Las revoluciones en América Latina, tanto da si tienen como principal
objetivo cambiar radicalmente las estructuras sociales, económicas o políticas
dominantes, o para restaurar valores, ideas o instituciones dilapidados por
gobiernos o elites corruptos, y por supuesto contrarios al verdadero interés
nacional,
no son
patrimonio de ninguna idea política en concreto. Cualquier
opción política o ideológica puede impulsar alguna revolución. De algún modo, el
nacionalismo, muchas veces teñido de
antiimperialismo,
se ha convertido en el vector impulsor de buena parte de estos procesos, a
partir de ideas claves como las de revolución nacional o liberación nacional.
Estos conceptos están muy ligados a las luchas revolucionarias de las décadas de
1960 y 1970, posteriores a la Revolución Cubana, y por lo general se expresaron
en esta época bajo la forma de
lucha
armada, bien en su vertiente de guerrilla rural o bien de
guerrilla urbana.
En Argentina tuvo lugar en 1955 la llamada “revolución
libertadora”, una síntesis dialéctica, en términos hegelianos, y superadora de
ambas categorías (revolución y liberación), que ejemplifica buena parte de lo
que aquí se quiere decir. La “libertadora”, como coloquialmente se la conocía,
fue un golpe de estado militar contra el segundo gobierno de
Perón, que
contó con un cierto respaldo popular, en este caso concreto de los “gorilas”,
que en la Argentina de entonces eran una cantidad nada desdeñable. Se trataba de
liberar al pueblo argentino, según sus impulsores, del flagelo de la dictadura
peronista, el modelo populista por antonomasia. Sin embargo, el resultado
logrado fue el contrario del propuesto, toda vez que Argentina estuvo inmersa
durante décadas en el enfrentamiento cainita que oponía a peronistas y
antiperonistas.
En América Latina si algo no falta
son revoluciones. Las hay de todo tipo, tamaño y
color
Años más tarde, en 1966, los militares
argentinos dieron otro golpe de estado, en esta oportunidad contra un gobierno
radical, de
Arturo Illía. Nuevamente, cómo no, tuvo lugar lo que sus
impulsores creyeron que era una verdadera revolución y que se terminó
convirtiendo en un esperpento antidemocrático. El proceso, no confundir con el
que impulsó la dictadura militar entre 1976 y 1982, fue bautizado pomposamente
como Revolución Argentina, una revolución que una vez más se proponía regenerar
a la sociedad de la grave enfermedad que corroía sus entrañas, el peronismo. Era
esta lacra, en palabras de los militares y los tecnócratas golpistas, la que
evitaba marchar eficazmente hacia el venturoso futuro de progreso que, en algún
lado debía estar escrito, correspondía al país. Sin embargo, como todavía se
puede ver en Argentina, el fenómeno del peronismo sigue coleando, aunque con
importantes contradicciones internas.
En esos años encontramos muchas
más revoluciones en América Latina, todas de perfiles diversos, como fue el caso
de la Revolución Nacionalista de Bolivia, de 1952, agrarista e indigenista, o el
gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas peruanas, entre 1968 y 1975, con
un discurso fuertemente nacionalista y desarrollista. No podemos olvidar la
Revolución Panameña, cuyo líder máximo fue
Omar Torrijos, artífice de la
recuperación del Canal. Ahora bien, todas ellas, sean nacionalistas o liberales,
de izquierda o de derecha, antiimperialistas o partidarias de los Estados
Unidos, tenían un común denominador, y lo siguen teniendo: su absoluto desprecio
por las formas y los valores democráticos. Cuando alguien apela a la revolución
en América Latina, y en su nombre llama a la liberación, es porque esta
impulsando un proyecto que intenta
destruir las
instituciones democráticas existentes, sea cual sea su
grado de fortaleza o debilidad.
En América Latina si algo no falta son
revoluciones. Las hay de todo tipo, tamaño y color. En sus orígenes fueron las
revoluciones de independencia, a las que hoy se les quiere dar un tinte
anticolonial, más propio de los procesos descolonizadores que a mediados del
siglo XX cruzaron Asia y África, que de la realidad del imperio español en el
siglo XVIII. En el siglo XIX las revoluciones políticas eran el pan de cada día,
revoluciones que también se conocían como asonadas, pronunciamientos,
levantamientos, o golpes de estado y que por lo general eran portadoras de un
claro mensaje de restauración de los verdaderos, aunque generalmente
inexistentes, valores republicanos. Por sus resonancias sonoras destaca la
ecuatoriana Revolución Marcista (de marzo y no de Marx), de 1845.
Llamar la atención que el nombre de
dos de los tres principales partidos políticos nacionales de México aluda a las
raíces revolucionarias: el Partido de la Revolución Institucional y el Partido
de la Revolución Democrática
En el siglo XX
el abanico se hace más extenso y complejo. Por un lado tenemos un conjunto de
las revoluciones triunfantes y exitosas (¿?), como la Mexicana, la Cubana o la
Sandinista. Por el otro un conjunto de revoluciones actualmente en marcha, como
la Bolivariana, en Venezuela, la
Indigenista
o plurinacional,
en
Bolivia, o la ciudadana, Ecuador, todas ellas de común
denominador populista y estatista. En el medio encontramos una gran variedad de
revoluciones de todo tipo, muchas de ellas con un subido matiz folclórico, que a
veces
se transforma
en esperpento. México fue la patria de la gran revolución
latinoamericana del siglo XX, aunque muchos insisten en la superioridad moral o
ética de la Cubana, un tema que de momento ni siquiera los escritos cotidianos y
virtuales de
Fidel Castro logran dilucidar. Ahora bien, no deja de llamar
la atención que el nombre de dos de los tres principales partidos políticos
mexicanos de ámbito nacional (PRI y PRD) aluda a sus teóricas raíces
revolucionarias: el Partido de la Revolución Institucional y el Partido de la
Revolución Democrática.
En muchas de las revoluciones populistas de
nuestros días, cuyos países y dirigentes están afiliados al ALBA (Alianza
Bolivariana de las Américas), se ha dado un giro significativo en la retórica.
La revolución ya no es sólo nacional sino que es continental, siguiendo la
estela de un
proyecto
erróneamente atribuido a Simón Bolívar. En la época de la
Tricontinental,
Fidel Castro y
Ernesto Guevara pretendían
exportar su
revolución al resto del continente. Hoy hay un solo
programa, el bolivarianismo, como ha quedado de manifiesto en los numerosos
Congresos Anfictiónicos que se han celebrado en el pasado inmediato o en muchas
de las cumbres del ALBA. Pero el modelo cubano sigue pesando. Esto se puede ver
con los diversos intentos de replicar, más o menos textualmente, los comités de
defensa de la revolución (CDR). Se trata de órganos teóricamente de base
destinado a guardar las esencias revolucionarias, a defender la ortodoxia y,
sobre todo y por encima de cualquier otra consideración, evitar la traición
mediante la delación y el control de los elementos más díscolos.
Pese a la radicalidad de los
mensajes, y de las promesas de los líderes más diversos de profundizar en la
revolución, por supuesto que en la verdadera revolución, estamos frente a
fenómenos de muy difícil definición
En
febrero de 2009, en la conmemoración de la batalla de Ayacucho, un
Rafael
Correa exultante, rodeado de
Hugo Chávez y
Daniel Ortega,
proclamó a los cuatro vientos: “Los pueblos latinoamericanos seguiremos
invencibles... ¡la revolución latinoamericana jamás dará un paso atrás y
venceremos!”. La idea de revolución suele estar asociada a la de liberación, de
ahí que se hable de los 500 años de dominación colonial, o de los 200 años de
dominio oligárquico. Desde esta perspectiva, la proximidad con los bicentenarios
de las independencias es una oportunidad excepcional para insistir en el
discurso de la liberación, intentando sacar un buen rédito político del mismo.
Sin embargo, y pese a la radicalidad de los mensajes, y de las promesas
de los líderes más diversos de profundizar en la revolución, por supuesto que en
la verdadera revolución, estamos frente a
fenómenos de
muy difícil definición. De momento, y más allá de la
retórica, es difícil saber qué es la revolución bolivariana, o la revolución
ciudadana ecuatoriana o la revolución plurinacional, básicamente indigenista,
que estaría teniendo lugar en Bolivia. ¿Se trata, como se dice actualmente, de
empoderar a las clases populares, a los sectores subordinados? ¿O, de otro modo,
la idea pasa por la construcción del socialismo del siglo XXI, que sería el
objetivo último de la revolución? Hasta ahora lo que más reluce es el
tradicional
caudillismo latinoamericano y el sempiterno proyecto
estatista que permite el mejor control de los recursos públicos por parte de los
gobernantes.
Cada caudillo que llega al poder
debe hacerlo con un proyecto fundacional, que parta de cero. Si el proyecto
incluye una reforma constitucional que otorgue un claro marchamo personal a la
nueva etapa tanto mejor
La pregunta que uno
tiende a hacerse en estas circunstancias es el porqué del éxito persistente del
discurso revolucionario. De las distintas acepciones de revolución que
proporciona el
Diccionario de la Real Academia Española (20ª edición,
1984) las siguientes son las que podrían aplicarse a la realidad
latinoamericana: 2ª: “Cambio violento en las instituciones políticas de una
nación”; 5ª (fig.): “Mudanza o nueva forma en el estado o gobierno de las
cosas”; 6ª, “Movimiento de un astro en todo el curso de su órbita” y 8ª, “Giro o
vuelta que da una pieza sobre su eje”.
Teniendo en cuenta la fuerte
tendencia existente en buena parte de la región de hacer tabla rasa con el
pasado ante cualquier cambio de gobierno, o de
reinventar
permanentemente la rueda, me parece que las definiciones
más aplicables para analizar lo que ocurre actualmente son las 6ª y 8ª. Cada
caudillo que llega al poder debe hacerlo con un proyecto fundacional, que parta
de cero. Si el proyecto incluye una reforma constitucional que otorgue un claro
marchamo personal a la nueva etapa tanto mejor. De este modo
lo nuevo
siempre es mejor que lo pasado, donde es prácticamente
imposible encontrar enseñanzas de utilidad para el futuro. Lo que ocurre, y es
lo lamentable del caso, es que por esta vía es
imposible
acumular absolutamente nada. No se puede acumular capital
físico ni humano, ni se puede acumular
construcción
institucional. Tampoco se pueden consolidar una
cultura
política democrática, favorecedora de las libertades
individuales.