Por aquellas fechas yo estaba en Berlín trabajando en un proyecto de
investigación sobre las empresas multinacionales alemanas. Ello me permitió ser
testigo inmediato de los acontecimientos durante aquellos días en los que reinó
la locura, el entusiasmo, la esperanza desatada, y una explosión de libertad se
abrió hacia el oeste. El Muro se abrió a las once de la noche de aquel jueves en
el punto de control de Bornholmerstrasse. Después se fueron sumando otros pasos
para dar salida a una marea humana incontenible que durante el fin de semana
invadió las calles del Berlín occidental. Las impresiones que saqué de todo
ello, que redacté el lunes trece cuando el día ya declinaba, las ofrezco a
continuación a los lectores para que tengan un testimonio directo de tan
extraordinarios sucesos.
***
Comienzo a escribir estas impresiones cuando en
Berlín ha vuelto a pulsarse, este lunes, la rutina de un día normal. El sábado y
el domingo anteriores han sido, por el contrario, una muestra extraordinaria de
la explosión de libertad que hace reventar en estos tiempos a los países de la
Europa socialista y, en particular, a la República Democrática Alemana. En estos
días, por primera vez desde que, en 1961, se erigiera el muro que separa a las
dos zonas de Berlín, se ha hecho posible la salida masiva de los berlineses
orientales para conocer la ciudad occidental. Afortunadamente, con ocasión de un
viaje de trabajo que realizo con otros compañeros, he podido ser testigo de algo
de lo que aquí está ocurriendo.
Un paseo, el sábado 11, por el núcleo
central del Berlín Oeste cuando ya el sol se ha puesto y una noche fría se
extiende sobre la ciudad, proporciona una impresión extraordinaria, incluso, a
veces, desconcertante. Miles de personas se pasean: gente joven, familias con
niños de corta edad, personas maduras. Cuando he preguntado por lo que ocurre en
un día normal, mis amigos berlineses cuentan que a eso de las seis de la tarde
el centro se vacía y queda desierto. Pero esta jornada no ha sido así. La
animación es inmensa; las calles repletas de gente; la circulación de coches se
ha suprimido para que este espacio urbano que forman amplias avenidas pueda
albergar a tantos berlineses del este que han podido cruzar la frontera. Son
muchos. Más tarde veré en los periódicos que se manejan cifras de quinientos mil
un día y ochocientos mil al siguiente, incluso dos millones setecientos mil en
la semana que ha transcurrido hasta hoy.
Pero esas cifras son números
fríos. Lo que veo es la riada de gente que llena el centro: la calle, los
edificios comerciales, los monumentos. Son personas que charlan amigablemente y
también que callan. Que observan los escaparates, que a veces compran algo y se
lo llevan en una bolsa, que también hacen colas inmensas para recibir la ayuda
que el Berlín occidental ha establecido para ellos: colas en los bancos para
cobrar los cien marcos que les regala el Gobierno Federal; colas en los puestos
de comida de la Cruz Roja o para tomar el te que ofrece el ejército británico;
colas ante los vendedores callejeros de refrescos o de bocadillos; colas, en
fin, en las salas de
stripties que salpican de cuando en cuando el centro
de la cuidad libre.
Es gente que ha venido andando después de atravesar
el Muro por algunos pasos que han sido abiertos a golpe de martillo y de
bulldozer, rompiendo sus sólidas estructuras de hormigón. O que han
preferido usar los pasos ferroviarios que, hasta hace poco, sólo podían
atravesar los extranjeros. O que, en fin, se han dirigido a pie o en sus
vehículos —esos cochecitos que aquí llaman
Trabbies y que recuerdan a
nuestros 600 de la primera motorización española— por el
Check Point
Charlie. Y forman una masa alegre, aunque disciplinada, que invade la ciudad
—su ciudad— que hasta hoy les había sido vetada.
El domingo he podido
comprobar no ya el ambiente del núcleo central del Berlín oeste, sino el paso
mismo del Muro. Me he acercado a él por su lugar más significativo: la Puerta de
Brandenburgo. Aquí el Muro sigue en pie. Sobre él, los soldados del Este vigilan
desarmados en una actitud relajada que les hace participar del espectáculo. Y de
este lado, la escena es también extraordinaria. La enorme «Avenida del 17 de
Junio» que se cierra en el Muro está ocupada por los vehículos de múltiples
cadenas de televisión. Grúas sustentando cámaras; plataformas para acoger a los
periodistas que hacen sus comentarios dando la espalda al monumento; una torre
altísima que alberga dos cámaras de vídeo para recoger escenas del otro lado;
focos, antenas parabólicas y toda la parafernalia tecnológica que requiere la
retransmisión en directo, vía satélite, de esta aventura humana, de estas
sensaciones personales que a mi se me escapan y que, de ese modo, se convierten
en espectáculo.
A lado del Muro, como yo, varios centenares de personas
tratan de escrutar el significado de todo esto. Saberlo es tal vez imposible;
pero vivirlo, lo vivimos con la sensación del que es ajeno pero que, a la vez,
se siente solidario con los protagonistas de este enorme acontecimiento.
Bajo desde Brandenburgo bordeando el Muro, observando las pintadas
multicolores que lo decoran en este lado occidental y en las que se confunden
miles de nombres, de dibujos, de frases, de signos. Aquí y allá gentes ávidas de
materializar el recuerdo, pegan golpes de martillo o con piedras a los bloques
de hormigón para arrancar algún pedazo que conservar para el futuro. Hay quien
lo logra, incluso quien carga con pesados trozos. Hay también quien desespera,
pues su corta fuerza y su escasa técnica le impiden realizar su deseo. Y, de
cuando en cuando, las oquedades abiertas con febril actividad permiten avizorar
el otro lado.
Pero el Muro está también abierto. Las autoridades de la
RDA lo han tirado en algún tramo para dar salida a la masa de personas que
quieren pasar al otro lado. Me he detenido en uno de esos enormes huecos, en la
Postdamer Platz. Es magnífico: de este lado se agolpa la gente que acoge con sus
aplausos y sus canciones a los berlineses que llegan por vez primera de la zona
oriental. Y les entregan un ramo de flores que ellos agitan entre sonrisas. Son
seres anónimos que, sin embargo, protagonizan un hecho histórico. Ahora lo
estamos viviendo aun cuando desconozcamos cuáles serán sus consecuencias, sin
que siquiera podamos adivinar lo que vendrá después, sin saber si el futuro nos
deparará mayor felicidad y bienestar. Pero vivir el momento es lo que ahora
cuenta: la gente que atraviesa esa frontera infame sonríe y siente que puede
hacer lo que tenía prohibido.
Y al otro lado la sensación de vacío es
enorme. He atravesado el Muro, siguiendo los aburridos y lentos trámites
aduaneros a los que nos someten a los extranjeros, en el sentido opuesto al de
toda esa masa humana. En el
Check Point Charlie estaremos un centenar de
personas. La mayoría son periodistas y unos pocos meros espectadores del
acontecimiento. Cada uno de nosotros tarda casi una hora en atravesar los
escasos metros que nos separan del Berlín oriental, entrando por la
Friedrichstrasse.
Aquí las calles están vacías. Algún que otro peatón,
algún vehículo que atraviesa las amplias avenidas. He podido comer en un
restaurante sin hacer la cola que, según me han contado, es preciso guardar
habitualmente. Luego, un largo paseo por la urbe solitaria hasta la
Alexanderplatz. Esta inmensa plaza —el cogollo central del Berlín–Este— también
carece del calor humano. La sensación de vacío en esta planicie urbana es lo que
más me llama la atención. Escasos viandantes; todo cerrado.
Y es que la
gente está en otra parte. Los que no han ido a recorrer la ciudad oeste, se
disponen a hacerlo. Lo veo al llegar a la estación ferroviaria de la
Friedrichstrasse donde es posible subir al tren que atraviesa la frontera. La
cola de los viajeros es enorme y se mueve a un ritmo vivo, pues el trámite
policial es un mero formulismo para los ciudadanos orientales. Pero a mí no me
dejan pasar. Tengo que volver por el
Check Point Charlie y salir por el
mismo lugar por el que he entrado. Es como si nada hubiera cambiado: la rutina
obligada para los extranjeros que durante tantos años se ha practicado.
Al llegar, este domingo doce de Noviembre está declinando. Hace ya unas
cuantas horas que el sol se ha apagado en el cielo berlinés y la noche se cierne
fría sobre mi espalda. Atravieso el Muro nuevamente mientras el regreso de los
habitantes de esta ciudad dividida reviste las mismas formas que su salida. La
inmensa mayoría de los berlineses del Este vuelven desde el occidente a retomar
su vida diaria, su hogar y su trabajo. Pero este regreso no es, seguramente, la
consecuencia de un sueño frustrado porque algo —o tal vez todo— ha cambiado,
está cambiando en este país que ahora, en este momento en el que escribo, cierra
una aciaga etapa de su historia y comienza a construir otra nueva.