Oé no está interesado en nada de eso, sino en sus consecuencias. Ya en la
lejana
Arrancad las semillas, fusilad a los niños la guerra mundial era
la excusa para retratar la crueldad innata de una sociedad militarizada para con
sus propios hijos, a los que encerraban en un poblado infectado de un mal
invisible. Si
Una cuestión personal servía para sacar a la luz el trauma
de unos individuos rechazados por la masa por su doble moral y su incapacidad de
adaptarse a lo establecido,
Renacimiento vuelve a insistir en los temas
habituales de Oé: los creadores como cuerpos extraños en la naturaleza japonesa,
la familia como fuente de sufrimiento por la presencia de un hijo enfermo que
simboliza toda la inocencia perdida del país del sol naciente.
Hay que
decirlo de entrada: leer a Oé no es fácil, su lectura requiere codos sobre la
mesa, silencio y concentración, es decir, precisamente la forma de leer que ya
no existe. Si alguien está pensando en que el escritor acompañe sus horas de
viaje en el metro, sus tardes en la playa y sus noches de resaca, es mejor que
desista, se encontrará un muro infranqueable. Oé crea una fortaleza semántica y
de discurso en sus obras que requiere de un lector natural, de un cazador de
dobles sentidos y de experiencias internas. Sobre la superficie aletea siempre
la sombra de lo que nunca sucede, de lo que se calla y vive en el interior.
Nadie como Oé sabe hoy en día
retratar un Japón lo más alejado posible del estereotipo y de las almibaradas
fábulas de escribidores mediáticos como Haruki Murakami o Banana Yosimoto,
escritores que han tratado de hacerse un hueco entre los devoradores de manga
con desigual éxito
También es posible que
Renacimiento no sea su novela más conseguida. La historia del director de
cine Goro, que se suicida después de una ataque de la yakuza japonesa, y de su
cuñado Kogito, escritor refugiado en Alemania que reconstruye los pasos que
llevaron a la muerte de su familiar y amigo de la infancia, no alcanza en ningún
momento la grandeza de discurso de anteriores trabajos suyos. Oé, hombre mayor
que ha alcanzado unos venerables 75 años, parece empezar la larga despedida con
una escritura cargada de melancolía y ajustes de cuestas con el pasado.
Demasiada realidad y referencias íntimas son las que asume el lector de
Oé como para sentirse satisfecho. Es público que Goro y Kogito son trasuntos de
su cuñado Juzo Itami y de él mismo, el primero de los cuales se quitó la vida
conmocionando a una sociedad que siempre celó de la larga mano de la mafia
japonesa detrás. Kenzaburo Oé, una vez más personalista como cuando relata las
andanzas de su hijo con retraso intelectual, hace ir y venir a sus personajes,
los sumerge en endiabladas reflexiones sobre la naturaleza de la muerte y la
despedida y olvida la fluidez para aliviar todos y cada una de sus pesares.
Pero si bien es cierto que la novela no discurre con fluidez, también lo
es que nadie como el escritor de Oé sabe hoy en día retratar un Japón lo más
alejado posible del estereotipo y de las almibaradas fábulas de escribidores
mediáticos como Haruki Murakami o Banana Yosimoto, escritores que han tratado de
hacerse un hueco entre los devoradores de manga con desigual éxito. En
Renacimiento hay una consistente denuncia de la ultraderecha en Japón y
sus actividades, un análisis y quasi refutación del mitificado suicidio y un
destripamiento doloroso de los valores clásicos familiares para desmontarlos uno
a uno. Preciso será esperar a los otros dos volúmenes que cerrarán esta
trilogía,
¡Adiós a mis libros! y
El chico de la cara melancólica
para cerrar el juicio sobre una novela que aún no ha sido terminada y que, como
toda obra en marcha, necesita de posteriores partes para relucir en todo su
esplendor.