Emilio Vivar, con la voz tintineando en el badajo de su campanilla, se
frotó las manos por el frío desalentador que se había traído de Blanes, donde
tiene su morada y en la que describe, arrellanado en el butacón, los horrores de
los feroces combates de sus guerras. El autor venía a ponerle las comillas que
se desprendieron por su propio peso en el proceso de impresión (el mismo título
sufrió los avatares de la dubitación hasta el instante mismo de extenderse por
las planchas). Comillas desde “Nos habían dicho que allí encontraríamos mulatas
cariñosas” hasta “eliminar a todos los blancos”.
Se fue después de cuatro
horas en las que había instalado en el rincón oscuro de las cajas de
El último samuray, junto a
las revisiones de
Renata sui géneris, al lado de la impresora que trabaja
más que los mineros de Pola de Lena. Parecía un fantasma invisible, si no fuera
porque el jersey de chompa de Evo Morales envolvía con sus colores de arco iris
la vaina de habichuela en la que laborábamos
José
Membrive y yo.
Me fui a tomar un café, después de consultar
los mails del día anterior.
De vuelta del café, en el que mojé la sección
de Internacional de
La Vanguardia, ya en la editorial, ocupé mi sitio en
el asiento más mullido, en el que se sentaba la reina Elisa, una estudiante
italiana en prácticas que el verano anterior había ganado, con una poesía sobre
su abuela, la Galleta de Oro, el premio interno que habíamos convocado para
darnos el gustazo de perderlo.
José me comunicó que quería hacer una
revista para colar las entrevistas a los autores. Yo le dije que me encantaría,
puesto que es lo que he hecho durante ocho años en la publicación local
L’Informatiu de Sants, Hostafrancs i La Bordeta, y le hice partícipe de
un proyecto que fabulé para que los escritores consagrados apadrinen a los
noveles. “Yo podría apadrinar a Juan Marsé”, sonrió con picardía, antes de que
el vecino Felipe de Vicente entrara por la puerta para hacer unas llamadas de
teléfono. Supimos que era el vecino por su voz, porque por su gorro de lana
calado creímos que se trataba de Lluís Llach.
Yo me fui pitando al
piscolabis de Navidad de
Saber y Ganar. Di aviso.
Jesús.—Colaboro
en el programa
Saber y Ganar, hago las preguntas de una sección.
José.—Podrías preguntar: “¿Quién escribió
Ahora que
estamos muertos?”.
Ahora que estamos muertos lo escribió
el trabajador social de Madrid
Miguel Rubio.
Emilio Vivar se quedó abriendo por
la página 123, uno a uno, los 500 ejemplares de su obra, para colocar las
comillas en bolígrafo negro y que el lector no se hiciera la picha un lío en el
fragor de la lectura de las
guerras de mambises. Emilio Vivar (Cózar,
Ciudad Real, 1943), maestro de profesión —aunque a todas luces le habría gustado
cursar una ingeniería, incluso si esta fuera agrónoma—, y residente en Blanes
por aritmética, recuerda con claridad las pupas de su abuelo Emiliano, que peleo
contra la insurgencia de José Martí en Cuba, con los mismos procedimientos
primitivos con los que el virrey de Bagdad Paul Bremen aplacó
los camisas
negras del clérigo Muqtada Al Sáder.
Ocurrió en 1898, hace mucho
mucho mucho tiempo, en un país lejano lejano lejano…
Emiliano Vivar nació
una noche de dolores de escalpelo. La parturienta lo trajo al mundo con su
carita asustadiza y quejumbrosa. Tan joven y tan viejo. Se calzó la azada y el
bieldo para la mies siendo un mocoso. Le gustaba demasiado Catalina de Nova, de
una familia de bienes y posibles, aun siendo rancia la hacienda de su
canastilla. Durante el cortejo, le jugó una mala pasada la reina María Cristina
de los Borbones Roché, regente durante la minoría de edad de Alfonso XIII. Con
la anuencia de su generalato, se permitió la requisa de hombres con traje de
muchachos para conducirlos a una estúpida guerra de la que no tenían ni la más
remota idea, y que sólo habían oído a medias en los cenáculos de las tertulias
del casino; frases cazadas al vuelo que tan pronto se llevaba el diablo como
atraían la angustia a su propio hogar. Entremedio, en los caseríos de la
nobleza, se regaban con vino de las bodegas las comilonas en las que se servían
piezas de caza, fiestas para recaudar dinero con el que contribuir “al esfuerzo
bélico”, el eufemismo de la barbaridad.
Un jornalero cobraba cuatro
reales diarios, si es que trabajaba cada día. Una familia con un mínimo de
cuatro miembros necesitaba más de dos pesetas diarias para subsistir. Un kilo de
pan costaba una peseta.
Emiliano no disponía de los 6.000 reales (250.000
euros) para evitar el sorteo de los quintos, en el que quien sacaba el número
más alto adquiría el pasaje para la provincia lejana de un imperio extinto y
alelado como sus validos.
Salir de un pueblucho a un mundo
desconocido.
Hermano de Emiliano.—Siento que seas tú quien haya de
sacrificarse.
Hermana de Emiliano.—Vuelve, prométemelo.
A los 19
años, Emiliano Vivar realizó el primer viaje de su vida, que fue, en principio,
razonablemente corto, de Ciudad Real a un puerto gallego, pero que luego
supondría, para él, un trayecto larguísimo y tortuoso. Los bajeles tardaban 15
días en alcanzar Cuba. El escorbuto provocaba hinchazones en el cuello y un
aspecto caballuno a quienes se les hinchaba la dentadura, con las encías que
Bram Stoker dejó descritas en sus cuartillas. La falta de sueño, unida a la
modorra, junto a una indisciplina comprensible, sumado a los berreos de los
malencarados oficiales que prometían la gloria en el infierno, causaron mella en
la chiquillería analfabeta que apenas sí sabía leer correctamente los nombres de
los ordenanzas en los tablones. El cuerpo de quien moría (“barcos ataúdes”, los
llamaba Blasco Ibáñez) se envolvía en una ruana cerosa, y, sin más
contemplaciones ni salvas de artillería, se lanzaba por la borda. Emiliano creía
que los cuerpos, aun muertos, se ahogaban, por lo que morían dos veces cuando ya
habían estirado la pata, lo que acarreaba el doble de sufrimiento. Eso
creía.
En Cuba, en los faldones de la Sierra, en los humedales infestados
de bicharracos y aves del paraíso como el zunzún, entre los bohíos de Camagüey,
Emiliano se pasó cuatro años emboscado, parando las arremetidas de los
cocodrilos, un enemigo invisible que disparaba su máuser sin ser visto. Llegó en
1894 y se tiró cuatro años, hasta 1898, el año en que se perdió Cuba, el
fatídico Desastre para la Restauración, lo que para la soldadesca equivalía a la
liberación de los beatos.
Las fuerzas conservadoras españolas se
opusieron a escuchar los artículos patrioteros cubanos de la Constitución de la
República en Armas; ellos querían mantener el poder colonial en el Salón de los
Espejos del Palacio de los Capitanes Generales. Ni estatuto ni asamblea ni
autodeterminación. Obstruyeron cualquier negociación para salir de una crisis
que se precipitaba al abismo de sus dominios.
Antes de volver, herido
sólo en la hombría, embrutecido, Emiliano había dejado de sopetón la niñez, como
una víbora del Gabón que muda de piel. De nuevo en Cózar, Emiliano se casó por
la iglesia con su Catalina, a quien le dio una hembra y tres varones, entre
ellos Ángel Vivar, el padre de Emilio Vivar. Ángel heredó de Emiliano otra
guerra, esta vez más próxima y menos romántica. Luchó en el bando republicano
durante la Guerra Civil española. Entretenido en la Defensa de Madrid, destinado
en la sección de Transmisiones, coincidió con
Pasionaria mientras
cableaba una de las trincheras de ladrillo rojo. “A mi padre le mandaron limpiar
de sangre el Cuartel de la Montaña después de la matanza de julio del 36. A
Emilio, su hermano mayor, que formaba parte de la Quinta del Saco, le reclutaron
y le enviaron al frente del Guadarrama. Se hizo el loco y el coronel, después de
vapulearle, le recluyó en un sanatorio, del que escapó”, rememora el autor de
Los anónimos de la Guerra de Cuba.
Emiliano Vivar murió en 1957,
víctima de un accidente vascular cerebral, una hemiplejía que le dejó postrado
en cama durante un trienio. Le acometían delirios en los que reproducía en su
cabeza enferma las penalidades que padeció en Cuba. Su cuerpo revivía las
situaciones traumáticas por las que había pasado en su mocedad. Por ejemplo,
había de tener constantemente, de día y de noche, un recipiente con agua en el
que empapaba un trozo de tela que se llevaba a la boca para paliar la sed. En
cuanto le faltaba el agua o un pedazo de pan, se ponía a dar gritos
desesperadamente.
Su nieto escuchaba alrededor de la fogata, en el
cortijo, mientras se hacían las migas, los relatos de su abuelo sobre la guerra
finisecular, el Desastre de Cuba. “Más desgracia perder Cuba que las cosechas
morirse”, se decía por entonces.
En el libro que acaba de publicar
Emilio, y que finalizó en 1996, El Golorín personifica a su abuelo, quien, en
realidad, era conocido por el apodo de Canelilla, debido a la abundante canela
de las Antillas.
En 2005, el profesor de matemáticas del colegio Joaquin
Ruyra Emilio Vivar visitó con su esposa La Habana. “Íbamos por la calle,
impresionados por los palacios señoriales de la época de la colonia, y se nos
acercó un matrimonio. Ella era profesora universitaria de Pedagogía, y él,
radiólogo. Nos pidieron leche para su hijo. Se tenían que ganar un sobresueldo
cazando a los turistas”, infiere Emilio, que teoriza sobre el futuro de la isla.
“Cuando caiga Fidel, Cuba volverá a ser el patio trasero de Estados
Unidos.”
Emilio Vivar da gracias a Dios por haberse librado de la guerra
que la tradición familiar le reservaba.
Marcó las últimas comillas en la
página 123 del último libro de la decimosexta caja. “Nos habían dicho que allí
encontraríamos mulatas cariñosas con las que lo íbamos a pasar tan ricamente.
Que eso de la guerra no iba más allá de unas maniobras como las que habíamos
hecho en los cuarteles, ya que no había enemigo a nuestra altura. No teníamos
por qué preocuparnos por cuatro salvajes que se asustan al sentir el primer
tiro. Que esos enemigos no tenían armas de fuego y nunca se iban a acercar a
nosotros. Nos aseguraban que debíamos estar contentos al embarcarnos en
dirección al paraíso, cuando, en realidad, al poner el pie en el barco ya
habíamos dado el primer paso hacia el infierno. Los enemigos no eran tan
ignorantes ni tan espantadizos como nos los habían pintado. Ni siquiera, creo
yo, que intentaran eliminar a todos los blancos.”
Así terminó en
Ediciones
Carena la mañana del viernes 18 de diciembre del
2009