1957, NO SÓLO UN AÑO EN LA VIDA DE CATALINA
El
velo de la memoria sólo deja ver parte de lo que un día fue toda la verdad,
funcionando como lente transformadora que modifica, aunque sólo sea en parte, lo
que un día realmente ocurrió.
En el fondo todos queremos recordar los
fragmentos de nuestras vidas a nuestro gusto y, amparados por el paso de los
años, acabamos por rememorar claramente lo que en realidad no pasó, o al menos,
no como lo recordamos.
Puede que Catalina fuese víctima de tal influencia o
puede que no, pero para ella, todo ocurrió así:
Corría el año 1957 y en
Jaén los años de posguerra parecía que no iban a acabar nunca, pero ya habían
transcurrido 18 desde que esta terminara y los más jóvenes necesitaban empezar a
pasar página, aunque esto no sería del todo posible antes de que se sumasen
algunos años más.
Catalina, tan joven y entusiasta como todas las jóvenes de
dieciséis años, remendaba un roto en uno de los pocos pantalones que su padre
podía permitirse tener. En aquella casa toda la ropa se remendaba y remendaba,
hasta que ya no era posible seguir apañándola y entonces pasaba a ser trapo para
todos los usos. Lo cierto es que José tampoco es que necesitase mucha ropa; un
par de pantalones y algunas camisas de diario que servían como indumentaria
habitual para el trabajo y el trajecillo para la misa del domingo, el mismo
trajecillo que venía luciendo desde hacía ya más de once años, cosa que ya
empezaba a ser palpable por las huellas que el uso y el paso del tiempo habían
dejado en el tejido, no obstante, aquel traje le seguía cayendo como un guante.
El padre de Catalina, era un hombre duro, serio, delgado, uno setenta y
cinco de altura y con el pelo más negro que una cucaracha, buen trabajador y
poco hablador, creyente de misa de domingo y devoto de la Virgen de la Capilla.
Todos sabían de su mal humor y por esto, todos le guardaban el aire de forma que
a sus cuarenta y nueve años no podía contar con nadie que pudiera considerar su
amigo y es que no era raro el escucharlo relatar solo y siempre con aquel tono
de reproche, sobre unos y otros, daba igual lo que fuera, José siempre estaba
cabreado, quejumbroso o molesto, y mejor que no la emprendiera con alguno porque
de lo contrario, los votos y las voces se escuchaban en todo el barrio. Se podía
decir que José era un hombre con malas pulgas al que nadie podía soportar pero,
como también era un buen oficial y le cundía el trabajo, éste nunca le faltaba.
No era aquella delgadez de José algo ocasional sino más bien el resultado
del ejercicio continuado en lo que por entonces era el más común de los
gimnasios, donde los aparatos más ejercitados eran el pico, la pala, el legón y
el trasiego de ladrillos y cubos de masa, ahora llanos, ahora vacíos. Esto,
unido a los almuerzos cortos, no tanto en tiempo sino más bien en el contenido,
seguidos de algo de reposo, pero poco, diez, quince minutos, muchas de las veces
en la misma obra y, otra vez al tajo, hacía que el padre de Catalina siguiese
teniendo el mismo tipillo de torero que siempre había tenido, o al menos, el que
ella recordaba de su padre desde que tuvo uso de razón.
En aquellos tiempos,
a finales de los cincuenta, el trabajo en la obra no es que fuese una novedad y,
muy al contrario de lo que con el tiempo acabaría sucediendo, escribientes,
abogados y gente de carrera eran los menos, casi siempre hijos de algún señorito
o militar de alto rango, pero, aprendices de cualquier oficio, manos para lo que
hiciera falta y albañiles para la obra, a patadas.
Todo el universo de aquel
hombre giraba en torno a su familia, su trabajo y la misa de todos los domingos.
No era mucho, pero para él resultaba más que suficiente, quizá su secreto
residía en no pedir demasiado a la vida. Aquel hombre había vivido una larga y
cruel guerra, la peor de las posguerras posibles y podía contarlo, pero toda
aquella miseria vivida había acabado por cobrarse un alto precio de modo que no
podía resultar raro que se le hubiera esfumado la alegría, la esperanza y hasta
la ambición.
A veces Catalina se sentía arrastrada por aquella tristeza,
especialmente cuando le oía sentenciar cosas como: “los que somos unos
desgraciados no podemos aspirar a otra cosa que no sea trabajar hasta reventar”,
o advertencias del tipo: “lo que ahora tenemos, hubo un día que ni soñando pensé
que podríamos tener, de modo que vamos a no pedir nada más, a ver si al final lo
vamos a perder todo”. Aquella actitud tan negativa, propia de los que un día
llegaron a tocar fondo, le llevaba incluso a sentir como extraño y siempre ajeno
aquello que algunos denominaban con cierta ligereza como la felicidad. De hecho,
resultaba claro que él estaba convencido de que nunca podría llegar a
alcanzarla, ni tan siquiera a acercarse a ella.
De este modo, José sólo se
limitaba a vivir, acompañando el sucesivo goteo de los días, esperando que le
llegase la vejez, o lo que fuera que acabase de una vez con su penosa
existencia. Su único deseo era que lo que le quedase de vida transcurriese de un
modo tranquilo, sin demasiados sobresaltos, bastantes había vivido ya en otros
tiempos. Lo cierto es que en aquella España de 1957 nadie podía pedir cambios
importantes en nada, ya era bastante con mantenerse a flote en una sociedad que
empezaba a surgir de sus propias cenizas.
Aquel sábado, madre e hija se
encontraban como de costumbre a esas horas del medio día; en la cocina, en
silencio, Catalina remendaba aquel pantalón mientras la madre daba los últimos
toques al puchero del que saldría lo que ese día sería el almuerzo para todos
los que habitualmente se sentaban a la mesa, a las dos en punto, como un reloj.
Araceli, la menor de las hermanas, jugaba con alguna vecinilla, sentadas ambas
en el escalón de la puerta de entrada de la casa. A los diez años de edad, aún
se tienen algunos privilegios, por mala que esté la vida.
—Madre, ¿cree
usted que padre mató a alguien en la guerra? —preguntó de repente Catalina.
—¿Pero, cómo se te ocurre preguntar eso? Yo qué sé. Y además, de eso no se
habla.
Catalina, sin levantar la mirada de la tela, continuó.
—Pero,
padre estuvo en la guerra, ¿no?
—Pues claro que estuvo, se la zampó
enterita, tres años.
—Pues entonces no es raro que matase a alguien.
—¡Catalina!, ya te he dicho que de eso no se habla.
—Pero qué más da
madre, hace ya tanto tiempo...
—No hace tanto. Además, ya sabes que en la
guerra se mata y en aquella pasaron cosas de las que nadie puede estar orgulloso
de modo que lo mejor es dejar las cosas donde están y olvidarse de todo lo antes
posible. Lo que pasó, pasó y punto, además, ¡que no se habla más de ese tema y
que ya se ha terminao! Y empieza a poner la mesa que ya son casi las dos y padre
está al llegar.
—¿Padre y tú ya erais novios cuando se lo llevaron a la
guerra?
—¿Pero qué perra te ha dado con la guerra?
—Pero dime, ¿ya erais
novios?
—Pues claro, tu padre y yo estábamos a punto de casarnos, ya
llevábamos casi dos años de novios cuando empezó la guerra, pero entonces él
tenía veintiocho años y fue de los primeros que se llevaron, no forzoso, pero
como si lo fuera.
—Tuvo que ser duro para ti, ¿verdad?
—No te puedes
imaginar cuánto.
—¿Y después?
—Después siguieron tres largos años
durante los cuales no se podía hacer otra cosa más que esperar y rezar. A veces
llegaba alguna carta pero aquello era muy de tarde en tarde.
Se hizo un
silencio de unos segundos. Catalina, sentada en su silla de enea, seguía
remendando el pantalón, aunque su interés estaba más en lo que la conversación
podía revelarle de quien a sus dieciséis años no era más que un gran
desconocido, al que amaba y respetaba pero con el que siempre había mantenido
aquella enorme distancia, establecida y fijada por ese hombre al que siempre
debía hablar de usted, con el que no podía manifestar muestras desmedidas de
afectividad sin que éste reaccionase de inmediato para poner algo de seriedad,
distancia y compostura en el trato. Todo aquello hacía que Catalina se sintiese
tremendamente lejos de aquel hombre al que tanto admiraba, del que esperaba el
menor de los reconocimientos en lo que de diario venía haciendo para sentir,
cuando esto ocurría, como el pecho se le hinchaba y un escalofrío le recorría
toda la espalda y entonces era la niña más feliz de todo el mundo, pero esto
ocurría tan pocas veces, y era tan habitual que entre ellos existiese tanta
distancia que, lo normal era que su relación fuera para Catalina como un paraje
estéril donde no podía agarrar más que el mayor de los silencios, el más absurdo
de los respetos y hasta el más irracional de los miedos.
De repente, Manuela
continuó con su relato.
—Un día de aquel verano del 39, alguien tocó a la
puerta de la casa de mis padres, donde yo aún vivía, y al abrirla allí me lo
encontré, como una aparición. Al principio no me di cuenta, estaba muy delgado,
muy negro, sucio y con barba de varios días. Llevaba tres años esperando aquel
momento y cuando llegó, me quedé paralizada, sin palabras y sin saber qué hacer.
Fue él quien habló, me dijo: “Hola, he regresado”, entonces me abracé a él y...,
hasta ahora.
—Qué emocionante. Te daría una alegría que ni paqué.
—Pues
claro.
—Y cuenta, cuenta. Qué pasó después.
—Después las cosas no se
pusieron nada bien, después de la guerra ya sabes, pero el caso es que tu padre
ya tenía más de treinta así que, a los diez meses de que él volviera a tocar a
la puerta de la casa de mis padres, nos estábamos casando. Fue una boda cortita,
en la iglesia de San Juan, la familia y poco más, los justos, pero no creas, yo
llevaba hasta mi vestido de novia.
—Qué bonito.
—Sí, muy bonito. El caso
es que después de la boda nos fuimos a vivir a la casa de mi tía Pepa que nos
dejó una habitación que le sobraba que si no, no sé dónde nos hubiéramos podido
meter. De ahí en adelante la cosa empezó a ir de mal en peor. En aquellos años
pasamos mucho. No había de nada y a malas fatigas podíamos poner algo a la mesa
todos los días.
—Bueno, pero por lo menos estabais juntos y tan contentos.
—No sé, no sé. Tu padre no es que estuviera nunca tan contento, ya lo
conoces, y el caso es que no siempre fue así pero es que cuando terminó la
guerra y volvió, vino tan cambiado, imagino que lo que tuvo que vivir durante
aquellos tres años no sería fácil de digerir ni de olvidar, debió pasarlo tan
mal...
—El pobre, qué mala suerte.
El silencio volvió a la cocina,
silencio sólo atenuado por el chof chof del guiso dentro del puchero y el
canturreo esporádico del canario que en aquella dependencia, y dentro de su
jaula, vivía.
—Pero entonces, seguro que tuvo que matar a alguien.
—¡Y
dale que te dale! ¡Que pongas ya la mesa que a tu padre le gusta comer a las dos
en punto y son ya menor diez!
—Bueno, ya voy. ¿Dejo aquí el pantalón, en la
silla? El roto ya está remendado.
—No, déjalo encima de la cama de padre, a
ver si se va a manchar, y venga, vamos a poner la mesa. ¿Dónde estará tu padre?
Parece que tarda —se preguntó por lo bajini Manuela, mientras Catalina salía por
la puerta, blandiendo sobre su antebrazo izquierdo el pantalón recién remendado.
A las dos en punto todos estaban sentados alrededor de la mesa de la
cocina, cada uno en su sitio. Manuela, madre y esposa, pendiente de todo y de
que nada faltara. Araceli, la pequeña, la que un día llegara sin avisar y sin
que nadie la esperara. José, el emperador en aquella casa, el que mandaba y
disponía, el que trabajaba y mantenía, al que se debía total respeto y
obediencia, él ocupaba el lugar de preferencia, su lugar, aquella silla que era
como su pequeño trono. Y Catalina, zambullida en la más complicada y hermosa de
las etapas de la vida, la tempestuosa adolescencia, esa etapa en la que las
ilusiones, los deseos, los sueños y anhelos son el centro de cada pensamiento.
—Bendice Señor estos alimentos —dijo José con voz firme.
Y todos
respondieron.
—Amén.
—A comer.
Era como la orden que todos acataban
sin rechistar. Cuando padre decía a comer era a comer y no cabía ni hablar, ni
mirar, ni mucho menos canturrear o silbar. “A comer” era “a comer”, aunque ya se
sabe que las órdenes son siempre para los demás, de forma que era José el único
que podía sacar algún tema de conversación y los demás podrían entonces
continuar aquélla, pero si él no tenía ganas de hablar, que por lo natural era
las más de las veces, aquí no hablaba ni Cristo Bendito.
Una vez hubieron
terminado con lo que ese día fue el almuerzo y, como si se tratase de parte de
la homilía que cotidianamente se venía repitiendo todos los días en aquella
casa, José preguntó.
—¿Hemos terminado?
Y al no recibir respuesta,
continuó.
—Señor, te damos las gracias.
A lo que todos respondieron.
—Amén.
Dándose de este modo la comida por concluida. Seguidamente, los
cuatro se levantaron y cada uno se puso a lo que le correspondía. Padre al
sillón para descansar unos minutos antes de su regreso a la obra, madre e hijas
a recoger el menaje usado en la comida, barrer alrededor de la mesa, cosa de la
que se debía ocupar Araceli, con una escoba más alta que ella misma, con la que
casi no podía, y Catalina con su madre al resto de las labores; fregar el
vedriado, guardar el pan en su talega, la fruta en su sitio y si había sobrado
algo de comida, a la alacena, que allí no se tiraba nada, nunca.
Ya casi
habían terminado en la cocina cuando...
—Catalina. Me ha dicho doña Remedios
que estás avanzando mucho en el taller de costura, dice que está muy contenta
con tu trabajo y que se te da muy bien la aguja, aunque eso ya lo sabía yo.
—Bueno, es que no es tan difícil. Además, como casi siempre se hace lo
mismo; camisas, pantalones, arreglos de abrigos, de chaquetas o de gabardinas,
total, que una vez que has aprendido ya no es tan complicado, hecho un arreglo,
ya sabes hacerlos todos.
—De todos modos tú sigue así y sigue aprendiendo
que eso puede serte muy útil en el futuro, cuando tengas tu familia, que algún
día la tendrás.
Catalina no dijo nada, a los dieciséis años no se piensa
demasiado en el futuro o en lo oportuno que algo pueda acabar siendo con el paso
del tiempo. Lo que sí que era cierto es que a ella le encantaba ir al taller de
costura de doña Remedios, allí se encontraba con amigas más o menos de su edad y
otras que aun siendo mayores, ya empezaba a considerar también como amigas
suyas, además, el ambiente de trabajo era muy agradable y doña Remedios no
exigía demasiado ya que tampoco es que pagase mucho. Aquello era casi una
reunión de amigas que hacían trabajos de costura mientras hablaban de esto o de
aquello, por lo general de los cotilleos del barrio o de aquella novedad que
alguna de ellas había escuchado o sabido porque alguien se lo había contado
antes, o simplemente pasaban el rato canturreando alguna coplilla a la vez que
le daban a la aguja y al dedal sobre el trapo que en cada momento tocaba tener
entre las manos.
Los sábados y los domingos, sin embargo, no tenía que
acudir Catalina al taller de costura y a cambio se dedicaba a ayudar en los
quehaceres de la casa y a echar una mano en lo que fuera necesario y dispuesto
por Manuela. Pero los fines de semana pasaban rápidamente y pronto llegaba de
nuevo el lunes, día en el que volvía al taller de costura para disfrutar de todo
lo que para ella significaba el taller de doña Remedios.
LA
ADOLESCENCIA Y SUS COLORES
Era divertido, al salir del taller
de costura, caminar por la calle Martínez Molina, con dirección al barrio de la
Magdalena, las tres amigas y compañeras de oficio, Catalina, Ana y María, como
tres reinas, bien estiradas, sabedoras de su lozanía, con aquella frescura,
conscientes de no pasar desapercibidas para nadie, orgullosas de ser aquellas
jovencitas que trabajaban en el taller de costura.
De este modo regresaban
una vez más hacia sus respectivas casas cuando a Ana le llamó la atención algo
que observó y que se venía repitiendo en los últimos días, un encuentro que al
principio parecía ser ocasional, pero que, repitiéndose tantos días seguidos, ya
no era tan normal.
—Niñas, me parece que alguna de nosotras tiene un
admirador secreto.
—¿Qué me dices? —dijo María, que era la más alta y
nerviosa de las tres.
—No sé pero..., llevo algunos días observando y me
parece que un chico nos mira mucho, ¿no os habéis dado cuenta? Yo siempre lo veo
cuando volvemos del taller.
—¿Cómo que un chico? No sé, yo veo a mucha
gente.
—Ya, pero este es distinto, ¿no os habéis fijado?
—¿Fijado en
qué? —intervino Catalina como haciéndose de nuevas.
—Cuando nos acercamos a
la plaza de la Magdalena, ya se le ve la cabecilla asomando por la esquina de
los soportales pero cuando llegamos a la altura de la plaza, ya no está allí
aunque siempre aparece por algún sitio y..., nos mira, disimulando, pero nos
mira. Ese está colado por alguna de nosotras pero, averigua de quién.
—Sí,
yo también me había dado cuenta —dijo Catalina sin dejar de mirar hacia
adelante.
—¡Verdad que sí! ¿A que no son figuraciones mías? ¿Lo has visto
ahora? Estaba en la esquina. ¿Verdad?
—Pues yo no he visto nada —masculló
María.
Las tres amigas continuaron su camino en silencio, en formación,
avanzando con firmeza hacia la plaza. Al pasar junto a ella buscaron,
disimulando torpemente, hasta encontrar a aquel que desde hacía algunos días
parecía esperarlas sin otro interés aparente más que poder verlas pasar.
Una
vez hubieron sobrepasado aquella plaza, la que extendía su amplitud al margen
derecho de la calle por la que caminaban, María que, a parte de ser la mayor de
las tres era también la más ingenua, masculló.
—No sé, yo no he visto a
nadie especial. ¿Y cómo decís que es ese joven?
—Sí mujer, ¿no lo has
visto?, de mediana altura, delgadillo, con el pelo castaño, creo —contestó Ana.
—No, el pelo lo tiene moreno y no está tan delgado —repuso Catalina a la
descripción que le había dando Ana.
—Vaya, parece que hay alguien que se ha
fijado en el chaval algo más de lo que parecía.
—Lo que pasa es que lo he
visto alguna vez en la misa del domingo y por eso lo sé. También sé que trabaja
en esa carpintería, la que hay en la plaza y se ve que con el serrín el pelo
parece que lo tiene castaño, pero es moreno.
—Bueno, vale, moreno —aceptó
Ana.
—¿Y has hablado con él? —preguntó María.
—Qué va, siempre está
lejos, además, estoy con mis padres. ¿Qué quieres?, ¿que me maten?
—Mujer,
un “buenos días” no es para tanto. Pero dime, entonces, ¿te mira?
—¡Ya
estamos con la casamentera! —exclamó Ana— que cuando pasamos por la plaza
también estas tú y estoy yo, vamos a dejar que sea el muchacho el que se fije en
la que quiera, además, lo mismo no es nada de lo que estamos pensando, que se os
ven unas ganitas de cazar a alguien que no veas.
—No te mosquees que sólo
estamos hablando y, además, que yo no soy una casamentera, que al final, esas
siempre se quedan para vestir santos.
De ese modo llegaron hasta la esquina
en la que comenzaba la calle Molino de la Condesa en la que vivía María, donde
cada día se despedía de sus amigas hasta otro momento futuro que las reuniese de
nuevo.
—Bueno, nos vemos mañana.
—Hasta mañana —contestaron Ana y
Catalina al unísono y sin detener sus pasos continuaron el camino.
Ya no
hablaron más de aquel tema y casi de ningún otro porque lo que les quedó de
trecho lo hicieron casi todo en silencio, caminando por la calle que llamaban
Magdalena Baja con dirección a la Puerta de Martos hasta que llegaron a la
esquina donde cotidianamente se separaban. Una escueta despedida se cruzó entre
las dos amigas dando por terminada la relación hasta el siguiente día.
Claro que Catalina se había dado cuenta de la presencia de aquel chico,
invariablemente presente desde hacía más de dos semanas, cada vez que ellas
pasaban por la plaza. Presente aunque distante porque nunca había hecho el menor
intento por entablar conversación con ellas, ni tan siquiera había probado a
acercarse y cuando Catalina encontraba su mirada, de inmediato éste la retiraba
y salía a estampida huyendo de la situación, escondiendo aquellos ojos negros
tan profundos.
Claro que Catalina lo había visto, claro que sabía que
estaría allí cada día, claro que cada vez con más entusiasmo esperaba que
estuviera asomado a aquella esquina y claro que estaba deseando conocerlo, ¿pero
cómo?
Tenía dieciséis años y a esa edad el corazón todavía es frágil y
vulnerable, aún permanecía desprotegido de posibles invasiones que
indolentemente pudieran apoderarse de él, de modo que Catalina no adivinó cómo,
ni cuándo, ni por qué, pero lo cierto es que aquel joven ya se le había empezado
a colar en sus sueños y en su pálpito, el que se aceleraba cada vez que éste se
cruzaba por su mente o cuando se encontraba cerca. A esa edad no es difícil
soñar, mucho menos cuando en el fondo del sueño está ese frágil corazón que sólo
entiende de amor y buenas intenciones.
En los días que siguieron se vino
repitiendo aquella situación pero ahora sí, las tres estaban impacientes por
llegar a la altura de la calle Martínez Molina desde donde se empezaba a ver la
esquina en la que estaban los soportales de la plaza de la Magdalena para
verificar, día tras día, con disimulo pero con entusiasmo, que allí estaba el
buen mozo. Después, pasaban las tres, cuchicheando, riendo abiertamente y
buscando de soslayo la mirada del joven, hasta que una tarde éste no se
presentó. Aquello no tenía ninguna gracia, aquel príncipe azul que siempre las
esperaba en el mismo lugar, no estaba. Se habría cansado de tanta risilla,
aunque también podía ser que le hubiera pasado algo, quizá un accidente en la
carpintería. Las tres pasaron junto a la plaza en silencio, albergando cada una
un pensamiento distinto pero al fin con la misma preocupación. ¿Se habría
acabado aquella historia, antes de haber empezado?
—Hoy no está —dijo María
de un modo un tanto simple. Catalina y Ana no dijeron nada, sólo continuaron
caminando junto a su amiga.
De repente, sin saber de donde salió, estando
las tres a la altura de la entrada principal de la Iglesia que da nombre a la
plaza de la Magdalena, les salió al paso Marcelino, un amigo de Ana, de la
infancia. Su llegada súbita sobresaltó a las tres amigas que iban ensimismadas
con sus pensamientos.
—Hola, perdonad un momento.
—¡Marcelino, lechuga,
que nos has dado un susto de muerte! —protestó Ana.
—Perdona pero es que...,
bueno, lo que digo es que si no os importa, me gustaría presentaros a un amigo.
Antes de que hubiera terminado la frase, las tres ya estaban mirando y
viendo a la persona que detrás de él esperaba a la señal para acercarse.
—La
verdad es que él me ha dicho que tiene muchas ganas de conoceros pero no sabía
cómo hacerlo, es un poquillo vergonzoso. Después se enteró de que tú y yo somos
vecinos y amigos desde niños y..., yo no lo conozco mucho pero parece un buen
chico, ¿qué os parece?, ¿os lo presento?
Las tres se miraron con una leve
sonrisa y con un gesto entre timidez y desinterés acabaron por dar el visto
bueno a lo que Marcelino les requería.
Éste se giró y con un gesto
acompasado de cabeza y mano le indicó al chaval que esperaba bajo el arco de la
puerta de la Iglesia de la Magdalena, que se acercara.
Cuando llegó junto a
Marcelino, dijo.
—Hola. Mi nombre es Daniel, aunque mis amigos me llaman
Dani.
Aquella tarde, Dani se había arreglado para la ocasión y, en lugar de
la habitual indumentaria de trabajo, lucía lo que parecía ser la ropa de los
domingos, con la que ya en otras ocasiones había sido visto por Catalina a la
salida de misa.
—Yo soy Ana, esta es María y esta Catalina —dijo la primera
con desparpajo y aplomo, propio de quien se siente segura de todo lo que hace, o
al menos, esa es la impresión que quiere dar.
Seguro que aquel dato ya lo
debía saber Dani que no dijo nada, sólo quedó como clavado allí, junto a
Marcelino, que no hacía otra cosa sino mirar, como espectador de palco, lo que
empezaba a ser una función de cine mudo.
La cara de Daniel empezó a tomar un
tono rojizo quizá fruto de ser el objeto de las miradas de las tres jóvenes a
las que hacía un momento se había presentado con la formula que tantas veces
había ensayado delante del espejo. La respiración acelerada, aquel tum tum
golpeando en el pecho y en la garganta y los nervios que empezaban a dominarlo
todo. El movimiento de los ojos, cada vez más errante y nervioso, pero siempre
retornando, a intervalos, hasta los de Catalina para seguidamente volver a
perderse en algún otro lugar hasta que por fin encontró las fuerzas suficientes.
Las miradas de Catalina y Daniel quedaron fijas la una en la otra, clavadas
como a fuego, como si nada más existiese a su alrededor.
Aquella situación
empezó a incomodar a Ana que siendo como era un tanto dominante, a la que
ciertamente le gustaba manejarlo todo, acabó preguntando.
—¿Bueno, qué es lo
que quieres?
Dani miró por un momento a Ana como sorprendido.
—Yo
quiero..., lo que quisiera es..., sólo quiero ser vuestro amigo.
—Pues ya
somos amigos y, si no quieres nada más, que se nos hace tarde.
Y Ana hizo
ademán de seguir su camino a lo que Dani reaccionó.
—¿Podría acompañaros
cuando salgáis del taller de costura?
Entonces tomó la palabra Catalina para
decir con rotundidad.
—Sí puedes.
Dani exclamó en sus adentros:
“¡Fenómeno!”, pero de una forma más prudente y correcta dijo: “pues entonces
hasta mañana”.
—Hasta mañana —respondió Catalina y reanudó el camino
interrumpido poco antes y que le llevaba diariamente hasta su casa. Ana imitó el
gesto de su amiga sin decir nada, y María, que había quedado como paralizada,
observando lo que parecía ser la primera parte del primer acto de una
representación teatral, la que se acababa de desarrollar justo delante de ella,
repitió de una forma un tanto nerviosa y mecánica: “hasta mañana” y dando una
carrerilla hasta llegar junto a sus amigas, continuó caminando con ellas en el
que ya era el camino tantas veces recorrido después de salir del taller de
costura.
En los días que continuaron se vio a Dani acompañando
invariablemente a las tres amigas desde el taller de costura hasta la Iglesia de
la Magdalena, donde siempre se despedía sin querer ir más allá. No era cosa de
acompañar a nadie hasta la puerta de su casa y que esto pudiera causar molestias
para alguien, pero lo que sí que parecía haber quedado claro desde el primer día
es que la persona por la que Dani bebía los vientos no era otra sino Catalina y,
era con ella con quien más le gustaba hablar, con la que tenía mayores
atenciones y junto a la que siempre le gustaba caminar. Resultaba claro que
aquella relación era especial, tan pura y sincera como sólo la más tierna
adolescencia sabe crear. Hasta Ana había aceptado que en aquella disputa, nadie
podía tener nada que hacer, además, hacían tan buena pareja.
En pocos meses
ya era algo que corría de boca en boca, al menos entre los jóvenes del barrio y,
como era de esperar, también llegó a oídos de la madre de Catalina.
Estaba
atardeciendo un día anodino cuando llegó a la casa la mayor de las hijas de
Manuela, ésta planchaba algunos trapos sobre la mesa de la cocina.
—Hola
madre, ¿cómo está? —dijo Catalina a la vez que le daba un beso en la mejilla.
—Hija, me he enterado de que estás viéndote con un muchacho.
Esto hizo
frenar de repente los pasos de la joven que se dirigía, con cierta premura,
hacia el aseo que había en la planta baja de la casa.
—Yo, no.
—Pues
dicen...
—¿Qué dicen?
—¡Mira, no me vengas con milongas!, que si estás
tonteando con un mozo tú verás, pero que eres muy niña y no tienes edad todavía.
Y como se entere tu padre prepárate porque no sé lo que puede pasar.
—Madre,
que no es más que un amigo.
—¡Ves como yo sabía! ¡Ni amigo ni nada! Tú a tu
costura, a tu casa y en paz.
—Pero que no es más que un amigo.
—¡Que te
prohíbo que veas a ese niño!
—¡No es un niño!
—¿No será mayor? ¿Cuántos
años tiene?
—Madre, que no me puede prohibir que lo vea.
—¿No será un
viejo verde de esos que engatusan a las niñas? Mira que padre os pega dos tiros
a cada uno. ¿Dime, quién es?
—¿Pero qué le pasa, madre? Que sólo es un
amigo, que tiene mi edad, que no pasa nada. Además usted no puede prohibirme que
vea a mis amigos o a mis amigas.
—¿Qué no puedo? ¡A tu cuarto! ¡Ya
hablaremos si puedo o no puedo! Que nos vas a buscar la ruina. ¡Ninguna niña
decente habla con mozos, que no se te olvide eso!
Catalina salió corriendo
de la cocina y entró en su dormitorio, se tiró bocabajo sobre su cama y así
estuvo un buen rato, llorando de coraje y de rabia, con esa sensación tan normal
a los dieciséis de que ningún mayor puede ser capaz de entender nada de nada.
Como es natural, la regañina de Manuela no sirvió más que para enlazar aún
más aquella relación de forma que ya no era suficiente el paseo, dos veces al
día, después de la salida del taller de costura, y sin realmente proponérselo
empezaron a buscar las ocasiones que les eran propicias para poder verse a
solas, cuando y donde les fuera posible.
Sus pensamientos y su anhelo diario
no eran otros sino el poder encontrarse en algún lugar reservado de las miradas
de todos para poder entregarse a los besos y caricias de quien era su otro yo,
la persona por la que se podía llegar a morir o a matar. El amor había atrapado
a aquellos dos, casi niños.
Aquel era su primer amor, un torrente de nuevas
experiencias se derramaba por todo su ser, un horizonte de nuevas sensaciones,
algo inimaginable hasta hacía tan sólo unos pocos meses, pero algo tan grande
que escapaba de su control, que les producía un ansia desesperada. Uno respiraba
por el otro, la felicidad llegaba sólo por el recuerdo de la otra persona, el
mundo desaparecía con un solo beso.
Pero la felicidad sólo es una parte de
la vida y la otra parte nunca deja que sea ésta quien presida y gobierne por
mucho tiempo. Ninguno de los dos podía saber hasta qué punto, lo que estaban
viviendo en aquellos días, les iba a marcar a lo largo de toda su existencia.
Lo que vino después fue sólo la típica historia de despropósitos a los que
se llega por mala información, mala fortuna y un exceso de interés por explorar
eso que hierve en el interior de todo adolescente y que, encontrando el lugar y
el momento menos apropiado, en algunas ocasiones da como resultado la mayor de
las esperanzas casi siempre nublada por la mayor de las tormentas.
Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones
Carena en la persona de su director, José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de Pablo Peña Almagro, Si volviera a
nacer (Ediciones Carena, 2009).