Detesto particularmente los libros que empiezan con algo así: «Ah, hubo
alegría y felicidad en el bonito hogar tasmano del profesor Flynn cuando se
escucharon los primeros berridos del fogoso Errolcito». Por eso, si sienten
ustedes interés, vayamos al grano.
Mi carrera en Warner Brothers, dos
décadas haciendo cine, llegó a su tormentoso final en 1952. Antes de separarnos
tuve una violenta discusión con Jack Warner. Llevábamos discutiendo así desde
que llegué a la casa, en 1934. Nos dijimos adiós y yo me dije: que les den. Me
voy a Italia, a hacer mis propias películas. Me haré de oro y les demostraré que
no les necesito, ni a ellos ni a su estudio».
Escenas de Murieron con las botas puestas (1941), del director
Raoul Walsh (vídeo colgado en ouTube por
custerdivision)Y me fui. Tenía pensado un proyecto con el que
calculaba podría ganar entre diez y veinte millones.
Para hacer
William Tell monté una producción independiente. Escribí yo mismo la
sinopsis del guión; hice redactar un libreto y me asocié con un grupo de
italianos, al cincuenta por ciento. Establecimos un presupuesto de 860.000
dólares; yo puse la mitad. Tenía el dinero -todo el que tenía- y empecé a
colaborar con aquellos hijos de Italia. Los llamo así ahora, antes de llamarlos
hijos de otra cosa un poco después. Construí un decorado precioso, en pleno país
de Guillermo Tell, en Courmayeur, norte de Italia, donde tan altas son las
cumbres de los Alpes. Construí una aldea entera, atravesada por un riachuelo,
donde rodaríamos el famoso clímax, cuando cae la manzana de la cabeza de un
muchacho. Desde un ángulo se veían las altas cumbres, desde el otro el verde
valle. En otra dirección se elevaban colinas cubiertas de un hermoso verdor.
Aquí haría el asalto austriaco; llegarían por allí, bramando y saqueando. Le iba
a enseñar cómo se hacen las cosas a la industria del cine. Además, sería en
Cinemascope. Sólo otra película, que había recaudado dieciocho millones de
dólares,
La túnica sagrada (The Robe), se había hecho en Cinemascope, y
la mía, esperaba yo, podría recaudar la misma cantidad. Le iba a enseñar a Jack
Warner cómo se hace una película.
Mi socio en la producción de
William Tell fue Barry Mahon. Él y su mujer y sus tres hijos tenían un
piso en Roma. Patrice y yo, y nuestra hija Arnella, teníamos un piso no lejos
del suyo.
Concluida la tercera parte de la producción, los italianos me
abordaron a través de un intérprete y me dijeron que se habían quedado sin
dinero:
– ¿Qué queréis decir? No lo entiendo. Yo he metido 430.000
dólares en esta película. He puesto todo lo que tenía que poner. Será una
broma».
Su portavoz me dedicó una sonrisa extraña, una sonrisa que no he
visto en la cúpula de ningún techo de Miguel Ángel, en ningún lugar de Roma.
– No, no. Nos hemos quedado sin dinero. Tienes que conseguir más.
– ¿Estáis locos o qué? Pero ¿esto qué es? Yo he cumplido con mi
obligación.
Sin dejar de sonreír, se encogió de hombros y dijo:
– Son cosas que pasan.
Le miré anonadado.
– No puedo
conseguir más dinero. He sobrepasado mi crédito. ¿De qué diablos estáis
hablando?.
Las sonrisas seguían allí: un grupo de agradables caballeros
italianos, que me acababan de tomar el pelo más que a Sansón.
– Sois un
hatajo de ladrones, –seguí–. ¡Sois un hatajo de bandidos, de ladrones!.
– ¡No, no, no!
Altra mentalidad.–Me decía que él no era un
ladrón, que sólo tenía otra mentalidad.
Al tipo que acuñó el cliché de
que nunca llueve, sino que diluvia, habría que resucitarlo y darle una medalla.
Justo entonces empezó a diluviar... pero bien.
Los 430.000 dólares
fueron sólo una gota en mi mar.
En ese momento, en Estados Unidos, mi
administrador, Al Blum, murió. Me había enviado una carta que decía: «Sólo le
debes 18.000 dólares al Gobierno. No tiene de qué preocuparte».
No bien
me separé de mis socios italianos, cogí el periódico y leí aquello de que el tío
Sam estimaba mis bienes en 840.000 dólares. Más lo que había perdido.
Esto comprometía todo mi patrimonio.
No bastó. Mi encantadora ex
mujer, Lili Damita –mi primera esposa–, que había convertido en una profesión
perseguirme por todos los juzgados, bancos, notas, operaciones bursátiles,
documentos jurídicos y contratos con los que estuve relacionado alguna vez-
decidió que aquél era un buen momento para apretar un poco más las tuercas. Hizo
retener la casa y los muebles que tenía en Hollywood, y todo aquello que pudo
atrapar, para pagar los atrasos de la pensión. Yo pensaba que Al Blum se había
ocupado de prevenir algo así, pero sólo se había ocupado de sí mismo.
Yo
estaba casado con Patrice Wymore. Ahora estábamos en Roma, sin blanca. Yo ya
había estado así antes, pero hacía mucho tiempo que no. Cuando uno está
acostumbrado a tener mucho dinero, un cambio repentino puede ser muy
desmoralizante.
Siguiendo un principio temprano, cuando no tengas
dinero, ponte tus mejores ropas, si las tienes, y si no las tienes... pídelas,
hazte mejor la corbata y sal a la calle confiando en que nunca habías tenido un
aspecto más próspero.
Pero no era capaz de acudir a ninguno de mis
amigos de Roma y decirles: «Oye, amigo, estoy con el agua al cuello. ¿Crees
que...?».
No se me ocurría un modo de salir de aquel lío. Me sentía
obligado a quedarme en Roma. Ahora mismo era imposible volver a Estados Unidos
debiendo un millón de pavos o más.
¿Cómo podía haberme hecho esto Al
Blum? Sabía que se estaba muriendo de cáncer y se estaba dedicando a vivir a
todo tren... con mi dinero. Todo el mundo se preguntaba por qué Al tenía un
avión privado, dos Cadillac, una casa de campo y una casa grande en Beverly
Hills. Pero todo el mundo suponía –yo también– que había prosperado como
administrador. Yo, desde luego, lo creí así hasta que la noticia cayó sobre mí.
Su secretaria me dijo que casi sus últimas palabras habían sido: «Dile a Errol
que lo siento».
Pues Errol también. Errol lo sentía por valor de un
millón, porque el Gobierno me tenía fichado por fraude, aunque todavía no me
había acusado. Yo había firmado lo que Al Blum me había presentado para firmar.
Tenía poderes notariales. Estaba perdido, y ahora no había un Al Blum que me
rescatara.
Pero otros iban a aterrizar sobre mí. Ahí estaba yo,
caminando por Via Veneto, el gran centro de reunión de Roma, intentando
aparentar alegría y prosperidad, y sin liras suficientes en el bolsillo para
comprarle un sombrero nuevo a mi esposa, sin modo de conseguir dinero para
enviar para la manutención de tres hijos en Estados Unidos, e intentando sonreír
mientras me preguntaba cómo iba a salir de aquel follón. Casi me daban ganas de
pasar el sombrero. Tal vez debía emplear mis artes de actor. Ponerme un parche
en el ojo, hacerme con una taza de hojalata o levantar una pierna amputada en
cualquier esquina, y ver lo que conseguía inventar.
Esto duró semanas.
Tenía un piso, con el alquiler sin pagar.
Me quedaban mis dos coches,
gracias al cielo: un Mercedes Benz y un deportivo inglés. No tenía gasolina para
conducirlos, pero me parecía que tenía un triunfo en la manga. Un triunfo
pequeño, una manga minúscula.
Uno de mis amigos cubanos de antes, Pedro
Rodríguez, estaba en Roma. Es un loco rico y generoso. Un loco de atar, con
soñolientos ojos castaños y pelo entrecano. Gana mil dólares diarios con el
azúcar cubano. Bebe tanto que no hay forma de sacarle por ahí, es difícil estar
con él, pero se hace querer. Pedro habla un inglés atroz, un francés imposible y
un español incomprensible. Y sin embargo todo el mundo parece entenderlo. Fue
capaz de tomar un vuelo de Cuba a París, sólo para verme unos días. Vuelo a
Europa, diversión, ver a Flynn. A Pedro no le hablé de mis desventuras con los
italianos. Pero creo que notó que algo había pasado. Dejé de invitar en las
salas de fiestas (una mala costumbre que debo remediar). Yo estaba alicaído. Los
preparativos de
William Tell se habían suspendido. Dudaba si aceptar sus
invitaciones a salir. Lo único que pudo deducir era que yo tenía algún problema,
pero habría sido incapaz de pedirle un préstamo.
Había pánico en las dos
casas, la de los Flynn y la de los Mahon. Decidimos animarnos un poco
organizando una cena e invitando a unos amigos. Había poco dinero, pero no tan
poco como para no poder agenciarnos unas bebidas, y Pat cocinaba bien. A la
fiesta vino Rodríguez y alguien al que yo consideraba un viejo amigo de las
películas del Oeste, Bruce Cabot, que estaba trabajando conmigo en
William
Tell. Bruce y yo habíamos corrido nuestros saraos en los nightclubs
del mundo. Habíamos bromeado con amigos comunes. Él era el malo de muchas de mis
películas, y lo más parecido a un hermano que tenía yo. Tal vez por eso siempre
quiero estar con amigos como Bruce. «Vale», le decía yo a la gente, «será lo que
quieras, pero a mí no me lo haría nunca». Le había prestado dinero. Le había
ayudado con empleos y trabajo durante quince años. Le había echado una mano,
aunque fuera casi a costa de que ello significara casi entregar mi propio
cuello. Había sido uno de mis amigos en Mulholland House, en Hollywood.
Una vez estaba yo con Bruce cuando conocimos a Maureen O’Hara. Yo nunca
había visto una criatura tan fabulosa como aquélla. Cabello rojo flamígero,
glorioso cutis irlandés, hermoso porte. Le dije a Bruce: «¿A que es preciosa?».
Se le saltaron los ojos. «¡Dios!».
–Te voy a decir una cosa,
hermano, esa chica es la repanocha.
Le dirigí una sonrisa salaz,
avisada.
– ¿La conoces?.
– ¿Que si la conozco?.
Y al
decir eso la miré desde la distancia, por segunda vez. No me la habían
presentado.
–Mira, –siseé–, te voy a decir una cosa. Sólo hay una forma
de llegar a una chica tan elegante y señorial. Lo único que hay que hacer es
acercarse a ella, doblarse por la cintura, besarle la mano, cogerle una teta y
se derretirá.
– ¡No!
– Sí
No hizo falta más. Cabot cayó.
Se estuvo ahí, mojándose los labios, meditando su estrategia. Yo le incité sólo
otra vez. «Tienes que hacerlo rápido, porque si no te hará el número de la
princesa elegante».
Se acercó a ella. Se llenó la mano y al instante se
llevó el mayor mamporro que yo he visto administrar a una dama.
Se
tambaleó y cayó de espaldas, cuan largo era.
Así era nuestra
camaradería, así nos habíamos divertido Bruce y yo durante años.
Él
estaba en Marruecos sin nada que hacer cuando le envié un telegrama pidiéndole
que se viniera a hacer un papel conmigo en
William Tell. Y se vino a
Italia. La fiesta que hicimos en casa fue de primera división. Yo no sabía lo
que estaban pensando mis dos mejores amigos, Rodríguez y Cabot. Al día
siguiente, el cubano tuvo que irse a París. Tenía que ocuparse de un pequeño
asunto allí.
Al día siguiente recibí un cablegrama del banco Credit
Suisse de Ginebra que decía: «ACUSAMOS RECIBO DEPÓSITO 10.000 DÓLARES A SU
FAVOR».
Querido Pedro. Sabía que si me los hubiera ofrecido en persona
le hubiera mandado a paseo, debido a este orgullo abrumador.
Entonces,
justo cuando se restauró esta fe, actuó el otro hombre que vino a cenar. Decidí
viajar a Ginebra para atender unos asuntos de negocios. Al día siguiente de irme
yo, en mi casa y en la de los Mahon se presentaron dos ejecutores judiciales.
Embargaron la ropa de mi esposa, y mis dos coches, embargaron la ropa de la
señora Mahon y el coche de los Mahon, incluso la ropa de sus hijos, de forma que
no pudieron ir al colegio.
Cuando los italianos nos pararon los pies,
Bruce, en lugar de demandarlos a ellos, pensó que podría sacarme dinero a mí. A
lo mejor no conocía mi situación; o no le importaba. Embargar mis coches fue el
golpe de gracia. Yo no podía obtener dinero de ninguno de los dos, y no tenía
otros activos.
Cabot se paseó por Via Veneto presumiendo de lo que había
hecho.
Cuando volví y me enteré, Barry Mahon me preguntó:
– ¿Por
qué no vas a verle?
– No, tengo miedo».
– ¿Qué? ¿Tú, miedo de
Cabot?
– Sí, tengo miedo
Estaba tan exasperado que tenía miedo
de lo que podía hacerle si le veía. Tenía que vigilarme. No me cabía en la
cabeza que Cabot fuera capaz de hacerme una cosa así. Un hombre de verdad no
ataca a otro a través de su familia desamparada, sobre todo si se le ha ofrecido
una amistad durante veinte años.
Procuré no pisar las calles de Roma.
Procuré no pisar Via Veneto, la calle social. Porque allí me podía encontrar con
Bruce. Me dije: no es momento de que te acusen de asesinato.
Bajo todas
estas tensiones, desquiciado, sin dinero, enfermé de hepatitis. Un médico suizo
me dijo que era el final, que me iba a morir... y pronto.
«Su hígado se
ha parado», dijo. «Ya no va a funcionar».
– ¿No? –le pregunté–. ¿Y ahora
qué?
– Que se muere usted – se encogió de hombros–. A lo mejor hoy no,
ni mañana, pero se va a morir. Lo siento.
Y entonces me preguntó:
– Está preocupado por algo?
Dije que sí, que un poco.
Me
arrastré fuera de la cama. Me tambaleé hasta el cuarto de baño. Me miré en el
espejo. Mis ojos tenían el aspecto de haber sido untados con mostaza. «Sí que
estás amarillo», murmuré. Luego me asaltó una idea un poco irrelevante, un poco
absurda: ¡Me niego a preceder a Jack Warner, qué carajo!
De alguna forma
sobreviví. De alguna forma volví a pisar sobre mis dos pies, pero éstos eran muy
débiles. Hablé con Pat de lo que íbamos a hacer en el futuro, de que íbamos a
seguir con nuestro reducidísimo tren de vida. Mientras me recuperaba, me aparté
de los locales en los que podía encontrarme con Cabot, porque esa era una fiebre
que no había llegado a brotar.
En mi vida ha habido personas que han
tocado una fibra nerviosa explosiva dentro de mí. Una de ellas había sido mi
madre, con la que siempre he tenido diferencias. También me daba miedo
encontrarme con mi primera esposa, Lili Damita. La misma clase de miedo. Cuando
estaba con ella no podía confiar en mí mismo. Ella llevaba muchos años, desde
nuestro divorcio, viviendo de mí. Se había cobrado cientos de miles de dólares
de mi piel. Yo había tenido que montar muchos caballos y empuñar muchas espadas
para cubrir sus costosos gustos.
Ahora, allá en Estados Unidos, Lili y
sus abogados me apremiaban duramente para que abonara los pagos atrasados de la
pensión. Ella era una más del millar de acreedores que querían hacerse oír, que
me ensordecían, pero no era uno de los menores.
Tomé un vuelo a Nueva
York para hablar con mi nuevo abogado, Jud Golenbock, de lo que podía hacer
acerca del hecho de que el mundo se hubiera precipitado sobre mi cabeza. Aquel
joven abogado de la avenida Madison me representaba desde hacía tres años. Había
defendido a alguien en un caso y me había derrotado en un juicio que me había
costado veinticinco mil pavos. Entonces decidí que me convenía tenerlo de mi
parte. Después del juicio le llamé y le pedí que viniera a verme. A lo mejor
pensaba que quería molerlo a palos. En cambio le pedí que se hiciera cargo de mi
absurda vida. Cuando examinó el caos de mis finanzas, casi echó las manos al
cielo, como había hecho yo.
– ¿Cómo se ha dejado llevar a semejante
situación?, –me preguntó.
¿Cómo? Habiéndome acostumbrado a vivir como un
millonario durante veinte años de mi vida, simplemente había dejado que otros se
ocuparan de los detalles de pagar mis deudas. Tenía el dinero: que de esos
asuntos se encargara un administrador. Yo en mi vida había mirado las facturas
de negocios. Se las enviaba a Al Blum. O decía: «Enviadle la factura a Al».
Llevaba años haciéndolo así. Para mí era un esfuerzo tremendo separarme de las
buenas compañías, de las caras bonitas, de las cenas exóticas, de los buenos
cuadros.... para repasar la contabilidad. No entendía los formularios de la
declaración de la renta y sigo sin entenderlos. Para mí era un problema de
álgebra, y yo nunca había abierto un libro de álgebra. Para eso contrata uno a
gente, para que se ocupe de esos detalles. Después de hacer cuarenta y cinco
películas me había convertido en una empresa unipersonal, y pensaba que la
administración de los pequeños detalles debía quedar en manos de un
administrador. Hay que confiar en alguien en la vida. Yo confiaba en Al
implícitamente.
Pasó una semana, mientras los contables examinaban los
libros. El Gobierno los examinó. Jud los examinó. Todo el mundo los examinó,
todo el mundo menos yo. No soportaba mirarlos. No tenía dinero. Supe que debía
dos millones de dólares. Mi abogado me dijo que desde mi entrada en la Warner,
en 1934, había ganado entre siete y ocho millones de dólares. Dijo:
Mira, si quieres afrontar los hechos, eres insolvente. De hecho tienes
suerte de que no te hayan declarado en quiebra.
– ¿Qué pasa si quiebro?
– Si quiebras, podrás pagar diez centavos de cada dólar, o algo así.
Me lo pensé. Por algún motivo me asaltó la idea de lo que pensaría mi
padre. Dije que no, que declararme en quiebra era una forma de eludir mi
obligación, que tendría que intentar trabajar para liquidar todas mis deudas,
aunque Dios sabía cuánto tiempo me iba a llevar.
Alzó los brazos al
cielo.
Me imaginé volviendo al lugar del que procedía, Tasmania, Nueva
Guinea, encadenado a una bola, como un preso.
La larga hoja que Jud
tenía ante mí parecía la sección de economía de “The New York Times”. También
parecía una miniatura de la deuda nacional. «Parece que voy a tener que pasarme
el resto de mi vida trabajando para pagar esa deuda».
Pensé un momento.
– No –dije por fin–, lo de la quiebra ni me lo voy a plantear.
Aquel día me fui al “21” a comer. Es una costumbre mía, cuando estás a
dos velas, vete al mejor sitio.
En el Club, un tipo llamado Ben Finney,
una especie de playboy, me llamó desde el otro lado del salón.
– Eh,
Princey –es otro de mis apodos, por
The Prince and the Pauper– ven aquí.
¿Qué plan tienes para comer?
Dije, con toda la indiferencia
posible: «No, muchacho, invito yo». Cuando se está sin blanca hay que aparentar,
mira.
Tuvimos una pequeña discusión a cuenta de eso, sin mucha
convicción. Yo empecé con un par de Jack Roses. Me preparé, con mi estilo
habitual, para un urogallo recién traído de Escocia, y una botella de Moselle
21, buen año. Sentía cómo se disipaba la oscuridad.
¿De qué quería
hablarme? Había leído en los periódicos, por supuesto, que yo estaba arruinado.
– ¿Tienes el cuadro ése de Gauguin, “Au bord de la mer?”, me preguntó.
¡De pronto brillaba el sol!
– ¿Quieres venderlo?– me preguntó.
Recordé que Jud lo había llevado a un depósito, pero yo no sabía cuál.
Estaba hipotecado, pero conservaba todo su valor. Pero separarse de él... la
idea me dolía, era una obra de arte que por algún motivo no tenía nada que ver
con el prosaico mundo de los bienes materiales; algo que pertenecía a mi
corazón, a mi ego, a mi yo interior... porque yo hacía mucho tiempo que sentía
interés por las grandes obras de la pintura.
–Tengo un comprador que
está dispuesto a pagar 75.000 dólares mañana mismo.
Sentí un cosquilleo
en las palmas de las manos.
– Lo siento, muchacho, porque te quiero,
pero no puedo ni planteármelo. Es una de las obras de arte del mundo.
–
Es una oferta en firme – dijo él–. Él tiene que tener ese cuadro. Yo tengo que
cobrar mi comisión. ¿Cuánto?
– No vale la pena ni discutirlo. Esa cifra
es ridícula.
¡Setenta y cinco mil dólares! Una venta así resolvería
todos mis problemas inmediatos.
– No lo estudiaría por menos de 110.000
dólares, y a mi pesar.
Al día siguiente cerré el trato para vender mi
Gauguin: mi orgullo y mi dicha, una de las mejores obras de Gauguin. Describía
la sencillez de los mares del Sur. Un hombre sencillo llevando de la mano a un
niño. Pero los cuadros, parece, sólo se tienen en préstamo. El periodo más largo
de posesión es tu propio periodo vital. Tú te paras, pero el cuadro sigue... si
es digno de seguir.
Era una de los pocos bienes a los que amaba
realmente. Podía estarme delante de él, una noche, sobre todo cuando estaba
solo, y admirarlo, y sentir que me comunicaba algo profundo, emotivo.
De
repente volvía a tener liquidez, después de pagar diez mil dólares de comisión y
el dinero que debía de la hipoteca.
No volví al “21”. ¡Demasiado caro!
Corrí al despacho de Jud.
– Jud, tengo este dinero. ¿Cómo lo
reparto? Nadie sabe que lo tengo. Pero por Dios, no me dejes con una mano
delante y otra detrás.
– No te pongas nervioso –dijo–. ¿Has olvidado que
tienes un Van Gogh? Lo puedo poner en venta mañana mismo y conseguirte otros
ciento cincuenta mil.
Me horroricé. No había contado con eso.
–
¡No! Si me quedo sin él...
A la hora de escribir estas líneas sigo
teniendo el Van Gogh.
Pagué un regimiento de pequeñas deudas que había
contraído, que habían contraído mi mujer o mis ex mujeres. Esto por aquí, esto
por allá. Deudas que yo creía había pagado Al Blum.
Con un préstamo de
unos miles de dólares, me fui a Inglaterra a hacer unas películas, a empezar
otra vez. Pero cuando la suerte empieza a alejarse de ti, ya no para. En
Inglaterra hice dos películas durante el resto de 1952. Dos fracasos tremendos.
Estaba cansado, y mi suerte y mi fortuna parecían declinar. Las enormes deudas
que tenía en Estados Unidos pendían sobre mí. Mi abogado me transmitió el tamaño
y la proporción de las presiones que estaba sufriendo para que yo aflojara un
dinero que no tenía y que no sabía dónde conseguir.
A la mierda todos,
me dije. Que me persigan por el mundo.
Durante tres años hice poco más
que vivir en mi velero, el “Zaca”, en Palma de Mallorca, España. Las únicas
esposas de verdad que he tenido en mi vida han sido mis barcos. En la parte
delantera, la proa del “Zaca” tenía, como debía ser, un gallo pintado, un gallo
que cacareaba.
Navegué en el “Zaca”, me bañé desnudo, miré las
corridas de toros, intenté vivir una vida de hogar con Patrice, y cambié los
pañales de mi preciosa hija, Arnella. Años antes, había empezado a beber con
regularidad, todos los días, cerca de un
fifth [0,757 litros] diario, tal
vez más. Ahora amplié e intensifiqué esta diversión. ¿Por qué no me cansé? ¿Por
qué me aburría casi todo lo demás, pero nunca el vodka? Intermitentemente
alternaba con los famosos en los centros cosmopolitas, o un par de ellos
vinieron a visitarme en el “Zaca”. De vez en cuando tenía alguna trifulca en un
bar –cada vez con menos frecuencia– y en general vivía la vida de un hombre que
estaba acabado.
Yo creía que estaba acabado, agotado.
Tenía un
maletín que llevaba a todas partes. Era del tamaño de un botiquín. Sobre él se
leían las palabras FLYNN ENTERPRISES. Sólo yo sabía que en su interior había un
pequeño bar, con una botella de vodka, dos o tres vasos y un par de frascos de
agua de quinina. Por fin había adquirido una biblia, y la llevaba conmigo a
todas partes. Cuando bajaba a tierra, o visitaba a alguien en la playa, llevaba
conmigo mi pequeño maletín. Tenía que obtener seguridad en algún lugar, de
alguna manera, de alguna cosa. Allí estaba yo, en 1953, 1954, 1955 y entrado
1956, Flynn Enterprises recorriendo Mallorca y el sur de Francia, maletín en
mano, preguntándome: ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Qué haces? ¿Quién eres? ¿Cómo
puede un hombre vivir hasta los cuarenta y seis o cuarenta y siete años y
entonces empezar a hacerse preguntas? ¿Quién soy yo? ¿Qué estoy haciendo con
este maletín de médico? ¿Adónde voy? ¿Es así como debe acabar un hombre?
Salvo las pocas personas que estaban cerca de mí, o que dependían de mí
para su pensión o manutención, yo era ahora, a mediados de los años cincuenta,
para la comunidad general, un hombre más o menos olvidado. No estrenaba
películas. Ninguna de los últimos años había sido un éxito sensacional.
¿Y qué? Tenía mis recursos. Había una cosa que siempre había sabido
hacer: disfrutar de la vida. Si algún talento genial tengo, es el talento de
vivir.
Había consumido mis fuerzas hasta el final, dilapidando todo lo
que había querido dilapidar, probando hasta dónde podía soportar mi
constitución, cediendo allí donde podían quebrarse los demás.
¿Y todo
para qué?, pensé. No puedo pagar mis deudas. No puedo volver a Estados Unidos.
No puedo montar a caballo como lo hacía antes. Estoy harto de agitar una espada.
Bebamos, bañémonos desnudos. Con un poco de suerte a lo mejor un día desciendo
cien pies y ya no subo. Estaba hasta la coronilla de la comedia de la vida. Dos
veces en mi vida había estado cerca del suicidio. Ahora me limitaba a vivir, a
dejarme llevar. Andaba con una barba de días y me daba igual.
Sentado en
el “Zaca” en pantalón corto, tenía mucho tiempo para reflexionar. Tenía cuarenta
y cinco películas a mis espaldas, pero ¿en qué me había convertido? Lo sabía
demasiado bien: en un símbolo fálico. En todo el mundo se me identificaba, como
nombre y como personalidad, con el sexo. El playboy del Mundo Occidental. Ése
era yo. Pero yo ¿qué me había propuesto ser hacía mucho tiempo, cuando era joven
y el mundo se abría ante mí? ¿Hasta dónde había llegado desde mis primeras
ambiciones? ¿Hay algún hombre cuyo objetivo sea convertirse en un símbolo fálico
universal, o acaso esto no le pasa a un hombre a su pesar? Pensé en aquella
trivialidad de que algunos nacen para llegar lejos y otros lo consiguen; a
muchos la fama les llega si buscarla. En mí no había grandeza, sólo un miedo
mortal a la mediocridad. Pero el tiempo había impreso en mí este extraño sello
de conquistador
per excellence. ¿Cómo había ocurrido?
Tenía a mis amigos, el rey Faruk, Ali Khan, el príncipe Raniero, algunos
amigos del cine que acaso iban por el mismo camino que yo, personas como Orson
Welles, Rita Hayworth, la gente bien de los hastiados círculos sociales de
Newport y Long Island. Ëstos iban y venían. Los conocía en los casinos del sur
de Francia. Bebíamos y nos divertíamos. Yo me dejaba llevar.
Está
arruinado, decían.
Tenían razón.
Está acabado, decían.
Tenían razón.
Flynn, punto final.
¿In like
Flynn [dentro como Flynn]
? Qué risa. Fuera como Flynn.
Al
diablo, pues. Abre el maletín de médico, echa un trago, vete a nadar, ponle los
pañales a Arnella.
Intentaba conservar el interés por mi mujer, pero no
era fácil. Para mí es difícil conservar el interés por cualquier mujer durante
mucho tiempo, por muy estupenda que sea. Patrice era estupenda y lo es, pero yo
me aburrí. Abría mi maletín. Otro
fifth. – Ni ño,
traeme un
Sauterne suave, quiero lavarme los dientes. – y reía. Mis
amigos reían. Te nía amigos. Ellos tenían yates. Cenábamos en sus yates o ellos
cenaban en el nuestro.
Meses, años dejándome llevar. Estaba en el pozo
profesional, pero me lo pasaba bien. Me hacía mayor. Se lo oía decir a ellos,
allá donde iba, como dijo Ava Gardner: «Mi rad a Errol. Miradlo. Cuando era
joven era la cosa más guapa que había visto nunca». No lo decía con mala
intención. Éramos amigos hacía mucho, mucho tiempo, cuan do ella tenía dieciocho
tiernos años y el mundo no conocía su talento y sus recursos. Yo no tenía fe.
Sentía mucho no poder creer en Dios. Me molestaban las personas que me decían:
«¿Qué? ¿Que no crees? ¿Que no tienes fe? Pues si no tienes fe, no sabes», en ese
tono tan irritante, tan sabelotodo que tienen muchas personas. Te lo dicen con
superioridad. ¡Ellos están en contacto con Dios, tú no! Si no sabes, viejo, mala
suerte. Dudo de esas personas. A lo mejor no miran la vida con suficiente
intensidad, con suficiente profundidad. A lo mejor dejaron caer las barreras en
un momento dado, y no se resisten, y dejaron que algo irrumpiera a lo que llaman
Dios.
Yo soy demasiado realista para eso. Me he rebelado contra Dios y
contra el Gobierno desde que alcanzo a recordar. Por eso me atormento, como si
me hubiera perdido algo que otros sí tienen. Se puede tener fama, fortuna, ser
un personaje internacional, y preguntarse si un hombrecillo que tenga fe tiene
algo más importante de lo que uno tendrá nunca. Pero yo tenía mi vodka: en
eso tenía fe. Venía en cajas. Por las mañanas me levantaba y alargaba una
mano. Carraspeaba, tosía un poco, echaba otro trago, empezaba el día.
Vagueé durante cuatro años y medio.
Corrían rumores, aunque yo
no lo sabía entonces, de que estaba enfermo de muerte, de que me había
fracturado la espalda, de que era un borracho, de que estaba en el arroyo, de
que no quería trabajar. A pesar de esta fama de calamidad, alguien se acordaba
de mí. Sam Jaffe, un agente de Hollywood, vino a Palma de Mallorca y me preguntó
por qué no quería trabajar.
– ¿Qué te va a pasar?– me preguntó–. Vives
como un vagabundo.
– Me lo paso bien. No trabajo y me gusta. –Ya había
sido un vagabundo una vez, y parecía que con eso me iba a quedar.
Sacudió la cabeza.
Lo que hacía yo era ganar tiempo y posición.
En realidad quería volver al trabajo.
Hubo un cruce de cablegramas.
Supe que me querían para una película que se llamaría
Istanbul.
Yo pensaba que se iba a hacer en Turquía, pero resultó que tenía que volver
a Hollywood.
En Estados Unidos, la gente que me volvió a ver en pantalla
dijo que parecía consumido. ¡Qué bien! Estaba harto de que me llamaran guapo,
como cuando era más joven.
Después de
Istanbul hice algo de
televisión. Luego vineron una serie de películas y volví a estar en el ojo
público otra vez.
La primera oportunidad llegó cuando Darryl F. Zanuck,
a quien entonces apenas conocía, por alguna oscura razón que nunca me ha
explicado, pensó en mí para un sabroso papel en
The Sun Also Rises, y
todos los críticos fueron unánimemente amables, por una vez. Entonces Jack
Warner, de todas las personas del mundo (yo iba a enseñarle cómo se hace una
película, ¿recuerdan?), mi viejo amigo y antagonista, decidió que yo era el
hombre indicado para el papel de John Barrymore en
Too Much Too Soon, y
de nuevo la crítica estuvo al pie del cañón, diciendo que había hecho un buen
Barrymore. Me dieron la bienvenida al hogar. Luego vino
Las raíces del cielo
(Roots of Heaven), otra para Darryl. En todas estas películas hice de
borracho y de inútil. Lo que la gente creía que era y aquello en lo que me había
convertido.
A lo mejor estos personajes eran adecuados para mí. Supongo
que lo llevaba dentro. Un inútil, un vividor, un personaje.
Pero parece
que en todo el mundo gusta una reaparición.
Las revistas empezaron a
hablar de mí otra vez. Hollywood vuelve a ser lo que era, dijeron, Flynn está
In otra vez. Lo llamaron reaparición, y dijeron que mis nuevos ingresos
me estaban ayudando a pagar mis enormes deudas. Eso era verdad. No quería
deberle nada a nadie.
Más tarde produje, a modo de interesante aventura
complementaria, una cosa llamada
Cuban Rebel Girls. Pasé muchos días con
Fidel antes de que se marcharan los partidarios de Batista.
Todo eso es
sabido y lleva la historia hasta la actualidad, y a lo que parece más o menos
conocido sobre mi paradero en los últimos años. Y sin embargo, ¿qué sabe la
gente de mí? Nada.
Las esposas que he tenido, las amantes que he
mantenido, las películas que he hecho, las peleas en las que he participado, las
patadas que he recibido, mi fortuna hecha y perdida, mi pícara forma de ser.
Todo eso no soy yo. Yo no podría vivir y creer que esas cosas han sido realmente
yo. ¿Quién podría vivir consigo mismo creyendo ser un símbolo del sexo y nada
más?
¿Qué le hace pensar a la gente que me preocupan menos las verdades
del mundo que a cualquiera? ¿Es mentira que estuve en la España republicana, que
apoyé a Castro, que he bajado a las profundidades del mar, que he recorrido el
mundo?
La búsqueda de sensaciones ha sido una parte muy importante en mi
vida, pero ha habido otros empeños.
Es inútil contar una historia al
revés. Mejor empezar donde todo empezó: en el útero; salvo donde, como en mi
caso excepcional, con tanta frecuencia suele acabar.
Nota de la Redacción: agradecemos a
T&B
Editores la gentileza por permitir la publicación en
Ojos de
Papel de este fragmento del libro de
Errol Flynn,
Autobiografía.
Aventuras de un vividor (T&B Editores,
2009).