Y comenzó también a emerger un mundo nuevo con su propia geografía, su
propia economía, su nuevo reparto de poderes entre nuevas potencias. Tras la I
Guerra Mundial el comunismo fue una realidad con encarnación política y
territorial; el fascismo nació como su contrapeso violento; el capitalismo vivió
en 1929 su crisis más brutal hasta el momento... Un nuevo mundo luchaba por
consolidarse, por abrirse paso entre las humeantes ruinas de la más reciente
historia. El parto definitivo fue extremadamente violento: una nueva guerra
mundial apenas dos décadas después de la Primera, y con ella los campos de
concentración, el exterminio de los judíos, las bombas nucleares... La II Guerra
Mundial supuso la aparición de un nuevo orden mundial basado en la tensión
permanente entre dos superpotencias: la comunista URSS y los EEUU adalides del
capitalismo.
Los años posteriores, hasta la caída del muro de Berlín y
el derrumbe del gigante soviético y su sistema, fueron los de la Guerra Fría,
los del enfrentamiento permanente entre un modo de pensar y otro, guerra sorda,
callada..., que tenía lugar en distintas partes de un mapamundi que las dos
superpotencias se había dividido como un tablero de ajedrez, y donde pugnaban
por comerse piezas mutuamente, a la espera del definitivo y anhelado jaque mate.
Oriente y Occidente enfrentados en una sorda guerra de trincheras.
Este afán por adecuar los lenguajes
artísticos a la velocidad vertiginosa de la permanentemente cambiante realidad
es, sin duda ninguna, la principal característica del arte contemporáneo. Esta
tendencia, esta necesidad, en nuestros días sigue siendo una
constante
El estrepitoso derrumbe de la URSS
supuso el nacimiento de un nuevo orden mundial. Los EEUU aparecen así como la
única superpotencia del globo, la única con un ejército capaz de invadir
victoriosamente otro país en apenas unos días. Pero el nuevo orden mundial
también es el del despertar del gigante chino, y el del islamismo radical...
Ahora la guerra tiene mucho que ver con las acciones terroristas y con un choque
permanente entre los ricos del norte y los pobres del sur, entre las ciudades
llenas de riquezas del norte y los emigrantes muertos de hambre del sur, entre
el norte lleno de abundancia y el sur convertido cada día más en un desierto en
imparable crecimiento.
Este es un brevísimo pero creo que ajustado
acercamiento a la historia europea y mundial del siglo XX. Un siglo lleno de
cambios y transformaciones como ningún otro. Un siglo en el que los cambios
radicales acontecían en el rápido transcurrir de unas décadas, y no en la
lentitud casi paciente de varios siglos. Y cada cambio producido demandaba y
demanda un nuevo lenguaje artístico capaz de expresar con mayor precisión las
nuevas realidades históricas, sociales, políticas y culturales.
Los años
que siguieron a la Primera Guerra Mundial son los años de las Vanguardias hoy
históricas. El arte, es decir, la pintura, la literatura, la música..., tenía la
necesidad imperiosa de encontrar nuevos lenguajes, nuevas formas de expresión
que sirviesen para “expresar” (valga la redundancia) la realidad recién nacida.
A comienzos del siglo XX, por fijar una fecha, el arte más avanzado ya sabía que
los lenguajes decimonónicos no eran útiles, no eran precisos, para “hablar” del
nuevo mundo que se vivía. Los antiguos lenguajes no servían para expresar la
sociedad de consumo masivo que se estaba preparando, no eran precisos a la hora
de denominar lo que surgía con fenómenos como el maquinismo, los prodigiosos
avances tecnológicos, los incesantes descubrimientos científicos en todo tipo de
campos. No, había que “inventar” lenguajes nuevos, útiles, precisos para hablar
de submarinos, máquinas de escribir, cohetes, automóviles, ciudades con millones
de habitantes, marketing, el cine, consumismo, radio, televisión, aviones,
tanques... Este afán por adecuar los lenguajes artísticos a la velocidad
vertiginosa de la permanentemente cambiante realidad es, sin duda ninguna, la
principal característica del arte contemporáneo. Esta tendencia, esta necesidad,
en nuestros días sigue siendo una constante.
Alex Ross tiene el indudable mérito
de haber escrito un texto con todas las características básicas de los ensayos
científicos, pero no sólo legible para un lector de cultura mediana, sino que
estamos ante un libro muy bien escrito y por momentos de lectura sencillamente
apasionada y apasionante destinado casi, casi para cualquier lector cultivado e
interesado en la historia y el arte
Bien,
acercarnos a la historia del siglo XX a través de la evolución de su música
llamémosle de “vanguardia” es el reto que se planteó el joven crítico musical
norteamericano Alex Ross en su libro
El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a
través de su música (Seix Barral, Barcelona 2009, espléndida traducción de
Luis Gago). Reto que, tras el leer el libro sin casi apenas poder dejarlo, sólo
cabe subrayar jubilosamente que ha conseguido con creces, ofreciendo al público
lector un ensayo fascinante y muy asequible en su acercamiento a algo en
principio muy arduo y complejo, y sin muchos seguidores en nuestro país. El que
este libro vaya hoy en día por la tercera edición en español es algo ciertamente
sorprendente y quizá muy significativo sobre la salud de la cultura de calidad
en España.
Podría poner el punto final a este comentario en este preciso
instante. Ya está dicho todo, al menos todo lo realmente sustantivo. Ya sólo
cabe hacer algunas precisiones. Empecemos la tarea. Alex Ross tiene el indudable
mérito de haber escrito un ensayo preciso, lleno de información, de
bibliografía, de notas a pie de página..., un ensayo con todas las
características básicas de los ensayos científicos, pero no sólo legible para un
lector de cultura mediana, sino que estamos ante un libro muy bien escrito y por
momentos de lectura sencillamente apasionada y apasionante destinado casi, casi
para cualquier lector cultivado e interesado en la historia y el arte (el
capítulo dedicado a Jean Sibelius es desde todo punto de vista maravilloso).
Alex Ross ha estructurado su espléndido ensayo en tres partes atendiendo
a una lógica temporal típicamente de ensayo histórico: 1900-1933, 1933-1945 y
1945-2000. Pero esta división encierra a su vez otras que, organizada en
capítulos o en apartados, podríamos separar en dos grandes grupos: geografías y
biografías o personajes principales. La primera, recorriendo los periodos
cronológicos señalados, se centra principalmente en tres grandes áreas
geográficas de lo que llamaríamos a grosso modo el mundo de la civilización
occidental: Centroeuropa (en especial Francia, Alemania y Austria), la Unión
Soviética y los EEUU, estableciendo aquí un división entre la costa Este y la
Oeste, entre Nueva York y California.
El ruido eterno es, en
definitiva, un libro imprescindible para acercarse con ciencia y amenidad a la
historia de la música del siglo XX, y a mi juicio es también una lectura gozosa
y plenamente recomendable para cualquier lector interesado en la historia
general del arte y sus movimientos a lo largo de los últimos cien
años
La segunda es la que se detiene con
algún detalle en las composiciones y trayectorias de algunos músicos esenciales
para la “música seria” del siglo XX:
Schoenberg,
Richard
Strauss,
Stravinsky,
Sibelius, Britten, Berg, Ives,
Gershwin,
Shostakovich,
Prokofiev,
Pierre Boulez, Messiaen,
John
Cage, Copland,
Ligeti,
Feldman, Glass... Otro posible hilo conductor que recorre las casi 800 páginas
de este “Ruido Eterno” es el de los principales “avances” o aportaciones al
lenguaje musical de la centuria analizada. Me refiero, claro, al
dodecafonismo,
serialismo, música gestual, música de uso,
ópera,
neoclasicismo,
música
electrónica, minimalismo,
música
pop, jazz, bebop, free jazz, rock ‘n’
roll, la vanguardia de los Sesenta, música para el cine, etc, etc...
¿Es
imprescindible tener conocimientos musicales para leer este trabajo?
Rotundamente no. ¿Es necesario ser aficionado a la música seria? No es
necesario, pero a todas luces el lector aficionado a la historia de la música y
con conocimientos generales de historia de los siglos XIX y XX le va a sacar
mucho más partido a estas páginas y va a disfrutar infinitamente más con ellas.
Es evidente que si en el libro se habla de las sinfonías de Shostakovich, de las
óperas de Richard Strauss, del
Wozzeck
de Alban Berg, o de las melodías de Duke Ellington o
los
sonidos
de John Coltrane, y uno no sólo sabe contextualizar esos
sonidos y personajes, sino que además tiene esa música registrada en el archivo
sonoro de su memoria, el rendimiento y placer que va a obtener de la lectura se
incrementará de forma exponencial.
El ruido eterno es, en
definitiva, un libro imprescindible para acercarse con ciencia y amenidad a la
historia de la música del siglo XX, y a mi juicio es también una lectura gozosa
y plenamente recomendable para cualquier lector interesado en la historia
general del arte y sus movimientos a lo largo de los últimos cien años. Una
lectura maravillosa, gozosa..., un compendio espléndido de alta cultura
asequible, un pozo casi sin fondo de conocimientos transmitidos con amenidad y
gran sentido literario. Una verdadera gozada!!!