Mientras, una suerte de autobiografía ficcionada de evocaciones pastoriles
y costumbristas, con presencia, eso sí, del elemento musulmán, pero que el
lector, al menos éste, no acaba de acoplar a su lectura. No hay una solidez
argumental, los personajes tienen un punto inverosímil y la trama transita por
excesivos meandros hasta llegar a lo que realmente se nos había sugerido, los
entresijos del mayor atentado terrorista de la historia de España. Pero llegan
tarde y con un lector ya desfondado.
Hay ciertos acontecimientos de la
historia reciente que sirven a los novelistas para hacer su trabajo. Les dan el
material necesario para, con unas dosis de ficción según arte, armar novelas.
Pensemos en la reciente y admirable
Anatomía de un instante, de Javier
Cercas sobre el 23-F, o
El hombre del salto, de Don DeLillo, ambientada
en el atentado contra las Torres Gemelas (y el Pentágono) del 11 de septiembre
de 2001. Así como
Anatomía de un instante, a la manera del
Rashomon de Akira Kurosawa, disecciona un hecho desde todos los puntos de
vista posibles, arrinconando a la verdad hasta que no le quede más remedio que
aflorar, hay otros acercamientos a esos hechos históricos no tan expeditivos.
Don DeLillo, como comenta Juan Antonio González Fuentes en su
crítica para
Ojos de Papel, no se centra en explicar cómo fueron
aquellos sucesos, sino en “las consecuencias morales y existenciales” que
acarreó aquella arremetida terrorista. Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega,
1942) se atreve con el tema del 11M pero no busca esclarecer la verdad, como
Javier Cercas, ni tampoco se sumerge en análisis de tipo sociológico. El suyo es
un retrato más íntimo de dos tipos, Ángel y Martín, que se ven implicados, de
muy distinta manera, en la trama del 11M. Sin embargo, el autor deja para el
final los ingredientes netamente relacionados con aquella masacre, lo que podría
sorprender al lector desprevenido.
Porque el lector quizá esperaba un
thriller de tipo político, un meter la nariz en el escabroso y siniestro
mundo de las redes terroristas de la yihad, y se encuentra, en cambio, un
relato de tipo bucólico-campestre del tipo Herta Müller en En tierras
bajas, que le descoloca
La vida antes
de marzo arranca en una época futura, 2019, y el relato (que no la historia)
transcurre a bordo de un modernísimo tren de alta velocidad que recorre, sin
paradas, el trayecto Bagdad-Lisboa-Bagdad. En ese contexto, se encuentran Ángel
y Martín, dos hombres de origen común (Asturias) que traban contacto. Animados
por la ingesta de innumerables botellas de vino (el lector acaba poco menos que
borracho), se contarán mutuamente sus vidas. Al cabo de la conversación
descubren un íntimo y fundamental vínculo: son hermanos. Martín cuenta su vida
rural, las desavenencias con su padre (padre también de Ángel), sus escarceos
amorosos de los que él era triste testigo y da detalles de la vida de campo,
como los concursos de 'belleza' con vacas. También el trato con una comunidad
musulmana, en la que Martín mete el hocico hasta el punto de enamorarse de Ásal,
una guapa mora cuya relación será inviable.
Ángel, en la segunda parte
del libro, toma el relevo en este diálogo que no es sino la suma de dos
monólogos y, con la enésima botella de vino en su poder, relata el periplo que
le llevó a suministrar dinamita de la famosa Mina Conchita a unos islamistas
entre los que se encuentra Serhane el Tunecino (nombre real del personaje
retratado: uno de los 'cerebros' del atentado). Pero hasta entonces, Ángel se
detiene en el relato pormenorizado de sus andanzas con Menéndez y Listerín, los
líos con su padre, alias el Verraco, y sus cuitas y aventuras en la Asturias
profunda cuyo, interés, al igual que las de Martín, muy difícilmente se contagia
al lector.
Porque el lector quizá esperaba un
thriller de tipo
político, un meter la nariz en el escabroso y siniestro mundo de las redes
terroristas de la
yihad, y se encuentra, en cambio, un relato de tipo
bucólico-campestre del tipo
Herta Müller
en En tierras bajas, que le descoloca. Y si en la
Nobel Müller las evocaciones, si bien ásperas y excesivas, estáticas, eran de
notable calidad literaria, no podemos decir lo mismo de la impronta de Gutiérrez
Aragón. Primerizo en la novela, el cineasta se muestra algo cauto en el uso de
los recursos literarios y la prosa se resiente. Una falta de consistencia, unas
escenas que no acaban de empastar, una composición de cuadros que resultan
lejanos, fríos, componen el tejido principal de esta novela que, por estas y
otras razones, no llega al corazón del lector.
Otro punto discutible es el recurso
narrativo empleado por el autor, basado en el monólogo de ambos personajes.
Primero uno y luego otro, ambos cuentan con todo lujo de detalles cómo era su
vida antes de aquel marzo, pero resulta inverosímil el creer que tanto uno como
otro, ahítos de vino, además, logran escuchar y asumir toda esa carga
informativa
No obstante, Gutiérrez Aragón ha
tomado el toro literario por las cuerdas y salva con dignidad técnica esta su
primera entrega literaria. Sin embargo, como dijo el escritor cubano Pedro Juan
Gutiérrez, que publica también en Anagrama, aprender a escribir cuesta, y a él,
dice, le llevó cosa de treinta años. Y eso que gasta un estilo fresco, en
apariencia espontáneo, sin barroquismos. A este otro Gutiérrez, Gutiérrez
Aragón, se le asoma a veces el deje cineasta, la escritura de guión, que tiende
a la asepsia, y vemos párrafos como de acotación más que cinematográfica,
teatral:
“En el vagón se hace el silencio. Durante unos segundos, sólo
se oye el tintineo de las copas y las botellas vacías.
Clin, clin, clin,
clin.”
Otro punto discutible es el recurso narrativo empleado por el
autor, basado en el monólogo de ambos personajes. Primero uno y luego otro,
ambos cuentan con todo lujo de detalles cómo era su vida antes de aquel marzo,
pero resulta inverosímil el creer que tanto uno como otro, ahítos de vino,
además, logran escuchar y asumir toda esa carga informativa. Se entiende que la
acción de base si sitúe en un tren como homenaje o alusión a los trenes
tristemente defenestrados, pero resulta algo artificial ese relato de los hechos
tan poco coloquial, tan poco oral, que ponen en sus bocas los interlocutores; el
lector se ve obligado a hacer un extraño, forzado, pacto con el autor.
A
trancas y barrancas, el lector, éste lector, consigue ir tirando millas,
páginas, y se encuentra con que Ángel, el de tez morena, el álter ego de
Trashorras, está metido hasta las trancas en la trama terrorista del 11M. Pero,
claro, él sabe y no sabe; es un ser que podríamos llamar pusilánime, pero cuyas
motivaciones tampoco quedan claras, o al menos no produce empatía, es difícil
identificarse con él. Lo cierto es que, tal y como asegura el autor en los
elementos paratextuales del libro, “las referencias a los hechos y su
localización geográfica responden a la realidad”. Luego cita al periodista de
El País Pablo Ordaz, que hizo un estupendo seguimiento periodístico del
proceso judicial del 11M, y a Miguel de Campo, “mi orientador en Mieres”. Sin
embargo, como decimos, ese prurito diseccionador no parece uno de los fines del
novelista primerizo, como sí parece haber una motivación de recreación de unos
entornos rurales cercanos al universo personal del propio Gutiérrez Aragón.
Tampoco se entiende al personaje de Ángel, o las intenciones del autor para con
él. ¿Lo salva, lo condena? ¿Nos muestra las circunstancias que pueden justificar
una acción como aquella, esa colaboración con un grupo terrorista cuyas
consecuencias fueron tan funestas?
En cualquier caso, es difícil ver a
Trashorras, un tipejo dispuesto a venderse al mejor postor, que sabía, según se
probó, de las sangrientas intenciones de los receptores de la dinamita, en el
Ángel que retrata Gutiérrez Aragón, que es un tipo con ademanes de cosmopolita,
viajado, que se muestra atento con su interlocutor, experto catador de vinos de
Europa.
Al lector le queda la sensación de que el autor se ha propuesto
escribir una novela y que, en efecto, lo ha conseguido, pero queda un regusto
extraño ante las motivaciones que le llevaron a tan siempre delicada empresa. No
quedan claras y, a la postre, resulta una novela perfectamente
insípida.