Manuel Gutiérrez Aragón: <i>La vida antes de marzo</i> (Anagrama, 2009)

Manuel Gutiérrez Aragón: La vida antes de marzo (Anagrama, 2009)

    TÍTULO
La vida antes de marzo

    AUTOR
Manuel Gutiérrez Aragón

    EDITORIAL
Anagrama

    PREMIOS
Premio Herralde de Novela (XXVIIedición)

    OTROS DATOS
Barcelona, 2009. 285 páginas 18 €




Reseñas de libros/Ficción
Manuel Gutiérrez Aragón: La vida antes de marzo (Anagrama, 2009)
Por Eduardo Laporte, martes, 5 de enero de 2010
El editor Jorge Herralde, y el jurado del premio de novela que lleva su nombre, eligieron la ópera prima del cineasta cántabro Manuel Gutiérrez Aragón como la ganadora de la XXVII edición de este concurso. Un certamen otrora prestigioso, hoy bajo sospecha del mal que aqueja a buena parte de los concursos literarios españoles: el amaño previo. Gutiérrez Aragón traza en La vida antes de marzo un relato que no es exactamente una reconstrucción de la urdimbre de los atentados del 11 de marzo de 2004, sino la trayectoria vital de dos hermanos que se reencuentran en un futurista tren de 2019. Con el recuento de sus biografías, se narra la implicación de uno de ellos en el golpe del 11M, a través de este personaje que viene a ser un 'embellecido' José Emilio Suárez Trashorras, el suministrador de los explosivos a los terroristas que cometieron el atentado. Si bien el autor se basa en personas y hechos reales, la trama del 11M aparece como telón de fondo hasta el tramo final de la obra.
Mientras, una suerte de autobiografía ficcionada de evocaciones pastoriles y costumbristas, con presencia, eso sí, del elemento musulmán, pero que el lector, al menos éste, no acaba de acoplar a su lectura. No hay una solidez argumental, los personajes tienen un punto inverosímil y la trama transita por excesivos meandros hasta llegar a lo que realmente se nos había sugerido, los entresijos del mayor atentado terrorista de la historia de España. Pero llegan tarde y con un lector ya desfondado.

Hay ciertos acontecimientos de la historia reciente que sirven a los novelistas para hacer su trabajo. Les dan el material necesario para, con unas dosis de ficción según arte, armar novelas. Pensemos en la reciente y admirable Anatomía de un instante, de Javier Cercas sobre el 23-F, o El hombre del salto, de Don DeLillo, ambientada en el atentado contra las Torres Gemelas (y el Pentágono) del 11 de septiembre de 2001. Así como Anatomía de un instante, a la manera del Rashomon de Akira Kurosawa, disecciona un hecho desde todos los puntos de vista posibles, arrinconando a la verdad hasta que no le quede más remedio que aflorar, hay otros acercamientos a esos hechos históricos no tan expeditivos. Don DeLillo, como comenta Juan Antonio González Fuentes en su crítica para Ojos de Papel, no se centra en explicar cómo fueron aquellos sucesos, sino en “las consecuencias morales y existenciales” que acarreó aquella arremetida terrorista. Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, 1942) se atreve con el tema del 11M pero no busca esclarecer la verdad, como Javier Cercas, ni tampoco se sumerge en análisis de tipo sociológico. El suyo es un retrato más íntimo de dos tipos, Ángel y Martín, que se ven implicados, de muy distinta manera, en la trama del 11M. Sin embargo, el autor deja para el final los ingredientes netamente relacionados con aquella masacre, lo que podría sorprender al lector desprevenido.

Porque el lector quizá esperaba un thriller de tipo político, un meter la nariz en el escabroso y siniestro mundo de las redes terroristas de la yihad, y se encuentra, en cambio, un relato de tipo bucólico-campestre del tipo Herta Müller en En tierras bajas, que le descoloca

La vida antes de marzo arranca en una época futura, 2019, y el relato (que no la historia) transcurre a bordo de un modernísimo tren de alta velocidad que recorre, sin paradas, el trayecto Bagdad-Lisboa-Bagdad. En ese contexto, se encuentran Ángel y Martín, dos hombres de origen común (Asturias) que traban contacto. Animados por la ingesta de innumerables botellas de vino (el lector acaba poco menos que borracho), se contarán mutuamente sus vidas. Al cabo de la conversación descubren un íntimo y fundamental vínculo: son hermanos. Martín cuenta su vida rural, las desavenencias con su padre (padre también de Ángel), sus escarceos amorosos de los que él era triste testigo y da detalles de la vida de campo, como los concursos de 'belleza' con vacas. También el trato con una comunidad musulmana, en la que Martín mete el hocico hasta el punto de enamorarse de Ásal, una guapa mora cuya relación será inviable.

Ángel, en la segunda parte del libro, toma el relevo en este diálogo que no es sino la suma de dos monólogos y, con la enésima botella de vino en su poder, relata el periplo que le llevó a suministrar dinamita de la famosa Mina Conchita a unos islamistas entre los que se encuentra Serhane el Tunecino (nombre real del personaje retratado: uno de los 'cerebros' del atentado). Pero hasta entonces, Ángel se detiene en el relato pormenorizado de sus andanzas con Menéndez y Listerín, los líos con su padre, alias el Verraco, y sus cuitas y aventuras en la Asturias profunda cuyo, interés, al igual que las de Martín, muy difícilmente se contagia al lector.

Porque el lector quizá esperaba un thriller de tipo político, un meter la nariz en el escabroso y siniestro mundo de las redes terroristas de la yihad, y se encuentra, en cambio, un relato de tipo bucólico-campestre del tipo Herta Müller en En tierras bajas, que le descoloca. Y si en la Nobel Müller las evocaciones, si bien ásperas y excesivas, estáticas, eran de notable calidad literaria, no podemos decir lo mismo de la impronta de Gutiérrez Aragón. Primerizo en la novela, el cineasta se muestra algo cauto en el uso de los recursos literarios y la prosa se resiente. Una falta de consistencia, unas escenas que no acaban de empastar, una composición de cuadros que resultan lejanos, fríos, componen el tejido principal de esta novela que, por estas y otras razones, no llega al corazón del lector.

Otro punto discutible es el recurso narrativo empleado por el autor, basado en el monólogo de ambos personajes. Primero uno y luego otro, ambos cuentan con todo lujo de detalles cómo era su vida antes de aquel marzo, pero resulta inverosímil el creer que tanto uno como otro, ahítos de vino, además, logran escuchar y asumir toda esa carga informativa

No obstante, Gutiérrez Aragón ha tomado el toro literario por las cuerdas y salva con dignidad técnica esta su primera entrega literaria. Sin embargo, como dijo el escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez, que publica también en Anagrama, aprender a escribir cuesta, y a él, dice, le llevó cosa de treinta años. Y eso que gasta un estilo fresco, en apariencia espontáneo, sin barroquismos. A este otro Gutiérrez, Gutiérrez Aragón, se le asoma a veces el deje cineasta, la escritura de guión, que tiende a la asepsia, y vemos párrafos como de acotación más que cinematográfica, teatral:

“En el vagón se hace el silencio. Durante unos segundos, sólo se oye el tintineo de las copas y las botellas vacías. Clin, clin, clin, clin.”

Otro punto discutible es el recurso narrativo empleado por el autor, basado en el monólogo de ambos personajes. Primero uno y luego otro, ambos cuentan con todo lujo de detalles cómo era su vida antes de aquel marzo, pero resulta inverosímil el creer que tanto uno como otro, ahítos de vino, además, logran escuchar y asumir toda esa carga informativa. Se entiende que la acción de base si sitúe en un tren como homenaje o alusión a los trenes tristemente defenestrados, pero resulta algo artificial ese relato de los hechos tan poco coloquial, tan poco oral, que ponen en sus bocas los interlocutores; el lector se ve obligado a hacer un extraño, forzado, pacto con el autor.

A trancas y barrancas, el lector, éste lector, consigue ir tirando millas, páginas, y se encuentra con que Ángel, el de tez morena, el álter ego de Trashorras, está metido hasta las trancas en la trama terrorista del 11M. Pero, claro, él sabe y no sabe; es un ser que podríamos llamar pusilánime, pero cuyas motivaciones tampoco quedan claras, o al menos no produce empatía, es difícil identificarse con él. Lo cierto es que, tal y como asegura el autor en los elementos paratextuales del libro, “las referencias a los hechos y su localización geográfica responden a la realidad”. Luego cita al periodista de El País Pablo Ordaz, que hizo un estupendo seguimiento periodístico del proceso judicial del 11M, y a Miguel de Campo, “mi orientador en Mieres”. Sin embargo, como decimos, ese prurito diseccionador no parece uno de los fines del novelista primerizo, como sí parece haber una motivación de recreación de unos entornos rurales cercanos al universo personal del propio Gutiérrez Aragón. Tampoco se entiende al personaje de Ángel, o las intenciones del autor para con él. ¿Lo salva, lo condena? ¿Nos muestra las circunstancias que pueden justificar una acción como aquella, esa colaboración con un grupo terrorista cuyas consecuencias fueron tan funestas?

En cualquier caso, es difícil ver a Trashorras, un tipejo dispuesto a venderse al mejor postor, que sabía, según se probó, de las sangrientas intenciones de los receptores de la dinamita, en el Ángel que retrata Gutiérrez Aragón, que es un tipo con ademanes de cosmopolita, viajado, que se muestra atento con su interlocutor, experto catador de vinos de Europa.

Al lector le queda la sensación de que el autor se ha propuesto escribir una novela y que, en efecto, lo ha conseguido, pero queda un regusto extraño ante las motivaciones que le llevaron a tan siempre delicada empresa. No quedan claras y, a la postre, resulta una novela perfectamente insípida.