“Mis largos años de estudios sobre la mente me han llevado a
la convicción de que determinadas experiencias de la infancia, en apariencia
olvidadas, sobreviven enquistadas en el desván de la memoria.
Y siempre
llega el día en que, sorprendentemente, aun aplastadas bajo el peso de un sinfín
de vivencias posteriores, se inflaman en la mente adulta, y emergen con renovada
consistencia, aunque sea en sueños o adoptando un nuevo aspecto que las hace
irreconocibles”.
(Sigmund Freud)
1. Primera visita
Mientras despedía al
taxista, Tomás Quelt sintió una punzada de intranquilidad en la boca del
estómago. Se había formado una vaga noción de lo que podía depararle esa
lluviosa noche de mediados de primavera, pero estaba lejos aún de sospechar que
las próximas horas iban a marcar un antes y un después en su vida.
Contempló, inquieto, cómo el vehículo se perdía al doblar la esquina,
dejando tras de sí una estela de humo blanquecino. Se refugió bajo el voladizo
que cubría la entrada del inmueble preguntándose aún si no habría empleado mejor
su tiempo quedándose en el banco, donde solía permanecer largas horas diseñando
las campañas de expansión, planificando la política de inversiones o presidiendo
las sesiones del comité de dirección. Cerró el paraguas y volvió a comprobar, a
la luz de la farola, las señas de la tarjeta: la dirección era correcta, pero el
lugar no era, ni por asomo, como lo había imaginado. El viejo bloque de oficinas
presentaba un aspecto de semi abandono, como la mayoría de casas de aquel oscuro
callejón, sobre cuyos tejados parecían vagar los fantasmas de la expropiación y
el derribo.
Al entrar en el ascensor, un destartalado montacargas que,
sorprendentemente, aún funcionaba, no le extrañó el repentino sabor ácido. Más
que no extrañarle, casi lo esperaba. Aquellas lejanas vacaciones en la casa
de los vientos habían dejado un estigma en su cerebro, que ni siquiera la
terapia —prescrita por él mismo— de redactar pasajes de su infancia para hurgar
en el subsuelo de su memoria, lograba borrar. Y, desde aquel verano, se le
formaba en la garganta un repugnante sabor agrio cada vez que las circunstancias
le obligaban a despojarse de su caparazón. Y despojarse de su caparazón era lo
que, sin duda alguna, se vería obligado a realizar esa misma noche.
Salió al
rellano de la última planta, pulsó el botón de la luz y se encontró frente a una
enorme puerta gris de pintura desconchada. No se podía decir que tuviera una
gran fe en la persona que esperaba ver cuando se abriera, pero, en cualquier
caso, poco podía perder, aparte del pequeño dispendio que iban a significar los
honorarios y una ínfima parte de su valioso tiempo.
Leyó la placa de
latón pegada a la pared y llamó al timbre. Sintió un estremecimiento al imaginar
qué ocurriría si alguno de los enemigos que se había labrado desde que lo
ficharon como director del banco (pocos, pero con mucho poder) le viera apostado
ante esa placa. Le rondó la cabeza la posibilidad de que esa cita hubiera sido
minuciosamente planificada por una mente pérfida; que formara parte de una
conspiración para desprestigiarle y acabar con su carrera en el banco. “Eres
algo rebuscado, Tomás —se dijo—. Creer que todo el mundo anda confabulado
alrededor de uno es el primer síntoma de la paranoia. Y no es tu caso”.
Un relámpago iluminó fugazmente la enorme claraboya que coronaba el
rellano, y la lluvia se puso a repicar contra el cristal. El taconeo
indudablemente femenino que se aproximaba precedió al golpeteo del cerrojo y al
chasquido de la puerta moviéndose ruidosamente sobre sus goznes.
—Celebro que haya venido, señor Quelt —la mujer comprobó su reloj de
pulsera y esbozó una leve sonrisa—. Ha sido muy puntual, a pesar del tiempo.
Era la segunda vez en su vida que veía a la doctora Geltrú: más bien
alta (quizás un par de centímetros más que él), con la sonrisa prefabricada, de
buena figura. Las enormes gafas de gruesos cristales probablemente le otorgaban
una edad inmerecida y, a primera vista, no invitaban a caer en la tentación de
buscarle cualquier atractivo más arriba del cuello.
Cuando se disponía a
devolver el saludo, un sonoro trueno hizo vibrar todo el edificio y las luces
parpadearon como sobresaltadas. Fue ella la que habló a continuación.
—No vea qué susto —se llevó teatralmente la mano a la solapa de su
chaquetilla blanca como si tratara de comprobar que el corazón seguía en su
sitio—. No soporto los truenos.
—Iba a decirle que me gusta emplear la
misma puntualidad que exijo a los demás. Según dicen mis colaboradores del
banco, suelo pasarme de meticuloso, pero no existe otra alternativa si queremos
que el mundo funcione —adornó sus palabras con una media sonrisa—. Y ha sido
usted muy amable al darme cita para esta noche, teniendo la agenda llena.
—¡Y tan llena! —lo miró de soslayo, como si buscara algún trasfondo en
esa observación—. Estoy dando hora para dentro de tres meses, ya se lo he dicho
por teléfono. Y no se extrañe de que estemos solos; con este tiempo me han
fallado varias visitas.
—¡Vaya!, que sin pretenderlo, le he salvado la
tarde.
—Se puede decir que sí. Pero vamos, pase, no se quede en la
puerta.
Le franqueó la entrada a una sala de paredes desconchadas y
techo alto, amueblada sólo con un par de banquetas raídas y una vieja mesilla
con revistas. Tomás Quelt buscó con la mirada un lugar donde depositar el
paraguas.
—Déjelo ahí —le señaló el ángulo de la desnuda pared, junto a
la entrada. La práctica ausencia de mobiliario otorgaba cierto eco a sus voces,
como ocurre en los inmuebles abandonados.
Pasó por su lado, casi
rozándolo, y abrió la puerta que daba a un largo pasillo alumbrado por una
ristra de pálidos fluorescentes. Constató que despedía un aroma suave,
administrado en la dosis justa, lo que obró como paliativo del sabor avinagrado
que le fabricaban sus temores.
—Sígame, por favor —tomó la delantera.
A Tomás Quelt le resultó imposible evitar que sus ojos le recorrieran
minuciosamente el ajustado vaquero, simuladamente gastado por las nalgas, que la
escueta chaquetilla blanca le cubría sólo hasta la mitad. De todos modos, no era
su tipo: aparte de las feas gafas, la opulencia de sus caderas, aun lejos de
incurrir en el exceso, contribuía a descartarla como mujer capaz de prender la
chispa a sus instintos. No le pasó por alto el olor a pintura fresca y a
aguarrás, esa vez real.
—Entre, señor Quelt.
La sala de consulta
parecía en plena mudanza.
—Siéntese —le indicó una de las dos sillas
colocadas frente a la mesa de escritorio—. Y disculpe este desbarajuste; es todo
provisional —se inclinó a recoger una columna de libros sobre la que reposaba un
ordenador portátil.
—Es la impresión que he sacado al bajar del taxi —se
acomodó en la silla.
—El edificio está que se cae —depositó los libros y
el portátil en el suelo, junto a una pila de diplomas enmarcados, aún por
colgar—. Me están reformando la consulta de la Bonanova y no podré volver a
instalarme allí hasta septiembre —ocupó su puesto al otro lado de la mesa.
—La Bonanova es una de las zonas más cotizadas de Barcelona —observó
Quelt.
—No hace falta que me lo diga, pago una barbaridad de alquiler. Y
va a costarme un pico la reforma; a lo mejor voy a necesitar un crédito de su
banco —se quitó las gafas y le obsequió con una sonrisa más bien forzada, a la
que Tomás Quelt se sintió obligado a corresponder.
Desprovista de las
antiparras, le pareció casi fotogénica: la leve sinuosidad de los pómulos, la
melenita negra de pelo lacio y los labios, finos y discretamente coloreados,
mostraban un cuadro bastante armónico. A pesar de su relativa juventud, hablaba
como una mujer madura y experimentada, que está de vuelta de todo. Calculó que
no debía de andar lejos de los cuarenta.
Quelt recorrió con la vista el
techo y las paredes quizás para perder un poco de tiempo. Acudía a la consulta
como el náufrago que se agarra a la única tabla de que dispone y le trae sin
cuidado la solidez del maderamen, pero un miedo absurdo le compelía a demorar la
definitiva entrada en materia.
El temor estaba justificado: nunca se
había postrado en el diván de un psiquiatra y ni siquiera le había pasado por la
cabeza la idea de que algún día llegaría a hacerlo.
Indiscutiblemente, el
despacho se podía calificar de infame, igual que todo el edificio y sus
alrededores. Aparte de la foto de sobremesa —una jovencita de cierto parecido
con la doctora— y los libros apilados por todos los rincones, sólo un enorme
cuadro en blanco y negro apoyado en la pared, una escalera de mano tumbada y un
bote de pintura blanca en la repisa del alto ventanal venían a romper la
monotonía del parco mobiliario y las cuatro paredes. La humedad, sedimentada en
la pintura, por debajo de los cristales, formaba manchas de diferentes formas y
tamaños.
—Póngase cómodo, señor Quelt —dijo ella, depositando sobre el
escritorio un folio con membrete de la consulta—. Para empezar, quiero que
responda a una serie de preguntas —abrió el cajón y se puso a hurgar en un
legajo de cuartillas impresas.
Quelt, que sin pretenderlo se había
labrado en el banco cierta fama de experto en arte, se entretuvo a observar el
cuadro aún por colgar: era la litografía de un dibujo al carbón, de tamaño casi
natural, que representaba a un hombre desnudo, revolviéndose en un gesto de
protección o de dolor, mientras una siniestra ave trataba de hincarle sus garras
en los ojos. En segundo plano, una mujer —también desnuda— presenciaba la lucha
sosteniendo un objeto difuso, que lo mismo podía tratarse de un matojo, que de
la cabeza de un decapitado.
—Ya veo —dijo, con el doble propósito de
simular cierto humor y aplazar unos segundos el inevitable desnudo mental—, la
primera prueba consistirá en que interprete su significado.
Ella se
colocó las gafas y contempló el cuadro como si fuera la primera vez que lo veía.
La posesión - 1974, rezaba la inscripción, al pie del marco,
ribeteado en tonos dorados. Probablemente el autor había querido plasmar a
Sansón y Dalila: tal vez la mujer, andaba compinchada con el pájaro, una
alegoría de los malvados filisteos. La firma resultaba del todo ilegible, y el
autor no escatimaba ningún detalle al mostrar las pertenencias vitales de los
personajes.
—No —se quitó de nuevo las gafas—. Pertenece al anterior
inquilino. No debió de caberle en el camión de la mudanza, y lleva aquí desde
que me instalé. Si no viene a reclamarlo, lo colgaré allí —señaló la pared del
fondo— una vez acaben los pintores. Puede que sea demasiado grande, pero me
gusta. Tiene un no sé qué excitante.
—¿Excitante? No comparto su punto
de vista, doctora Geltrú. A mí me parece la representación de una pesadilla.
¿Qué lleva la mujer en la mano? ¿Una cabeza humana?
—¿Quiere decir? Yo
más bien diría que es un manojo de hierbas —sonrió—. Pero si no le gusta, mire
hacia otro lado y en paz, ¿no?
Tomás Quelt se movió incómodo al pensar
en la cara que pondrían el señor Hans Dietrich Sontag y el señor Gunter Fischer
—el presidente y el director de personal del banco, respectivamente— si lo
espiaran a él, el flamante director general de la filial española, por el ojo de
la cerradura. Se repitió que acababa de comenzar un juego y lo suspendería tan
pronto se le antojara, pero ignoraba que, llegado a determinado punto, tendría
que seguirlo hasta el final, afrontando todas sus consecuencias.
—Empecemos, señor Quelt —tomó el bolígrafo con la mano izquierda y
garabateó unas palabras en ilegible letra de médico. Una mota de pintura blanca
en la yema de su dedo pulgar quebrantaba la armonía de las uñas esmaltadas en
rojo.
El destello de un relámpago hizo que la luz volviera a parpadear.
Tomás Quelt se sintió palpitar las sienes y, de nuevo, el conato de
acidez. Aunque desconocía el origen exacto de sus trastornos —que suponía
engendrados por algún suceso que debió de ocurrir en la casa de los
vientos—, abrigaba la certeza de que dos acontecimientos de reciente
actualidad habían obrado a modo de detonantes para sentarlo esa tarde ante la
doctora Geltrú:
Su nombramiento como director general del Bürgerlich
Bank España, por una parte, y, por otra, su relación todavía incierta con
Eva, la atractiva rubia de ojos verdes con la que creía experimentar un
sentimiento más profundo que la mera satisfacción de los sentidos. Y se podía
decir que ambas circunstancias iban cogidas de la mano.
Todo había
empezado nueve o diez meses atrás.
2. El reportaje
Descendió del taxi en la
confluencia de Consell de Cent con el Paseo de Gràcia, comprobó la hora y
apresuró el paso para sortear las mesas, todas ocupadas, que llenaban la mitad
de la acera, frente a Tapa-Tapa.
Llegaba con retraso. La sobremesa con
los directivos del Gremio de Contratistas, en Casa Leopoldo, le había ocupado
más tiempo del reservado en su agenda. Para colmo, le había costado penas y
trabajos avistar un taxi con la luz verde.
Joan Enric Colomet, el
consejero delegado del Banco de Inversiones —entidad en la que, por aquel
entonces, ocupaba el cargo de subdirector de comunicación— le había llamado a
última hora de la mañana para indicarle que estaba citado a las ocho con un tal
Meyerbeer, corresponsal del Süddeutsche Zeitung. El rotativo alemán
preparaba un reportaje sobre las oportunidades de negocio que ofrecía Barcelona
a los bancos extranjeros, y deseaba entrevistarse con un ejecutivo avezado en el
tema.
Recorrió con la mirada las mesas del interior, no tan concurridas
como las de la terraza, pero ninguno de los clientes tenía aspecto de periodista
alemán: un matrimonio de mediana edad con dos hijos pequeños que daban cuenta de
sus helados, una rubia leyendo un periódico con el pitillo encendido, dos
jovenzuelas que no paraban de reír sonoramente frente a sus vasos de refresco...
—Debía verme a las ocho con un alemán llamado Meyerbeer —indicó al
camarero de rasgos caribeños, con pendiente y el pelo teñido de verde, que
acababa de apostarse frente a su mesa—. ¿Por casualidad ha visto entrar a un
individuo con aspecto de alemán?
El interpelado movió negativamente la
cabeza y depositó la lista de consumiciones.
—¿Alemán? No le puedo
decir, caballero; por aquí se ven pintas muy raras. ¿Le sirvo una jarra mientras
espera?
—Mejor un café, acabo de comer —le devolvió la lista.
Como su tiempo era muy valioso, decidió conceder diez minutos de gracia
al tal Meyerbeer. Comprobó la hora con el propósito de empezar la cuenta atrás.
—¿El señor Quelt?
Levantó la cabeza frente a una espigada rubia
de pantalón vaquero y ajustado suéter: la joven que, al entrar, había visto
hojeando un periódico y fumando en una mesa cercana a la puerta.
—¿Perdón?
—El señor Quelt. Es usted, ¿verdad? —el acento gutural
denotaba su origen germánico.
—Sí, pero… espero a un tal Meyerbeer, del
Süddeutsche. ¿Ha venido usted en su lugar, señorita?
—Lamento
contrariarlo, señor Quelt. Me llamo Eva Meyerbeer y soy la corresponsal del
Süddeutsche Zeitung —esbozó una sonrisa—. Y si quiere invitarme a una
caña, le acompañaré con mucho gusto.
Tomás se alzó de la silla y le
tendió la mano procurando no desvelar, a la primera, el sumo agrado que le
producía esa inesperada presencia femenina. Constató que el peinado gelatinoso,
de rizos fingidamente mojados, la asemejaba a una sirena recién salida de la
ducha.
—Mucho gusto, señorita Meyerbeer. Y le doy mi palabra de que no
me siento contrariado en lo más mínimo.
Respondía al estereotipo de
belleza alemana: alta (le sobrepasaba en medio palmo) y de piel sonrosada, la
rubia Eva Meyerbeer miraba con ojos verdes y olía como se espera que huela una
exuberante walkiria procedente del país donde inventaron la colonia. Justo el
tipo de chica que solía despertar su interés, desde que empezaron a inquietarle
las cuestiones del sexo.
—El señor Joan Enric Colomet —continuó Tomás,
enderezándose hasta el límite para mitigar su desventaja—, el consejero delegado
del banco, me envía a entrevistarme con un periodista llamado Meyerbeer, y no se
me había ocurrido que pudiera tratarse de una mujer. Y menos aun, tan joven.
—Pues empecemos con la entrevista, si le parece, señor Quelt. Intentaré
que ni mi edad ni mi circunstancia sexual —lo miró con deliciosa picardía—
resulten un obstáculo para el reportaje.
Ambos se sentaron mientras
Tomás sonreía la agudeza de la joven.
—La sección de economía del
Süddeutsche me ha encargado un artículo sobre Barcelona, como plaza
estratégica. Lo voy a titular “Barcelona, cabeza de puente para la entrada de la
banca europea en España”, ¿qué le parece, señor Quelt?
Tomás se detuvo
un instante a sopesar cada una de las palabras del título y movió la cabeza
negativamente.
—Corre el riesgo de levantar la veda.
—¿Levantar
la veda?
—Sí, levantar la veda, eso he dicho —les interrumpió la
aparición del camarero portando una bandeja con el café—. Antes de continuar, le
recuerdo el compromiso que acabo de contraer con usted, señorita.
—¿Qué
compromiso? —preguntó con ojos sorprendidos.
Tomás sonrió, pensando que,
de no ser por su perfecta dicción castellana, se habría podido confundir con una
de aquellas extranjeras tontorronas que, en su adolescencia, veía pulular por la
Costa Brava.
—He prometido invitarla a cerveza.
La joven lo miró
sonriente, y Tomás ordenó al camarero que le sirviera una caña.
—En
cuanto a lo de levantar la veda... —continuó— si escribe eso de la cabeza de
puente, puede que los bancos alemanes se decidan a invadirnos. Cambie el título,
no hay mercado para todos.
—Pues lo siento, señor Quelt —parpadeó con
fingida candidez—, pero precisamente ése es el titular que el jefe de la sección
de economía ya tiene pensado.
—Insisto en que no me gusta. Pero
prosigamos, de todos modos.
Con la firmeza del profesor universitario
que imparte su lección magistral ante una becaria aplicada, Tomás fue
respondiendo a las preguntas que Eva Meyerbeer le leía de su bloc de notas, con
la grabadora junto a su vaso de cerveza. Se tenía por un eficaz ejecutivo de
banca, y quería dejar bien sentadas sus cualidades ante la corresponsal del
Süddeutsche.
—Los bancos de aquí —puntualizó— basamos nuestra
estrategia en mantener una densa red de sucursales con pocos empleados en cada
oficina. Ustedes, en cambio, están acostumbrados a que una oficina bancaria
ofrezca un aspecto suntuoso, con escalinatas de mármol italiano y cuadros de
Kirchner o de Nolde por las paredes. Y esos lujos valen una fortuna que acaban
pagando los accionistas.
La periodista lo miró con ojos muy abiertos.
—No imaginaba que estuviera versado en el expresionismo alemán —hizo una
anotación en su bloc—. De todos modos, ¿no exagera, señor Quelt?
—No
exagero, señorita Meyerbeer; en banca, el lujo resulta caro y no da negocio. Y,
aunque me encanta la pintura, conozco muy poco a los expresionistas alemanes; de
Ernst Ludwig Kirchner y Emil Nolde sólo poseo un conocimiento elemental, gracias
al verano que pasé en Stuttgart para perfeccionar el idioma. El instructor nos
llevó una tarde a visitar la Staatsgalerie.
—Ah, ¿habla alemán?
No lo sabía —se enderezó en su asiento—. Después de la entrevista, me hará una
demostración, si no tiene inconveniente —sonrió mientras Tomás asentía con la
cabeza—. Pero supongamos que un banco extranjero quiere probar suerte en España
y le pide consejo. ¿Qué le diría? —le acercó la grabadora hasta casi rozar el
platillo de su taza de café.
—Mi primer consejo es que no lo intente. El
segundo...
—¡Oiga! —sonrió con ironía— ¿No será que quiere ahuyentar a
la competencia?
—Sí. Pero no lo escriba, ¿eh? —dijo, en tono burlón.
La alemana le dedicó una deliciosa carcajada.
Tomás Quelt, que
siempre había sido un acérrimo partidario de no dedicar a cada gestión ni un
minuto más del tiempo estipulado en su agenda, accedió en esa ocasión a que su
vis a vis con la reportera del Süddeutsche derivara en una distendida
charla. Fue al salir a la calle cuando se decidió a demostrarle —tal como había
prometido— hasta qué punto dominaba la lengua germana.
Empezó por
contarle que llevaba siete años en el banco; tres de ellos como subdirector de
comunicación. Sin aspirar a que ella le creyera, le contó que permanecía soltero
porque su devoción a las finanzas absorbía su tiempo hasta ese inverosímil
extremo. Las únicas licencias que se permitía en los ratos de asueto consistían
en escribir pasajes de su infancia, que no descartaba llegar a publicar, y en
leer a Marcel Proust, autor al que admiraba porque —lo mismo que él— escarbaba
en los recuerdos más lejanos.
Después de elogiarle las excelencias de su
dicción alemana y de tomarle algunas fotografías frente a las joyas modernistas
del Paseo de Gràcia, Eva Meyerbeer le proporcionó los datos básicos de su
biografía: acababa de cumplir veintinueve años, le encantaba la lectura,
permanecía soltera y mantenía una relación que no acababa de cuajar con un tal
Jürgen Schneider, comentarista económico del Frankfurter Allgemein, que
pasaba la mayor parte de su tiempo volando entre Frankfort y El Prat. Tomás
procuró ocultar, tanto su pizca de desencanto por la circunstancia de que la
joven estuviera comprometida, como su absurdo regocijo por que esa relación no
acabara de funcionar.
—Leo tu periódico al menos una vez por semana. El
día que publiquen el artículo, llámame; quiero ver si me dejas en buen lugar.
Al despedirse frente a la escalera del metro, consumaron el aire de
familiaridad cultivado a lo largo de la entrevista, intercambiándose un sencillo
beso ritual. Tomás estiró el cuello y, de un gesto tímido, apenas le rozó la
mejilla, pero la periodista, inclinándose, le depositó sus labios a escasos
centímetros de la boca, casi rozándole la comisura. Tomás sonrió sin saber si
atribuir ese leve desatino a cierto atolondramiento de la joven o a un secreto
rapto de libertinaje teutón. La vio descender hacia los andenes pensando que no
le importaría ocupar el lugar del tal Jürgen Sechneider.
A mediados de
la semana siguiente, halló en la correspondencia un sobre alargado con el
membrete del Süddeutsche. Contenía un ejemplar del rotativo, al que iban
unidas una tarjeta de la periodista y una cuartilla escrita en apresurada
caligrafía de rasgos femeninos:
“La dirección del periódico me ha
felicitado por la calidad del artículo y la importancia de las informaciones que
me suministraste. Me han dicho que cualquier banco alemán que quisiera
establecerse en España debería pedirte consejo. Te quedo muy agradecida. Eva.”
Buscó la sección de economía como un rey que se dispone a examinar la
reseña de su propia coronación. En las páginas de finanzas venía insertado el
artículo, con cuatro fotografías repartidas a lo largo del texto. La alemana
acertaba en dar con los ángulos más fotogénicos de su cara; el traje negro
(siempre vestía traje negro) le otorgaba esa sobriedad elegante que debe mostrar
un banquero. Constató que su nombre se citaba línea sí, línea también, y en los
puntos clave del artículo, la periodista alemana no se andaba con remilgos al
ensalzar sus recomendaciones para los bancos extranjeros que quisieran
establecerse en España. Tampoco se mostraba remisa al mencionar el dominio del
alemán de que había hecho gala Tomás, ni eludía sus escuetas referencias al
expresionismo germánico de Nolde y Kirchner. Conociendo cómo era Joan Enric
Colomet —pensó—, lamentaría no haber ocupado su lugar como protagonista del
reportaje.
Unas mañanas más tarde, la voz de Eva Meyerbeer, al teléfono,
le sonó a voluptuoso canto de sirena.
—No me digas que te han encargado
otro artículo —bromeó al contestar.
—Esta vez te llamo para pedirte un
favor. Herr Sontag tiene mucho interés en conocerte.
—¿Sontag, dices? No
sé quién es.
—El señor Hans Dietrich Sontag es el presidente del
Bürgerlich Bank München. Va a venir a Barcelona y me ha pedido que os
concierte una entrevista.
Le dio un vuelco el corazón. Aunque apenas era
conocido en España, sabía que el Bürgerlich era un banco alemán de tamaño
medio, recién establecido en Barcelona.
—¿Sabes para qué quiere verme?
—Se han propuesto entrar de lleno en España, y necesitan un directivo
que organice la expansión del banco. A raíz de nuestro artículo en el
Süddeutsche han pensado que tú podrías ser el hombre que andan buscando.
Tomás relajó la presión de su mano sobre el auricular como si temiera
enmudecer aquella música celestial. Llevaba tres años como subdirector en el
Banco de Inversiones, y aspiraba a ascender bastantes peldaños más; quién sabe
si hasta el puesto de Joan Enric Colomet, del que se rumoreaban sus
posibilidades de dejar la dirección del banco para ascender a presidente del
consejo de administración. Ese interés por parte de un importante banco
extranjero le representaba un halago, al tiempo que significaba una oportunidad
para sus ilimitadas ambiciones.
—Te lo agradezco, Eva, pero estoy
satisfecho con mi puesto de subdirector de comunicación —dijo, valiéndose de esa
facilidad que concede el teléfono para camuflar las emociones.
—Ya es
tarde, Tomás. Le he prometido que acudirías. Hazlo por mí, al menos.
Se
fingió indeciso, como si sopesara los inconvenientes que podía reportarle la
cita.
—De acuerdo, Eva, iré —concedió al fin—. Pero sólo será para
hacerte quedar bien ante el tal Sontag.
—No sabes cuánto te lo
agradezco, Tomás.
Colgó el teléfono sintiéndose doblemente excitado. Por
una parte, le había parecido advertir un aire remotamente ofrendoso en la voz de
la periodista (tal vez había mandado a paseo a Jürgen Schneider). Pero lo que,
en definitiva, acababa de convulsionar todos sus órganos era la perspectiva de
ser fichado como número uno en España por un banco alemán.
El lunes
siguiente, sufrió una doble decepción al presentarse en la sucursal del
Bürgerlich. La recepcionista —una rubia malhumorada que puso cara de
estar demasiado ocupada para prestarle atención— le tendió un memorando, para
que lo rellenara con sus datos y especificara el motivo de la visita. Al subir
al despacho, en lugar del anunciado presidente Hans Dietrich Sontag, lo recibió
un individuo alto y flaco que se presentó como herr Gunter Fischer,
director de personal de la empresa matriz, el Bürgerlich Bank München.
—Le pido disculpas en nombre del señor Sontag. Por problemas de agenda,
se ha visto obligado a permanecer en Munich.
Tuvo que realizar un
esfuerzo para encubrir su indignación. ¡Menudo cretino debía de ser ese Sontag!
También su agenda echaba humo, y se había afanado en no faltar a la cita.
—Pase, por favor —el señor Fischer abrió una puerta forrada en cuero y
le invitó a sentarse en la primera silla de una reluciente mesa de reuniones—.
Como ya debió de contarle fraülein Meyerbeer, el banco trata de
seleccionar al hombre adecuado para que dirija la expansión de nuestra red
—depositó una carpeta de tapas negras en la cabecera, y se sentó—. A juzgar por
los indicios que nos han llegado al área de personal, usted reúne cualidades
para figurar entre los candidatos.
¡Una decepción, más! —la tercera—.
“Cualidades para figurar entre los candidatos” era una descripción que no
encajaba exactamente con sus expectativas para esa cita. El tal señor Fischer
merecía que se alzara de la silla y lo dejara plantado. Y si se contuvo fue por
Eva Meyerbeer, y también porque, en cualquier caso, no perdía nada por enterarse
de sus posibilidades para ser nombrado director de un banco alemán.
—Si
desea optar al cargo, deberá presentarnos la documentación que se detalla en la
solicitud —extrajo una hoja impresa de la carpeta—. El aspecto que más nos
interesa es el que concierne a su visión de futuro; queremos que escriba de puño
y letra qué haría usted exactamente si se le encomendara dirigir la expansión
del Bürgerlich por España. El currículum bancario no nos interesa tanto,
porque ya lo conocemos, aunque también deberá rellenarlo. Por cierto, nos consta
que lleva usted siete años en el Banco de Inversiones, ¿a qué se dedicaba antes?
Tomás Quelt decidió pasarse al alemán con el propósito de impresionar al
señor Fischer.
—Trabajé en la oficina de mi padre —pronunció, procurando
no denotar ningún acento—. Fue agente de cambio y bolsa, hasta que la reforma de
la ley lo obligó a constituirse en agencia de valores.
El director de
personal puso cara de satisfecho por la facilidad con que Tomás se empleaba en
el idioma de Goethe.
—¿Cómo fue que se metió en el banco? —preguntó
también en alemán.
—Mi padre traspasó la agencia a unos asesores de
inversiones norteamericanos. Los nuevos propietarios se trajeron su propio
plantel de ejecutivos, y no me interesó continuar como un simple comparsa.
El señor Fischer asintió con un movimiento de cabeza y señaló con el
dedo la lista de requisitos de la hoja de solicitud.
—La última prueba
consistirá en un test de personalidad.
Tomás examinó la hoja con el ceño
fruncido.
—No me diga que su decisión de nombrarme director general va a
depender de la imagen que me sugieran unas manchitas de tinta sobre un papel
blanco —su pretendido aire humorístico no camufló del todo cierta inquietud de
fondo. Jamás había soportado que hurgaran en su mente—. Le advierto que soy
bastante rebuscado si pongo a trabajar la imaginación.
El señor Fischer
sonrió con cierta indulgencia.
—Ya no usamos el test de Rorschach
—dijo—; es demasiado ambiguo. Lo que más nos interesa son sus proyectos —le
apuntó con el dedo—. Anote qué haría exactamente si se le encomendara la labor
de crear una red de sucursales, y le aseguro que el test va a ser lo de menos.
Abrió de nuevo la carpeta de tapas negras y extrajo el memorando que
Tomás había cumplimentado a requerimiento de la recepcionista.
—Me gusta
el tipo de escritura que emplea —sonrió con la vista concentrada en el papel—.
Esa caligrafía, toda mayúscula, en letra de imprenta, denota un carácter
minucioso y directo. Es usted un hombre calculador, ¿verdad? —lo miró como si
tratara de ver sus pensamientos—. Y adivino que no suele quedar encallado al
tomar decisiones.
Tomás cerró un instante los ojos, procurando camuflar
el placer que esos halagos proporcionaban a su enorme ego. Herr
Fischer le acercó la cara y añadió en voz baja:
—Le voy a dar una
información de primera mano. Tenemos más de veinte candidatos para el puesto y
es una incógnita cuál será del agrado del señor Sontag. Pero le anticipo que mi
veredicto va a decantarse a favor de usted.
—¿En serio? —dobló el
impreso de solicitud y se lo guardó en el bolsillo de la americana—. Nunca pensé
que una entrevista en el Süddeutsche pudiera acarrear tantas
consecuencias, señor Fischer.
El alemán movió negativamente la cabeza.
—Conocemos a fraülein Meyerbeer porque ha realizado varias
entrevistas para su periódico a herr Sontag. Pero no pensará que vamos a
escoger a todo un director general, sólo por un artículo de prensa.
—Por
supuesto; yo, al menos, no lo haría en su lugar.
—Debo reconocerle que,
a raíz del reportaje, el señor Sontag llamó a la señorita Meyerbeer para pedirle
su opinión acerca de usted, y la chica lo dejó muy bien. Pero, a fin de cuentas,
su trayectoria como subdirector de comunicación y, sobre todo, su excelente
dominio del alemán, son factores que le convierten en el candidato con más
posibilidades. La decisión del señor Sontag dependerá de lo que usted escriba en
el papel al explicarnos qué haría para situar al Bürgerlich en los
primeros lugares del ranking de bancos extranjeros.
—En ese aspecto, mis
ideas no pueden estar más claras, señor Fischer: abrir oficinas en puntos
estratégicos, especializarnos en grandes empresas y potenciar la banca a
domicilio vía internet... Y, especialmente, colocar a las personas adecuadas en
los puestos clave.
Al despedirse, el enjuto señor Fischer le acompañó
hasta el vestíbulo de los ascensores y descendió con él a la planta baja, donde
le dio el caluroso apretón de manos que se dirige a quien ya se da por embarcado
en la misma nave. Al salir echó un último vistazo a la rubia malhumorada de la
mesa de recepción, que apenas le dedicó un parco gesto de saludo.
En la
puerta de salida, Tomás Quelt tuvo la seguridad de que esa entrevista iba a
significar un cambio trascendental en la vida de algunas personas, empezando por
él mismo.