Y el segundo es el que se refiere a los casos de secesión en los que la
constitución de los nuevos Estados es el resultado de la desmembración de las
viejas naciones, lo que conlleva la aparición de barreras comerciales donde
antes no existían, dando lugar al que llamamos
efecto frontera. Este
concepto —que fue acuñado por los profesores McCallum y Helliwell en Canadá, a
raíz de sus estudios sobre las consecuencias económicas de una eventual
independencia de Quebec— se refiere a los costes que, para comerciar, se derivan
de la existencia de fronteras y que se manifiestan en el hecho de que el
intercambio de mercancías y servicios es mucho más fácil en el interior de cada
país que con el exterior, aun cuando no existan aranceles. Este efecto frontera
refleja así la idiosincrasia común de las regiones interiores de cada nación, a
la vez que su diferenciación con respecto a los demás países, lo que hace que la
intensidad de los intercambios internos sea muy superior a la de los exteriores.
Su papel es, por tanto, el mismo que ejercen los aranceles, de manera que actúa
como un poderoso mecanismo de protección.
Pues bien, este mecanismo de
protección, según han mostrado los acontecimientos, puede reducirse
drásticamente e incluso llegar a desaparecer cuando la secesión irrumpe como un
fenómeno políticamente traumático que destruye la base común de algunos países.
Concretamente, los estudios que se realizaron acerca de las viejas repúblicas
soviéticas, de Yugoslavia o de Checoslovaquia, a raíz de su escisión, señalan
que el efecto frontera registró una caída de entre tres y cinco veces, dando
lugar así a una fuerte disminución de los intercambios y, por ende, del Producto
Interior Bruto. Dicho en otros términos, los procesos de secesión dieron lugar a
la aparición de fronteras económicas donde anteriormente no existían,
erigiéndose así las mismas barreras que anteriormente sólo operaban con respecto
a los mercados exteriores.
La secesión de Cataluña.
En Cataluña la idea de la secesión, aunque cultivada durante mucho
tiempo por el nacionalismo, no ha tenido una plasmación real en la política
práctica hasta muy recientemente cuando, con ocasión del proceso de aprobación
de su nuevo Estatuto de Autonomía en 2006, los partidos nacionalistas dieron un
giro a sus reclamaciones de autogobierno para exigir la independencia. Fruto de
ello han sido los refrendos informales convocados, por el momento, en 167
municipios catalanes para solicitar un pronunciamiento directo acerca de ese
asunto —con resultados ciertamente mediocres, a pesar de su manipulación al
haberse admitido el voto de los menores de edad y de los extranjeros residentes,
pues ni siquiera una cuarta parte de los ciudadanos se ha manifestado favorable
a la independencia—.
Pero, más allá del planteamiento político
secesionista, nos interesa destacar aquí que también ha habido, en este asunto,
una argumentación económica cuyo mejor exponente se encuentra en el reputado
académico Xavier Sala i Martín. En ella se acude básicamente al argumento
referido al tamaño de las naciones, rechazándose la importancia del efecto
frontera y, por tanto, de las relaciones comerciales preferentes dentro del
ámbito nacional español. Sala i Martín, primero en una
conferencia que
pronunció en Omnium Cultural en 1998, y más tarde en otra
organizada en 2001 por la
Fundació
Catalunya Oberta, lo expresó muy claramente: «la evolución
de la economía mundial hace que el beneficio de formar parte de un Estado como
el español se esté desvaneciendo rápidamente … ya que, en un mundo sin
proteccionismo económico, los mercados y la dependencia política son dos cosas
totalmente independientes». Sin embargo, es justamente la cuestión del efecto
frontera la que más interesa, pues al menos en el corto y el medio plazo, como
más adelante se verá, sus consecuencias, en el caso de secesión, pueden llegar a
ser devastadoras. Sala i Martín lo admite de manera implícita cuando señala que
«si la Unión Europea garantizara que una Cataluña independiente no tendría
ningún problema para seguir siendo miembro de la Unión, el proceso de
independencia sería más sencillo y, sobre todo, más deseable». Y también lo han
visto así los promotores de los refrendos independentistas cuando, al pedir el
pronunciamiento de los electores, se alude al marco europeo y se pregunta:
«¿Quiere que la nación catalana se convierta en un Estado de derecho,
independiente, democrático y social, integrado en la Unión Europea?».
Es
evidente que los nacionalistas catalanes, como anteriormente hicieron los vascos
con ocasión de la discusión del
Plan Ibarretxe, tal como he mostrado en
mi libro sobre la
Economía
de la Secesión, fían la viabilidad de su proyecto
independentista a la estabilidad que, para las relaciones económicas y
comerciales, proporcionaría la permanencia de las regiones segregadas de España
dentro de la Unión Europea, pues en tal caso no existiría, con la secesión,
ningún cambio institucional que pudiera afectarlas. Pero este supuesto es muy
poco realista debido a que la UE está integrada por los Estados que, en el curso
de su formación, se han ido adhiriendo a ella y que, previamente, han sido
aceptados unánimemente por todos sus miembros. Además, sus tratados
constitutivos no contemplan la posibilidad de que cualquiera de los territorios
que forman parte de los Estados miembros pueda separase de ellos, con lo que el
Estado que surgiera de una operación de este tipo quedaría apartado de la UE,
tal como ocurrió en el caso de Argelia cuando, en 1962, accedió a su
independencia.
Por consiguiente, si Cataluña o cualquier otra región
europea se constituyera en un Estado independiente y quisiera formar parte de la
UE, entonces tendría que negociar su adhesión y cumplir los requisitos que la
Unión exige a sus miembros. Y lo mismo puede señalarse con respecto a la Unión
Monetaria Europea, donde la integración es aún más exigente. Ello significa que
ese nuevo Estado tendría que asumir un largo proceso de negociación que, en
ningún caso, podría durar menos de cinco años y que, muy probablemente, siempre
que hubiera la requerida voluntad política en todas las partes, sería superior a
una década.
En estas condiciones, la parición de fronteras sería
inevitable y, con ellas, surgirían las trabas al comercio de bienes y servicios,
a la movilidad de los capitales y también a la de las personas, con los costes
que todo ello conlleva para la economía. De tales costes, sin duda, los más
relevantes son los referidos a las transacciones comerciales, por lo que a
continuación me referiré a ellos.
El coste de las fronteras para
Cataluña. Cataluña es una región estrechamente vinculada al mercado
nacional español y al mercado común europeo. Así, en 2008, según datos del
Institut d’Estadística de Catalunya (Idescat), sus exportaciones —que
sumaron un total de 150.050 millones de euros, lo que equivale al 69,2 por 100
del PIB regional— se orientaron en un 56,4 por 100 hacia las demás regiones
españolas, en un 23,9 por 100 a los otros países de la Unión Europea y en sólo
un 19,7 por 100 al resto de los mercados mundiales. En cuanto a las
importaciones catalanas —cuyo valor fue de 143.346 millones de euros (66,1 por
100 del PIB)— se puede señalar que su procedencia fue en un 43,9 por 100 del
resto de España, en otro 31,5 por 100 de los países comunitarios y en un 24,6
por 100 del resto del mundo. Estas cifras señalan que Cataluña obtiene
actualmente un superávit comercial equivalente al 3,1 por 100 del PIB. Sin
embargo, no debe obviarse que esta cómoda posición comercial es el resultado de
un importante superávit en las relaciones con el resto de España —que equivale
al 10,0 por 100 del PIB
— y de sendos
déficits en los intercambios con los países de la UE y del resto del mundo —que
se cifran, respectivamente en el –4,3 y –2,6 por 100 del PIB—.
En esta
situación, la aparición de fronteras entre Cataluña y las demás regiones
españolas, así como con los países comunitarios, fruto de su secesión, tendrá
que tener, necesariamente, alguna repercusión sobre sus intercambios
comerciales. En efecto, la constitución de una frontera implica, por una parte,
la aplicación de los aranceles protectores del mercado interior europeo —en
nuestro caso, la
Tarifa Exterior Común que, dada la estructura del
comercio exterior de Cataluña, supone una carga del 5,7 por 100 sobre los
precios de sus exportaciones y, supuesto un tratamiento reciproco, del 4,9 por
100 para sus importaciones—. Por otra, existen costes de transacción derivados
de la tramitación aduanera de las operaciones comerciales, la inspección de las
mercancías, la obtención de licencias, el riesgo del tipo de cambio —dado que
Cataluña, al quedar fuera del área del euro, seguramente adoptaría una divisa
propia— y otros elementos; unos costes que, siguiendo las evaluaciones de la
OCDE para los países desarrollados, se pueden estimar en una carga equivalente
sobre los precios del 13 por 100. Y a ello se le añadiría un descenso importante
de la intensidad de los intercambios con España al caer el
efecto
frontera al que antes he aludido. Esto último es difícil de valorar, pero si
se tiene en cuenta la experiencia internacional ya referida, podría aceptarse la
hipótesis de que, como mínimo, ese efecto se reduciría a la mitad, con lo que la
intensidad de tales transacciones pasaría de 22 a 11 veces, lo que resulta
equivalente al efecto de un arancel adicional del 26 por 100.
Con estas
previsiones, se puede conjeturar que las exportaciones catalanas al resto de
España experimentarán un aumento de precios del 44,7 por 100; y las que se
orientaran a los países comunitarios, del 18,7 por 100. En el caso de las
importaciones, esos incrementos serán del 43,9 y el 17,9 por 100,
respectivamente. Pues bien, si se tiene en cuenta la sensibilidad de la demanda
a los precios, los cálculos correspondientes —
sobre
cuyo detalle me he extendido en otro lugar--
conducen a estimar que la reducción de las exportaciones de Cataluña hacia
España alcanzará una cifra de 49.209 millones de euros; y hacia los demás países
de la Unión Europea, de otros 8.730 millones. Ello hace un total equivalente al
26,7 por 100 del PIB actual de la región, con lo que el efecto de la secesión a
medio plazo será una importante caída del producto real y, por tanto, un
empobrecimiento de su población. De esta manera, el PIB
per capita de los
catalanes pasará, con la independencia, de los actuales 29.457 euros anuales a
21.592, una cantidad ésta inferior a la media española —que es de 24.020 €—.
Cataluña dejará de ser, entonces, una de las regiones punteras de España para
pasar a ser un país independiente cuya renta por habitante será similar a la de
Grecia, Eslovenia o Chipre.
Y si se trasladan estas estimaciones al
cálculo de los saldos exteriores, se llega a la conclusión de que el déficit
comercial de Cataluña con los países de la UE y con el resto del mundo ya no
podrá compensarse con un superávit con respecto a España. En efecto, con la
independencia todos los saldos se volverán negativos: –10.864 millones de € con
España, –13.136 millones de € con los demás países de la Unión Europea y los
actuales –5.813 millones de € con el resto del mundo. En total un déficit en el
comercio de bienes y servicios de –29.813 millones de € que equivaldrán al 18,8
por 100 del PIB de Cataluña, una vez descontada la caída de la producción antes
mencionada. En definitiva, Cataluña puede pasar a ser la nación independiente
más deficitaria del mundo, siempre que encuentre algún país o países que asuman
el riesgo de financiar una cifra semejante, literalmente insostenible, pues, si
no es así, entonces la crisis de la economía catalana será aún más profunda que
la ya descrita y los habitantes de Cataluña se empobrecerán aún más de lo que se
ha señalado.
El Estado catalán. La independencia nacional
implica la necesidad de constituir un Estado y desarrollar las competencias que
le son propias, tanto las clásicas —administración de justicia, defensa, obras
públicas y relaciones internacionales— como las vinculadas a la preservación de
bienestar —educación, seguridad social, asistencia a los desfavorecidos y
prestaciones de desempleo—, así como las relacionadas con la intervención en
ciertos ámbitos de la economía sujetos a fallos del mercado. Para el
nacionalismo catalán la creación de un Estado propio se vincula a la cuestión de
la balanza fiscal, de manera que el déficit que ésta presenta con respecto al
resto de España —que, en palabras de Sala i Martín, se califica de «exagerado»—
se verá automáticamente corregido y los catalanes podrán disponer para sí mismos
de los correspondientes recursos. Sala i Martín lo señala con nitidez: «Cataluña
podría dedicar entre el 8 y el 10 por 100 de su PIB, que ahora paga en concepto
de déficit fiscal, a hacer infraestructuras y al gasto social para los
catalanes», y ello tendría como consecuencia que «nuestros empresarios verían
que sus beneficios serían muy superiores, … nuestros trabajadores verían que sus
salarios serían de los más altos de Europa … (y) nuestros consumidores verían
que su poder adquisitivo podría haber sido un 70 por 100 más elevado que el
actual».
Esta visión idílica —que tiene un fondo de razón, pues es
cierto que el déficit fiscal existe y que su cuantía, según sea la metodología
empleada para su cálculo, se desenvuelve entre el 6,5 y el 8,7 por 100 del PIB
regional, de acuerdo con las
estimaciones
publicadas oficialmente por el Gobierno español— debe ser sometida al escrutinio de la aritmética de los
números. Partiendo de esas estimaciones —que se refieren al año 2005— se puede
establecer que, en el caso más favorable, los recursos que los catalanes ponen
para financiar las funciones del Estado se elevan a 46.323 millones de €. De
ellos, 32.483 corresponden a las cotizaciones sociales y el resto —13.840
millones— a impuestos estatales que no revierten en Cataluña. Lógicamente, para
establecer el balance de los recursos financieros que el Gobierno de Cataluña
tendría a su disposición en el caso de la independencia, a las cifras anteriores
habría que sumar los 21.517 millones de € que actualmente constituyen la
financiación autonómica. En total, por tanto el nuevo Estado catalán podría
disponer, según este balance, de 67.480 millones de euros.
Veamos ahora
los gastos. Por una parte, las prestaciones sociales, principalmente las
pensiones y los subsidios de enfermedad y maternidad, suman 30.257 millones de
€. El ejercicio de las actuales competencias autonómicas absorbe otros 21.517
millones. Y la asunción de nuevas competencias estatales —como el sistema
judicial, la defensa, la construcción de infraestructuras, las relaciones
internacionales y la intervención económica—, estimadas con criterios
conservadores y pensando en un Estado más bien modesto en sus pretensiones,
podría llegar a los 6.315 millones de €. En total, todo ello suma 58.089
millones de € que, confrontados con los recursos valorados en el párrafo
anterior, arrojan un cómodo superávit de 9.391 millones de €.
Sin
embargo, esta cuenta —que cuadra muy bien con la proyección idílica realizada
por Sala i Martín— es poco realista, pues si bien los gastos —que, por lo
general, son muy poco flexibles a la baja— se pueden tomar como razonables, no
ocurre lo mismo con respecto a los ingresos. Ello es así porque la recaudación
fiscal es muy sensible a la coyuntura económica, de manera que, cuando ésta se
tuerce para dar lugar a una caída de la actividad, entonces la obtención de
recursos a través de los impuestos y las cotizaciones sociales se reduce. A
partir de una función que liga el nivel del PIB de Cataluña con la recaudación
fiscal en su territorio, se puede concluir que, en el caso de que se cumplieran
las previsiones de pérdida de actividad que se han expuesto en el epígrafe
anterior —es decir, una caída del 26,7 por 100 en el PIB—, la percepción de
impuestos bajará hasta una cifra de 24.391 millones de €. Y, por otra parte, si
se tiene en cuenta que el desplome de la actividad económica se ha de traducir
en la pérdida de un poco más de un millón de empleos —1.022.900 para ser más
precisos, según el resultado de una función que relaciona el número de puestos
de trabajo con el PIB—, cabe esperar que la recaudación por cotizaciones
sociales se quede en tan sólo 25.462 millones de €.
Todo ello significa
que, una vez desencadenada la crisis económica a la que conduce la aparición de
fronteras, los ingresos del Estado catalán acabarán siendo de 49.853 millones de
euros, un 26,5 por 100 menos que en el escenario base de estas estimaciones
—que, no se olvide, se ha construido a partir de los datos de 2005—. Esos
ingresos habría que confrontarlos con un gasto igual al de dicho escenario —dada
su inflexibilidad a la baja—, aumentado con las prestaciones por desempleo que
cobrarán los trabajadores despedidos; unas prestaciones cuya cuantía se puede
valorar en 9.256 millones de €, totalizándose así un gasto de 67.345 millones.
Ello significa que el prometido superávit fiscal del nuevo Estado independiente
de Cataluña acabará tornándose en un déficit de 17.492 millones, lo que supondrá
el 11,0 por 100 del PIB. La sostenibilidad de este déficit, lo mismo que la del
derivado de las cuentas exteriores antes expuesto, es muy dudosa, por lo que el
Estado catalán tendría que emprender una dura política de ajuste que, en
ausencia de elementos compensadores procedentes del resto de España,
inevitablemente tendrá que plasmarse en una reducción del empleo en las
Administraciones Públicas, los subsidios al sector privado y las prestaciones
sociales —principalmente, las pensiones—.
Conclusión.
Nosaltres Sols!, tal era el lema de uno de los principales grupos
catalanistas que, liderados por Daniel Cardona i Civil, aspiraban a la
independencia de Cataluña allá por la década de 1930.
Nosotros solos es
todavía uno de los tópicos políticos que se sostienen desde el nacionalismo más
radical en la Cataluña actual, desde ese nacionalismo que ha acabado convocando
el referéndum de independencia en más de un centenar y medio de municipios
catalanes. Ha llegado, por tanto, el momento de establecer cuáles podrían ser
las implicaciones de tal soledad para la economía catalana y, por derivación,
para el bienestar de los catalanes. En las páginas precedentes he presentado
algunas estimaciones preliminares que no dejan lugar a dudas: la independencia
de Cataluña, de manera inevitable, conducirá a una grave crisis económica en ese
territorio que reducirá el nivel de vida de sus habitantes y obligará a que, por
el efecto de un déficit insostenible, empeoren los servicios públicos y las
prestaciones sociales que oferten sus Administraciones.
Nada de esto es,
sin embargo, novedoso. Y, aunque no hubiese sido cuantificado, sí fue percibido
por algunas de las más preclaras inteligencias que Cataluña ha dado a España. El
profesor de investigación del CSIC Antonio Cerdá, hoy Consejero en el Gobierno
de Murcia, recordó hace unos años, en un artículo publicado por
ABC en
2005, que Joseph Pla, poco tiempo antes de su muerte, dirigió una carta al
Presidente Tarradellas para pedirle que no se fiara de los políticos
nacionalistas. «Apenas sirven para nada», advirtió Pla para, a continuación,
añadir que «el catalanismo no debía prescindir de España porque los catalanes
fabrican muchos calzoncillos, pero no tienen tantos culos». Pla «no andaba mal
encaminado», concluye Cerdá. En efecto, los resultados que, desde el análisis
económico de la secesión, he presentado en estas páginas así lo corroboran. Pero
más hubiese valido que los sucesores de Tarradellas en el gobierno de Cataluña
no nos hubiesen dado ocasión para comprobarlo.