Woody
Allen no creo que naciera con las condiciones innatas del cineasta talentoso,
casi milagrosamente dotado. Lo suyo era y es escribir historias corrosivamente
irónicas bañadas con una capa, en ocasiones genial, de humor con infinitos
quilates. Sus historias algún día serán analizadas como genuina expresión de una
manera de ser y estar, en las postrimerías del siglo XX, del ciudadano
occidental. Pero desde que rodó su primera película,
Toma el dinero y
corre, a finales de los 1960, hasta la fecha, el cineasta neoyorquino ha
aprendido de sobra el oficio, vaya si lo ha aprendido!!!, dejando por medio
decenas de películas mejores o peores, muchas entretenidas, varias
interesantemente pedantescas en la senda de la imitación de Bergman o
Dreyer,
algunas memorables, casi todas más que interesantes y visibles, todas dando
muestras de un oficio y dominio de cineasta en evidente crecimiento y
consolidación. Como para no desmentir el argumento de esta reflexión, Allen pone
estos mismos días punto final a su nueva película, rodada con el actor español
Antonio Banderas como uno de los protagonistas, y lo hace justo cuando su último
trabajo terminado,
Si la cosa funciona, coproducción USA/Francia
estrenada en Nueva York el pasado mes de junio, llega a nuestras pantallas
concitando el interés de la legión de seguidores que el neoyorquino tiene entre
nosotros, y en Europa en general; legión a la que pertenezco desde la
adolescencia, legión que acude a ver la película anual del director de
Manhattan como si de un feliz ritual se tratara.
Comencemos por
el final, es decir, por el veredicto, y hagámoslo jugando con las palabras, tal
vez de manera lamentable:
Si la cosa funciona, funciona, ya lo creo que
funciona. La película rubrica el regreso de Allen al escenario de casi todo su
cine, Nueva York, tras las últimas experiencias europeas, Londres (
Match
Point, Scoop
y
Cassandra’s
Dream) y Barcelona (
Vicky
Cristina Barcelona) El argumento de esta comedia había sido
escrito por Allen hace mucho tiempo, pensando en que el papel del fiero
misántropo neoyorquino, Boris Yellnikoff, científico retirado, jugador de
ajedrez y corrosivo librepensador, fuera interpretado por el cómico Zero Mostel.
Pero la inesperada muerte del actor hizo que el proyecto quedase aparcado
sine die. Recientemente, y exprimiéndose la cabeza para tener algo que
llevarse a la pantalla, Allen recuperó el viejo guión, y consciente de que él ya
estaba mayor para el papel de Yellnikoff, buscó y buscó un posible protagonista
que se hiciese cargo con solvencia del papel protagonista. Por fin dio con la
solución al problema: Larry David, un célebre humorista al que Allen ya había
encomendado pequeños papeles en
Días de Radio e
Historias de Nueva
York. Salvado el principal escollo del proyecto, el resto imagino que fue
más sencillo (es un decir), pues se atiene fielmente a las principales
constantes del cine de Allen. Me refiero a que estamos ante una nueva comedia
coral, en la que sobre los hombros de cinco o seis personajes el autor hace
recaer el avance de la historia, sus meandros y conclusiones. Las vidas de los
personajes se cruzan y entrecruzan como hilos cuyo entretejido final ofrece un
elocuente tapiz reflexivo sobre el amor, la amistad, las relaciones humanas...,
en el que lo humorístico, optimista y positivo está servido con unas
convenientes y muy reconocibles gotas de elocuente mordacidad, agrias
reflexiones, y un pesimismo antropológico sobre el que acaban triunfando las
exultantes ganas de vivir, sobre todo si la cosa funciona.
Boris
Yellnikoff es un insoportable, inteligente, culto, separado y malhumorado
misántropo con tendencias suicidas al que la estulticia de la humanidad le pone
enfermo. Yellnikoff vive en Manhattan convenientemente encastillado contra la
idiotez del género humano, llevando una vida monótona y sedentaria, plagada de
excentricidades y salidas de tono, y frecuentando sólo un escogido y minúsculo
grupo de amigos a los que tolera por su inteligencia y cultura. Pues bien, en
este mundo cerrado, tranquilo y corrosivo, irrumpe casualmente una jovencita que
no hará cambiar las profundas y pesimistas convicciones de Yellnikoff, pero sí
le hará finalmente adoptar una nueva y más satisfactoria perspectiva vital: si
la cosa funciona...
Una puesta en escena transparente y muy efectiva,
numerosas escenas desarrolladas en interiores, el uso convincente del clásico
recurso teatral y operístico de que el actor principal se dirija directamente al
espectador para hacer avanzar la historia o dar explicaciones, una cámara que se
hace invisible y apenas subraya, una tempo narrativo natural y lógico..., todo
esto unido a un “conjunto rossiniano” de actores que realizan un trabajo
sobresaliente, logra que un guión musculado, inteligente y riquísimo en matices
e historias paralelas, se convierta en otra excelente muestra más del cine con
ideas y oficio del autor de
Annie Hall. Si tuviera que ponerle un pero a
la película sería quizá Larry David, quien sin estar mal, tampoco está bien. Y
es probable que la culpa no sea suya, es un defecto, a mi modo de ver, de todas
las historias filmadas por Allen en las que el papel protagonista tendría que
haber sido interpretado por él y no lo ha sido. Todos los actores, incluidos los
más prestigiosos, acaban “imitando” la formas limitadas y muy reconocibles del
Allen actor. Otro posible pero sería la excesiva insistencia en mostrar la
postura cínica y devastadora para con los demás del protagonista, actitud que
genera los mejores golpes cómicos de la historia, pero que también se hace
previsible, un poco cargante y exagerada.
Si la cosa funciona es
el regreso del más reconocible y acertado Woody Allen, un cineasta que con cada
película crece en oficio y dominio artesanal de los medios, y sin duda uno de
los artistas que más y mejor han reflexionado desde el humor y la tragedia sobre
la condición humana en las sociedades desarrolladas contemporáneas. Woody Allen
ha hecho del medio de expresión más popular del siglo XX, el cine, una sutil,
divertida y eficaz herramienta para construir un sólido discurso analítico y
filosófico sobre los elementos esenciales que configuran el devenir humano de
finales del siglo XX. Allen una vez más no ha logrado su confesado objetivo:
construir una imperecedera obra maestra al estilo de
La gran ilusión, El
ladrón de bicicletas u
Ocho y medio, pero ha sumado una muesca más en
la que sin duda es una de las carreras cinematográficas más sólidas,
consecuentes, ricas y fascinantes de la historia del cine contemporáneo.