La historia que cuenta Humphries en su libro es una historia sólo en parte
conocida. Digo en parte, porque quien más quien menos sabe que uno de los
sectores de la sociedad americana que más sufrió la llamada “caza de brujas” fue
el sector de la intelectualidad estadounidense, de los artistas en general y de
todos los que formaron parte del mundo de la cultura, sobre todo en sus más
altas esferas. Muchos hemos oído hablar de la represión y la opresión que los
gobiernos de Eisenhower y, sobre todo, Truman, ejercieron sobre cualquier tipo
de pensamiento heterodoxo que se saliera de la norma y que, siquiera
remotamente, pudiera verse acusado de querencia hacia el comunismo o el
progresismo. La que quizá es menos conocida es la intrahistoria de la industria
del cine americana durante los años treinta, cuarenta y cincuenta. Es menos
sabido el caso de las decenas de actores, guionistas y directores de cine que,
durante todos estos años, fueron acusados de tener – o haber tenido en su vida
pasada – cualquier mínima simpatía hacia la ideología socialista o comunista. La
terrible historia personal de estos profesionales del cine que pasaron a
integrar las llamadas blacklists o “listas negras”, que fueron
perseguidos, interrogados y juzgados por el gobierno de los Estados Unidos a
través del tristemente célebre “Comité de Actividades Antiamericanas” (HUAC,
House Un-American Activities Committee), es la historia que podemos
reconstruir gracias a este completo estudio.
Combinando la historia
política –la historia de los organismos políticos y las personalidades que
intervinieron en todo el proceso – y la historia cultural – el estudio de las
películas como productos culturales que transmiten una determinada visión de la
sociedad y del mundo –, como reza el subtítulo del libro, Humphries traza una
línea cronológica para tratar de ayudarnos a entender que detrás de la condena
oficial que hubieron de sufrir varios profesionales, entre ellos los famosos
“Diez de Hollywood” (diez guionistas que fueron acusados de desacato al HUAC y
condenados por el Congreso de los Estados Unidos a una pena de un año de cárcel
por haber sido miembros del Partido Comunista de los Estados Unidos), se halla
la historia de un largo proceso de seguimiento con un objetivo claro: erradicar
de la sociedad americana cualquier atisbo de ideología izquierdista o
progresista que pudiese hacer tambalear el delicado muro de contención alzado
por el gobierno americano con el ánimo de impermeabilizar a su sociedad frente a
cualquier idea que pudiese cuestionar mínimamente las bases capitalistas de su
régimen democrático y de su moral protestante y conservadora.
El autor se
remonta hasta la década de los treinta, cuando recién elegido el presidente
Roosevelt, los sectores más ultraconservadores de la sociedad americana, con el
magnate de la prensa William Randolph Hearst a la cabeza, levantaron las
primeras sospechas sobre un New Deal que fue inmediatamente identificado
con la ideología comunista y roja de inspiración soviética. Fueron años en los
que el racismo y el antisemitismo contra las minorías negra y judía, se
combinaron en un peligroso cóctel que convivió con los sectores de la población
estadounidense que empezaban a mostrar su rechazo frontal a los fascismos
europeos y su postura de disconformidad ante la Guerra Civil española y la
actuación del régimen franquista.
El punto álgido de todo este proceso
y del libro de Humphries se sitúa en el año 1947, cuando el FBI de J. Edgar
Hoover se persona en Hollywood y elabora una lista de testigos “favorables” y
“desfavorables” a los que llama a testificar frente al Comité de Actividades
Antiamericanas
Lo que en principio fue una guerra ideológica de trincheras pasó pronto a
la vía institucional, con la creación durante la Segunda Guerra Mundial del
“Subcomité del Senado sobre Cine Bélico”, encargado de investigar aquellas
películas de cuyo argumento o trama se pudiese deducir una postura a favor de
Roosevelt y de la intervención de los Estados Unidos en la guerra. Son años en
los que actores y guionistas mantienen una intensa y agitada vida sindical y de
lucha en defensa de unos derechos laborales continuamente puestos en entredicho
por parte de las grandes productoras de Hollywood a las que la sola idea de una
organización de trabajadores que defendiera unos intereses en común les producía
un pánico comprensible, teniendo en cuenta las condiciones de explotación
dominantes en el gremio durante estos años.
Estos años centrales de la
década de los cuarenta son sin duda los más agitados del período estudiado por
Humphries. La oposición a la sindicalización de la industria cinematográfica se
tradujo en la reacción de la derecha que, desde dentro de Hollywood, se
materializó en la creación de la “Alianza Cinematográfica para la Protección de
los Ideales Estadounidenses”, creada en 1944 como expresión derechista del
anticomunismo de un sector importante de Hollywood. De esta misma época son las
numerosas huelgas que afectaron a una productora como la Warner Brothers que,
curiosamente, se había posicionado durante los años treinta contra el fascismo,
produciendo distintas películas progresistas que habían contribuido a ensalzar
la imagen de Roosevelt.
El punto álgido de todo este proceso y del libro
de Humphries se sitúa en el año 1947, cuando el FBI de J. Edgar Hoover se
persona en Hollywood y elabora una lista de testigos “favorables” (predispuestos
a colaborar con el HUAC) y “desfavorables” (no dispuestos en principio a la
colaboración con el Comité) a los que llama a testificar frente al HUAC. La
razón era evidente. Lo que había empezando siendo una incómoda desviación de
algunos pocos, acabó afectando – o al menos eso pensaba el FBI – a buena parte
de un sector disidente y corruptor de los valores y los ideales americanos. Por
las sesiones del inquisitorial “Comité de Actividades Antiamericanas” empiezan a
circular propios y extraños, comunistas reconocidos y testigos “favorables”
conniventes con el Comité y llamados simplemente con la función expresa de
“colaborar” en la delación y denuncia – muchas veces sin pruebas – de sus
compañeros de profesión sospechosos de actividades o pensamientos no del todo
puros. Es entonces cuando los declarantes son objetos de la archiconocida
pregunta: “¿Es usted en la actualidad o ha sido en algún momento miembro del
Partido Comunista?”
La confusión en torno al senador
Joseph McCarthy y al llamado “macartismo” ha hecho que mucha gente haya
considerado a este senador como el auténtico azote y ejecutor único de la “caza
de brujas”. En el caso de la investigación sobre Hollywood, nos dice el autor,
esto es totalmente falso, puesto que McCarthy jamás investigó a la industria del
cine americana
El relato y el análisis que hace el autor de los
interrogatorios vividos en estas sesiones no tienen desperdicio. Leyendo las
capciosas preguntas del Tribunal y las variopintas respuestas de los testigos,
uno se hace una prefecta idea de lo irrespirable del ambiente de la época y del
grado de obsesión e histerismo al que había llegado una “caza de brujas” cuyos
límites son a veces imposibles de fijar. Baste un botón como muestra. El autor
de Las listas negras de Hollywood cita una famosa anécdota protagonizada
por la actriz Lela Rogers, (madre de Ginger Rogers) quien, según la
documentación de las sesiones que se conserva, “acusó a la película Compañero
de mi vida, dirigida por Edward Dmytryk en 1947 a partir de un guión de
Dalton Trumbo, de ser propaganda comunista debido a una frase que su hija tenía
que decir: «Compartir las cosas por igual, eso es la democracia»” (p. 128). Como
luego se demostró, nos dice Humphries, esa frase nunca fue pronunciada por
Ginger Rogers en la película. Quizá es lo de menos. Lo importante es que la
anécdota nos sirve para ver hasta qué punto de retorcimiento y de cinismo
llegaron algunas de las acusaciones lanzadas por delatores y testigos que
declararon en las sesiones del Comité valiéndose de rumores de segunda y tercera
mano que fueron admitidos por un Tribunal que, sin embargo, negaba a muchos
comparecientes la simple posibilidad de no responder a sus preguntas o de contar
con la defensa de un abogado.
Del resultado de estas sesiones salió la
condena a diez guionistas – los “Diez de Hollywood” – que fueron acusados de
desacato y juzgados y condenados por el Congreso de los Estados Unidos. A decir
verdad, todos ellos eran o habían sido miembros del Partido Comunista. A decir
verdad también, el “Comité de Actividades Antiamericanas” obtuvo toda la
información sobre ellos de una forma totalmente ilegal y anticonstitucional, a
través de los archivos privados y secretos del FBI, convertido en aquellos años
en el auténtico “ángel protector” de los valores ultraconservadores de la
sociedad americana. En este sentido, una de las mayores aportaciones y quizá una
de las mayores sorpresas que se desprende de la lectura del libro de Humphries
es la del papel crucial y protagonista que jugó durante estos años la figura de
un personaje histórico omnipresente en todo el proceso del espionaje y la
persecución del comunismo americano; me refiero, evidentemente, al omnipotente
director del FBI entre 1924 y 1972, J. Edgar Hoover.
Como dice el autor
desde las primeras páginas de su estudio, la confusión en torno al senador
Joseph McCarthy y al llamado “macartismo” ha hecho que mucha gente haya
considerado a este senador como el auténtico azote y ejecutor único de la “caza
de brujas”. En el caso de la investigación sobre Hollywood, nos dice el autor,
esto es totalmente falso, puesto que McCarthy jamás investigó a la industria del
cine americana. Quien aparece en las Listas negras de Hollywood como
adalid de la lucha por purgar al cine americano de sus elementos más díscolos no
es otro que Hoover.
En cualquier caso, y como explica el autor en su
conclusión final, tanto uno como el otro no deben de desviar nuestra atención
ocultando lo que realmente ocurrió en Estados Unidos durante los años cuarenta y
cincuenta. Y esto que ocurrió no fue otra cosa que el desmantelamiento de buena
parte del New Deal y la desatención de las políticas sociales (vivienda,
sanidad, etc.) a favor de otras prioridades como el fortalecimiento de un modelo
de sociedad cerrada y hostil a cualquier tipo de cambio o novedad procedente del
exterior que, ya en los años cuarenta y, sobre todo, en plena Guerra Fría, era
visto como un auténtico atentado a los pilares que sostenían aquello que la
mentalidad conservadora consideró como verdaderamente americano. Como dice en un
momento de su estudio Reynold Humphries: “Los rojos de Hollywood sí
representaron un peligro inmenso, pero no para la democracia estadounidense. Lo
que ponían en peligro era el statu quo, el orden económico, el poder y el lucro
de unos pocos; peor aún: la noción ideológica de que la hegemonía estadounidense
era algo de lo que ni siquiera hacía falta hablar” (p. 45). Totalmente de
acuerdo.