El personaje ha leído, tiene algunos estudios, pero sobre todo tiene 
gramática parda, mucha labia y mucha gracia, la gracia de estar dotado. Porque 
eso es lo que hay en la novela de Luis Landero: el verbo y cantidades desiguales 
de amargura, de tristeza, de humor, de ternura. Y de picardía. ¿Qué más se puede 
pedir? Que esté bien escrita. Y lo está, por supuesto, con una prosa que no 
decae, pero también con una sintaxis que evita los aspavientos, las pirotecnias 
verbales. En todo caso, esa escritura templada se la debemos al narrador, a ese 
tipo que se expresa en primera persona y cuya cháchara tiene momentos de 
elocuencia, momentos de cursilería o momentos de gran ironía. 
En la 
novela hay pasajes tristes, propios de una existencia fracasada: como en 
realidad son todas las vidas, siempre amenazadas por la muerte. Hay momentos 
jocundos, situaciones descacharrantes y simpáticas que ocurren cada día, en el 
discurrir familiar o en el entorno extraordinario. Hay personajes hilarantes, 
gentes que hablan severamente sin ser conscientes de lo ordinario, de lo cómico. 
Hay circunstancias mediocres, en Chamberí o en la Antártida: en el barrio del 
protagonista o en ese destino frío y aventurero, sueño incontinente del 
narrador. La novela es el relato de ese tipo que dice contar su vida, que dice 
recordar hechos de los que ha sido héroe o testigo: un narrador que discursea, 
que sermonea, que alecciona, que saca consecuencias y moralejas de los episodios 
que enumera. 
En las novelas de Landero lo 
corriente siempre tiene su contrapunto: la aventura soñada o fantaseada, el 
paraje distante con el que se sueña, la gesta que nos arranque de la 
mediocridad. Y aquí se oyen los ecos de Julio Verne o Joseph Conrad, entre 
otros. O se oyen otra vez las prédicas y los ensueños de los pícaros, los 
herederos de Lázaro de Tormes
¿Podemos creer 
lo que nos cuenta? ¿Qué crédito podemos dispensar a quien habla con tanta 
fantasía, con ese pico? Al recordar, los humanos tendemos a mejorarnos o a 
empeorarnos, a agrandar lo que nos pasó para así hacernos protagonistas. 
Nuestras rememoraciones son poco fiables. Pues bien, insisto, ¿por qué hemos de 
confiar en ese yo que parece contarlo todo con impudicia y sin reparos? 
Aceptémosle algo, suspendamos nuestra incredulidad. Así empieza toda novela de 
la que salimos bien parados: con ese acto de confidencia. Con sus ardides y 
artificios, el autor vence la desconfianza de los destinatarios: éstos le 
tolerarán una historia que no les concierne, un asunto que parece poco creíble, 
un relato que saben que es inventado. Inventado por el escritor, pero no por el 
narrador: al narrador le exigimos que sea coherente, que nos diga la verdad. Una 
vez instalados en la ficción, la verdad también existe, como nos advertía 
Umberto Eco en 
Seis paseos por los bosques narrativos. O lo contrario: 
una vez instalados en la ficción, la mentira ornamental de un narrador embustero 
también es posible. 
En las obras de Landero, la picaresca está siempre 
presente: el 
Lazarillo, el
 Buscón. En la novela picaresca, un 
individuo cuenta sus días, los numerosos lances en los que se ha visto envuelto, 
los coscorrones que la ha dado la vida. También en el 
Retrato de un hombre 
inmaduro. El narrador-protagonista, un tipo humilde y ya encallecido, se 
adorna y se justifica, dice extraer enseñanzas, muestra el temple moral de sus 
contemporáneos, hace frente al pudor. Como en la tradición del 
Lazarillo. 
Pero en la novela picaresca el lector siempre tiene la impresión de estar ante 
un narrador poco fiable (como nos advirtió Francisco Rico). Escribe su 
autobiografía, sí; la detalla en múltiples episodios, sí; pero debemos tener 
cautela ante la verborrea. También en la novela de Landero. La precisión de los 
datos que se aportan es tal que bien podemos tomarlos como un refuerzo de lo 
verosímil. ¿Qué hacer? 
Quizá decirnos algo así como: amable lector, 
estás a punto de empezar a leer la historia que alguien te cuenta; admítele al 
menos lo básico para poder situarnos, para saber cuándo y dónde narra. Estamos 
en 2007: eso hemos de inferir por los datos que nos proporciona. Estamos en un 
hospital y, por lo que él mismo precisa, su salud está arruinada. No espera ya 
gran cosa de la vida, hemos de suponer. Por ello, puede hablar sin cortapisas, 
sin censuras morales o personales. Tiene a una dama como 
partenaire. Y lo 
que nos relata es una existencia ordinaria: la de un minorista de Chamberí que 
regenta una papelería, alguien que fue botones en un hotel, alguien que trabajó 
en las oficinas de una empresa de componentes metálicos, alguien que cursó dos 
años de periodismo, que ejerció de reportero durante diez años y que, 
finalmente, acabó casándose con Inmaculada, la heredera de dicho comercio. Bien 
mirado, ese avatar parece un episodio galdosiano: como los vividos por aquellos 
horteras y tenderos imaginados por don Benito. Pero en las novelas de 
Landero lo corriente siempre tiene su contrapunto: la aventura soñada o 
fantaseada, el paraje distante con el que se sueña, la gesta que nos arranque de 
la mediocridad. Y aquí se oyen los ecos de Julio Verne o Joseph Conrad, entre 
otros. O se oyen otra vez las prédicas y los ensueños de los pícaros, los 
herederos de Lázaro de Tormes. 
En esta novela, un yo que parece 
dialogar con una dama muda en realidad monologa. Es un yo alborotado que se 
quiere modesto pero que a poco que pueda fantasea. Fantasea con lo imposible 
(...) No sólo narra. Filosofa y divaga, con sabiduría corriente y con 
melancolía, con resignación y con humor. Es un individuo de temperamento 
ciclotímico
En 
Retrato de un hombre 
inmaduro leemos las palabras de ese persuasivo charlatán, de ese individuo 
zumbón y triste que unas veces aspira a la virtud y otras al coraje, al amor. Es 
un tipo que se explica y que explica sus objetivos. Así, sin ir más lejos, “ser 
bueno, íntegro, valiente, comprometido con mi tiempo”. Vamos: “un hombre 
ejemplar”. Incluso: un creyente piadoso. “¿Y si me refugiara en Dios?”, se llega 
a decir. O, más adelante, lo contrario: ¿y si me convierto en “un hombre sin 
virtudes, un yermo donde no crecen malas hierbas, es cierto, pero tampoco la más 
humilde flor”? ¿Una contradicción? No exactamente: son mudas de la identidad que 
se va forjando a golpe de realidad o de ensoñación. Como le ocurre al personaje 
de Cervantes: unas veces como caballero extravagante y otras como escudero 
razonable; unas veces con “un poco de poesía o de locura” y otras con seso o 
picardía. Como Florentino, uno de los personajes con quienes frecuenta: que 
imaginaba ser un cazador de fieras en África, dispuesto a “dirigir safaris y 
enamorar a la chica rica y guapa de la expedición”. La identidad mudable no es 
obstáculo: “o marino, o mercenario, o detective, o gánster, o pastor 
trashumante…”. En efecto, “si no consigues ser tú mismo, sé otro cualquiera, qué 
más da”, se dice con felicidad. Invéntate. 
Le gusta expresarse con 
coherencia. Ahora bien, habla tanto que, inevitablemente, introduce desahogos 
sentimentales y digresiones salaces, pero también atajos narrativos que lo 
alejan. “Pero ¿por dónde iba?, ¿a cuento de qué he traído yo esto?”, se lamenta 
en alguna ocasión. Siempre le pasa igual, leemos páginas después. No sabe –no 
sabemos-- a santo de qué aparece este o aquel personaje y eso le rompe el hilo 
de su relato personal. “Bueno, supongo que porque así es mi vida, porque voy y 
vengo y no sustancio nada”, se dice. ¿Significa esto que la digresión es el 
calco de su propia existencia, un salto de mata, una constante bifurcación? Algo 
de eso hay, desde luego. “Ya he vuelto a perder el hilo de la historia”, añade 
páginas después. “Bueno, si es que esto es una historia”, apostilla. O puede que 
todo se deba a la memoria, a la mala memoria. Con la excusa de no recordar bien, 
uno siempre puede mejorarse. “¿Por dónde seguir en esta aldea en ruinas que es 
la memoria al cabo de los años?” 
Parece muy severo consigo mismo, ¿no es 
cierto? En realidad, es muy condescendiente. Siempre encuentra disculpas. 
Siempre se demuestra clemencia. Aprovecha su capacidad narrativa para 
justificarse, para legitimarse, para discursear. En general, quien habla y habla 
sin parar cree tapar huecos, vacíos; cree rellenar lagunas y carencias; o cree 
tapar embustes y fracasos. El sermón inacabable es un 
bla-bla-bla que 
disuade toda interpelación. La facundia interminable impide toda objeción. El 
personaje de Landero es un charlatán, cierto, pero no es tosco. Sabe, por 
ejemplo, que posee el don de la palabra eficaz, que puede encandilar. ¿Cómo? Con 
un relato, con un torrente verbal. Él aprendió bien jovencito esta lección. Si 
estoy en un aprieto, si me sorprenden, si me descubre aquella persona, ¿qué 
hago?, se pregunta siendo un muchacho. “Cuéntale una historia”, le dice Tur, el 
señor Tur. “Y aprende ya de paso que, en las relaciones humanas, casi todas las 
cosas se arreglan con historias. Una historia es el único refugio digno de la 
mentira”, sentencia. Tur es uno de sus maestros en el arte del embuste. O, si se 
quiere, en el arte de la ficción convincente, verosímil. Cuenta, desvía, añade, 
divaga. 
Si uno es o se vive como impostor y 
si uno es o se vive como fracasado, la angustia resulta insoportable: como 
también resulta insoportable la persecución a que uno mismo se somete. Una vez 
cometido el error del embuste o de la omnipotencia, la vida es una sucesión 
frenética de episodios de superación o de 
perdición
Cuando el narrador se da cuenta del 
exceso, pide disculpas para regresar a la materia central. ¿Materia central? En 
esta novela, un yo que parece dialogar con una dama muda en realidad monologa. 
Es un yo alborotado que se quiere modesto pero que a poco que pueda fantasea. 
Fantasea con lo imposible: con irse a la Antártida o con llevar una existencia 
tranquila y reconciliada en su barrio de siempre, ese Chamberí del que procede. 
Mientras tanto, tira del hilo, del hilo conductor, y con caídas y entusiasmos 
nos detalla su vida. O eso dice. No sólo narra. Filosofa y divaga, con sabiduría 
corriente y con melancolía, con resignación y con humor. Es un individuo de 
temperamento ciclotímico. Las cosas que le pasan le producen efectos diversos, 
según el estado de ánimo. 
Así, a veces, lo adivinamos corajudo y 
vehemente, para dos páginas después verlo melancólico, incluso abúlico. En unas 
ocasiones se siente fuerte y obstinado; y en otras simplemente se culpa, se 
persigue, se lacera. Cada uno de esos episodios que relata son partes de su vida 
en las que intervienen numerosos personajes con los que tiene trato. Sus 
descripciones son minuciosas y nada crueles. Es un narrador generalmente muy 
prudente. O parece serlo. Incluso cuando se exalta o cuando está alicaído. No 
demuestra, pues, orgullo luciferino. Tal vez porque no se fía de la condición 
humana, tan embustera: empezando por la suya. No se fía de sí mismo, digo. 
Hagamos un poco de psicoanálisis salvaje con este tipo. Para ello, nada 
mejor que echar un vistazo a nosotros mismos, los lectores, sus lectores. Es 
posible que muchos hayamos podido experimentar lo que el narrador de esta novela 
nos cuenta. Hay momentos de la vida en que uno tiene la impresión de ser un 
impostor. Hemos llevado demasiado lejos una pequeña mentira, la que decimos a 
otro o la que nos decimos a nosotros mismos. Hemos creado una falsa base y sobre 
ese endeble firme hemos de mantenernos. Durante un tiempo, que puede ser toda la 
vida, la mentira no se desvela. De hecho, tal vez nunca se desvele. 
Sobrevivimos, pues. Pero puede ocurrir que la vivencia impostora crezca y crezca 
hasta asfixiarnos. Entonces, cualquiera de nosotros se sentirá atrapado en el 
mundo de ficciones que hemos creado. Es un instante de crisis: no parece haber 
vuelta atrás. El embaucador ha agrandado lo dicho, lo inventado, para que no se 
desmorone el castillo levantado sobre ese embuste inicial. ¿Consecuencia? La 
angustia y el vértigo. 
Las relaciones no pueden 
prolongarse: sólo lo que duran esa mentira o ese espejismo. Por ello, el 
inmaduro cambia de amistades, cambia de relaciones, creyendo quizá que todo 
puede comenzar de nuevo; creyendo que no volverá a incurrir en los mismos 
errores
O tal vez lo que cualquiera de 
nosotros experimenta no es exactamente el efecto de una mentira. Tal vez hemos 
fantaseado con metas alcanzables, con objetivos practicables, y de repente 
descubrimos que somos inconsistentes e inconsecuentes. No es raro que los niños, 
tan objetivamente frágiles, confíen en la omnipotencia. Todo está al alcance de 
su mano; todo es realizable. Se saben el centro del mundo, de su propio mundo, y 
todo les pertenece, o eso creen. Justamente por ello, se aventuran más allá de 
sus posibilidades reales. Viven en una especie de delirio que no les permite 
distinguir la exactitud de sus límites. El niño crece y, si madura, conseguirá 
frustrarse correctamente: admitiendo sus límites, aceptando sus fracasos y 
viviendo con humor, con menor gravedad, lo que en principio parecía grandioso, 
enorme, decisivo, inapelable. Casi todo se puede demorar y para pocas cosas 
somos diestros. Pero eso para lo que somos duchos también puede angustiarnos. 
Por ejemplo, cuando reaparece la omnipotencia: justamente porque sabemos hacer 
ciertas cosas; precisamente porque conocemos nuestra habilidad o excelencia, nos 
dejamos llevar por un frenético activismo, por la fértil imaginación de la 
inmadurez. 
La novela de Luis Landero es la historia de un inmaduro de 
sesenta y tantos años, un tipo que declara tener “mis sesenta ya corridos”. En 
efecto, el protagonista es un individuo que se ve aquejado por los males que he 
descrito: la invención personal, que da lugar a la representación, a la 
impostura; y la omnipotencia, la fantasía creadora, que da lugar al exceso, al 
fracaso. Si uno es o se vive como impostor y si uno es o se vive como fracasado, 
la angustia resulta insoportable: como también resulta insoportable la 
persecución a que uno mismo se somete. Una vez cometido el error del embuste o 
de la omnipotencia, la vida es una sucesión frenética de episodios de superación 
o de perdición. Las relaciones no pueden prolongarse: sólo lo que duran esa 
mentira o ese espejismo. Por ello, el inmaduro cambia de amistades, cambia de 
relaciones, creyendo quizá que todo puede comenzar de nuevo; creyendo que no 
volverá a incurrir en los mismos errores. Pero suele ser otra cosa la que 
comúnmente ocurre: la compulsión repetitiva. La fantasía o la omnipotencia 
reaparecen con los nuevos amigos y conocidos. Ahora bien, dicho esto, quítenle 
gravedad a la cosa. El humor, en Landero, nos salva: asistimos gratis al 
espectáculo de los demás: “a la mierda el yo y sus circunstancias”. 
La 
novela es un género inclusivo: lo admite prácticamente todo. Desde la narración 
hasta el diálogo, pasando por la transcripción documental; desde el estilo 
directo hasta el estilo indirecto, pasando por el estilo indirecto libre; desde 
la prosa hasta la poesía, pasando por la fotografía, por la reproducción de 
imágenes; en fin, desde la confesión hasta el informe técnico y pericial, 
pasando por la obscenidad o el exhibicionismo. Salvo las fotografías, en 
Retrato de un hombre inmaduro hay prácticamente de todo: un repertorio de 
arbitrios. Pero en esta obra hay sobre todo un recurso fundamental: el verbo, el 
hecho de contar, la felicidad de inventar. ¿Inventar? ¿Quién? ¿El narrador o el 
escritor? Ah, ustedes verán.