El relato externo de los sucesos es conocido; poco puede decirse
que no se haya dicho ya. En el verano de 1936, tras acabar su última obra de
teatro, La casa de Bernarda Alba, y a pesar de haber sacado billete para
México, donde le espera la actriz Margarita Xirgu, Lorca se va a Granada para
celebrar, como todos los años, su santo y el de su padre, el 18 de julio. Este
es el día en que una parte del ejército español se subleva contra el régimen
republicano. Refugiado en casa de la familia Rosales, García Lorca será detenido
un mes después por las nuevas autoridades locales y –al igual que otros diez mil
granadinos a lo largo de la contienda– ejecutado a continuación. Con Lorca
murieron dos banderilleros: Joaquín Arcollas Cabezas y Francisco Galadí Mergal.
Y un maestro nacional: Dióscoro Galindo González. Otro gran poeta español,
sevillano y compañero de Lorca, Luis Cernuda, dijo que Andalucía “…es un
desierto que llora mientras canta”; los fusilamientos del barranco de Víznar
simbolizan la “Andalucía del llanto”, tan lejos del falso estereotipo de la
“alegría andaluza”, que tradicionalmente ha servido para disfrazar el
sufrimiento y la triste situación social de buena parte de sus habitantes.
Tras perpetrarse el crimen, pronto se alzarían controversias de amplio
radio y gran intensidad acerca del devenir de los últimos días del poeta,
sumamente confusos y llenos de conjeturas. El propio general Franco, siendo ya
jefe del Estado en Burgos, ordenó investigar los hechos ante las complicaciones
que el fusilamiento acarreaba al Régimen a la hora de obtener reconocimiento
oficial en el extranjero, dada la fama internacional de Lorca. En 1955, hubo
gestiones incluso sobre sus familiares para recuperar su cadáver y sepultarlo
dignamente, ofrecimiento que fue rechazado. A partir de la década de los
sesenta, disminuidos los diques de la censura, y el temor que acechaba a la
población granadina superviviente para hablar del tema, irán apareciendo
sucesivos trabajos de investigadores empeñados en arrojar luz sobre las
circunstancias de la muerte de García Lorca: Agustín Penón, Marcelle Auclair,
Molina Fajardo, Ian Gibson, entre los más destacados.
Una vez en el Gobierno Civil, su
condena a muerte se debió, según asegura Pozo –siguiendo el testimonio de la
actriz Emma Penella y a través de sus propias indagaciones–, a las luchas
políticas entre militares, cedistas y falangistas por dominar el
movimiento
En noviembre del año pasado,
coincidiendo con las recientes excavaciones efectuadas en Fuente Grande, al
amparo de la Ley de la Memoria Histórica, en busca del lugar de su enterramiento
–y el de los fusilados junto a él–, que de nuevo reverdecieron la muy prolongada
polémica en torno a la conveniencia o no de exhumar su cadáver, el periodista e
historiador Gabriel Pozo (Villamanrique, 1959) publicaba una nueva y más
completa monografía sobre los días finales del poeta,
en base a una
exhaustiva recopilación de datos, conversaciones diversas, visitas a archivos y
análisis de investigaciones precedentes. Su autor formó parte, entre 1982 y
2004, de la redacción del diario
Ideal de Granada, el mismo al que
perteneció –aunque con muchos años de diferencia– la figura política cuya
ambición personal de mando –según la tesis defendida por Pozo– resultó clave
para acabar con Lorca ante el pelotón de fusilamiento: el linotipista y ex
diputado cedista Ramón Ruiz Alonso. Las sonrisas y comentarios irónicos de sus
compañeros de periódico más veteranos, cada vez que aparecía algún artículo o
libro acerca del asesinato del poeta –pero sin atreverse a declarar lo que
sabían–, movieron a Pozo, según sus propias palabras, a investigar por su cuenta
y a tomar notas para su archivo personal sobre las relaciones de Ruiz Alonso,
trabajador de
Ideal, con la trama granadina y los últimos momentos de la
vida de Federico García Lorca.
Nos encontramos, por tanto, ante un libro
oportuno por el momento de su aparición, pero fruto de una dilatada y
concienzuda labor de años atrás. En
Lorca, el último paseo, su autor nos
ofrece primeramente una síntesis necesaria de todo lo publicado con anterioridad
sobre el tema, pero asimismo nos aporta datos inéditos, algunos de especial
relevancia, para delimitar la cronología de los hechos y el grado de
responsabilidad de sus protagonistas. Así, la verificación del 18 de agosto –y
no el 19– como fecha del fusilamiento del poeta, a partir de un documento
hallado perteneciente a José María Bérriz. Igualmente, el testimonio póstumo
recogido de la hija de Ramón Ruiz Alonso, la actriz Emma Penella (fallecida en
2007), clarificando que la denuncia y detención de Lorca, materialmente
efectuadas por su padre, habían sido alentadas por el general Queipo de Llano
para dar al poeta “un escarmiento” –peligroso eufemismo, pues quien era
interrogado por entonces en el Gobierno Civil difícilmente salía con vida de
allí- y obligarle a revelar el paradero del socialista Fernando de los Ríos,
quien se hallaba en el extranjero: “Él era el pez gordo que buscaban”, asegura
Penella. Señala también la actriz que no fue la hermana de Federico, Concha, la
que –tesis común entre diversos investigadores– delató el paradero de su
hermano, sino que “…el mayor de los Rosales le dijo a mi padre en un desfile de
falangistas que Lorca estaba en su casa. Le comentó que no estaba de acuerdo en
que estuviera invitado y que él procuraba no ir mucho porque quería que se
fuera”.
Existen bastantes probabilidades, en
opinión de Pozo, de que los golpistas granadinos trasladaran su cadáver,
ocultándolo para soslayar responsabilidades, una vez la airada protesta
internacional convirtió a Lorca en el muerto más incómodo de la Guerra Civil y
movió a Franco a inquirir por la verdad de lo
sucedido
De este modo, frente a la concepción
del interés unánime de los Rosales por proteger al poeta, se revelan ahora
“sensibilidades distintas” entre sus miembros, como ha reconocido recientemente
Luis
Rosales Fouz, hijo del poeta Luis Rosales. Menos verosímil resulta
la versión de Penella respecto a la detención del poeta en casa de los Rosales,
pues la presenta como un mero trámite sin importancia, cuando todas las
investigaciones señalan que Ruiz Alonso, junto a varios miembros milicianos de
la CEDA, tomaron la calle entera y, ante la negativa de la madre a entregarlo,
no les quedó más remedio que ir al cuartel de Falange para localizar al hijo
primogénito, Miguel, quien les acompañó hasta su casa para poder entrar y
tranquilizar a Lorca para que les acompañase. Una vez en el Gobierno Civil, su
condena a muerte se debió, según asegura Pozo –siguiendo el testimonio de la
actriz y a través de sus propias indagaciones–, a las luchas políticas entre
militares, cedistas y falangistas por dominar el movimiento, habiendo firmado
muy probablemente el comandante José Valdés, en su cargo de gobernador, la orden
de fusilamiento instigado por el pulso de poder al que le sometía el grueso
principal de los hermanos Rosales, jefes de Falange, indignados por el asalto
cometido en su hogar.
Respecto al debatido asunto, por último, de la
posible localización de los restos mortales de Lorca, ya en la primera edición
de su obra Gabriel Pozo preveía, certeramente, el resultado infructuoso de la
excavación llevada a cabo en el parque de Alfacar –cuyo informe arqueológico
oficial, dado a conocer el 18 de diciembre de 2009, se incluye a modo de
apéndice dentro de la segunda edición–. El acta de defunción del poeta señala
únicamente que su cuerpo fue hallado al borde del camino en la carretera de
Víznar a Alfacar; y debió, por tanto, de ser enterrado en algún punto entre los
dos kilómetros que les separan. Sin embargo, existen bastantes probabilidades,
en opinión de Pozo, de que los golpistas granadinos trasladaran su cadáver,
ocultándolo para soslayar responsabilidades, una vez la airada protesta
internacional convirtió a Lorca en el muerto más incómodo de la Guerra Civil y
movió a Franco a inquirir por la verdad de lo sucedido. Los restos del poeta
quedarían sepultados en cualquier fosa común, entre los miles de cadáveres de
los pozos de Víznar. Qué importa dónde, en realidad: la noticia de su trágica
muerte convertiría para siempre al gran genio lírico –que ya era conocido– en
leyenda y símbolo de la fratricida contienda española. Y aunque su fama,
universal, se deba en parte a razones extraliterarias, hay en su obra
suficientes valores para justificar plenamente el puesto que ocupa; y este es el
hecho, sin duda, esencial.
Recientemente, Luis Antonio de Villena (
La
Aventura de la Historia,
nº136) ha terciado en la polémica sobre la
búsqueda del cadáver lorquiano, proponiendo que se le deje descansar allí donde
se halle, como Machado, Azaña o Cernuda lo hacen en el exilio. “Traerlos
–afirma- sería
rehacer la Historia, y si esta ha de servir de ejemplo
–como quería Cicerón– hay que estudiarla y profundizarla, pero respetándola”. Si
bien en
Lorca, el último paseo, Gabriel Pozo no se pronuncia de modo
directo al respecto de la Ley de la Memoria Histórica, su obra representa un
claro ejemplo de lo que debería ser el espíritu de aquella: servir de estímulo o
acicate para una escritura completa de la Historia. Porque, además de “aportar
datos ordenados para una mejor comprensión de los hechos”, como él mismo afirma,
el ensayo se completa con un retrato urbano, económico y sociológico de la
sociedad granadina de entonces y de los paisajes más familiares para Lorca; el
nacimiento del diario
Ideal y los artículos de Ruiz Alonso en él; las
luchas políticas, las circunstancias del alzamiento, guerra y posterior
represión en Granada… Elementos todos que nos ayudan a entender que, cuando
ocurre una gran desgracia como la del día 18 de agosto de 1936, en el cual un
poeta fue asesinado, nunca hay una única causa sino un cúmulo de ellas; y por
eso, la historia y análisis de la misma no termina, sino que continúa adelante,
con esta presente y rigurosa aportación.