes nos meten en la boca
la burla a propósito de todo intento de crear una sociedad mejor. ¿Una sociedad
justa? ¡Vamos, que ya lo hemos estudiado! Pero ¿habréis aprendido? No saben, no
contestan. ¿Por qué la idea de la igualdad de oportunidades en vida nos hace
soltar espuma por la boca a la vez que imprime una mueca de escepticismo en
nuestras caras? Sí es evidente que un angoleño y un inglés recién nacidos llegan
al mundo siendo divinamente idénticos, pero que a la salida del útero materno
los reciben unos padres y naciones ya mutilados por la desigualdad. Es tal el
afán con que nos intentan convencer de la lógica del darwinismo social que el
más miserable, recluido en su caja de cartón, asume su condición como una
especie de tributo al orden mundial. En realidad, la sociedad moderna contradice
por completo la ley original, que es la de la igualdad de todos los humanos ante
el don de la vida y el agujero de la muerte. Pero cambiar significa compartir, o
sea, carecer de la posibilidad de poseer y desear sin límite alguno. Cambiar
significa sentir el calor del codo vecino, pedir menos y dar más. Pero el
maligno se echa unas risas en nuestro corazón, nos reímos con él y así dejamos
de creer en nosotros como en los seres que Dios creó para que vivieran sin
rivalidades sobre el haz de la Tierra. Nos lavamos las manos cuando nuestros
brazos están hasta los codos cubiertos de úlceras a causa de bestiales apretones
y combates.
No hace falta ser especialmente perspicaz para darse cuenta
de que Trier le vuelve al mundo el recambio. En la despiadada sociedad moderna
el hombre se asfixia a causa de la normalización y la impersonalidad de las
relaciones humanas. En tanto que condena de la sociedad, la película de Trier
podría funcionar pero la echa a perder su estilo artístico, que es idéntico al
del criminal mismo, artífice de la violencia y del tormento. El círculo vicioso
no se romperá mientras el artista esté convencido de la omnipotencia del mal y
se crea sin fuerzas para dejar de ser un mero eslabón en la cadena de los
sufrimientos humanos.
4. El marketing de la
desesperación El director está aplastado por la vida, mas no se
trata de la ansiada densidad de la existencia sino de una piedra al corazón y al
cuello imposible de mover. Trier aparenta no creer en la vida y canta la hosanna
al no ser, lo cual, por supuesto, resulta cómico ya que el rodaje de la película
lo mismo que la post producción y el
merchandising del filme forman parte
de la vida que, por cierto, no es una vida cualquiera. Trier vende bien su
depresión sin la cual el sofisticado y omnipresente mundo de la compraventa no
lo necesita.
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¿Cómo? ¿Las
de color negro ya están agotadas? Van Gogh nació demasiado pronto: hoy en día se
habría cortado la otra oreja a modo de bis y pintaría sus cuadros por 1000
dólares el centímetro cuadrado. La ex soldado estadounidense Lindsey England,
condenada por torturas a los prisioneros de Abu Graib, ya tiene su biografía en
forma de libro. En este mundo omnívoro, ávido de todo lo que se mueve, un sádico
se convierte en protagonista. Es puro negocio, nada personal.
Von Trier
es un pícaro con suerte. El cebo que él dispone para el espectador consiste en
una extraña belleza (es hermoso el bosque envuelto en niebla, da miedo el bosque
nocturno), en imágenes preciosas (luz, bruma) y de simbolismo barato (brujas,
hogueras, pentagramas), todo eso aliñado con buenos actores, sexo, sangre a
chorros al estilo de
Hostel 2, anegado en colores, reforzado con la
música y así llevado al mostrador cinematográfico. Moscas relucientes llenan la
sala, atraídas por el olor a escándalo de Cannes donde la película fue silbada,
y por las voces discordantes de los críticos. De este modo se va creando una
especie de nube que Picasso llamaba entusiasmo: