La idea de los copos de nieve cayendo lentos para formar una capa blanca
sobre el mundo, me recordaba las últimas líneas del cuento
Los muertos
que finaliza el libro
Dublineses, de James Joyce:
“Caía nieve en
cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave
sobre el cerro de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías,
sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma
donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz
corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas
yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el
universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos
los vivos y sobre los muertos.”
Al leer los hondos versos de
Santos
Domínguez, que me llevaron a releer las líneas escritas
por Joyce, di en imaginar que la vida, cada momento de cada vida, es un milagro
de la naturaleza absoluto e irrepetible, semejante a ese momento final en que
los copos caen como las mentes que se extinguen al fundirse en las demás —que
llamamos almas—, sobre el llano helado, blanco y acogedor. Así, los muertos.
Como heladas llamas estrelladas. Y así, este libro estremecedor,
Para
explicar la nieve, que teniendo como eje central la muerte y el discurrir
del tiempo —como señala sin entrar en más profundidades el acta del jurado que
le otorgó este mismo año el “Premio Ángaro” del Ayuntamiento de Sevilla—,
resulta desembocar para nosotros, sus lectores de a pie, en un canto a la vida
sobre todos los vivos y sobre los muertos.
Tras la lectura de su
libro, sentimos claramente que Santos Domínguez ha alzado su voz como en otras
ocasiones para recordarnos sobre todo —en esa celebración que es siempre en
primer lugar la poesía—, aquello que no morirá. Para ello toma cobijo en su
epígrafe iniciático bajo la sombra que Octavio Paz creyó que las palabras
proyectan, y sobre todo aborda desde ella la voz del malogrado poeta José
Watanabe, a cuya memoria dedica
El reino de los hielos, primer poema de
su libro. A los versos de Watanabe, que escribió
No morirás: tus voces
vegetativas siguen sonando y ya son (y ya eres) parte del rumor panteísta que
viene del bosque / y, al parecer, de un alba más remota, él responde
adecuadamente:
Lo he visto y me ha mirado. Me está
esperando un día de París y aguacero, un jueves con Vallejo y niebla
desolada. Un día agazapado que yo ya no recuerdo, un
jueves que me mira desde el reino incontable de los hielos.
Homenaje al mayor de todos los poetas peruanos —también entre los
diez “mayores” desde que existe la lengua castellana— y autor inolvidable de
aquel
España, aparta de mi este cáliz que todavía estremece a todo aquel
demócrata nacido en esta tierra nuestra empapada en sangre “desde el alba más
remota”. Homenaje desde el recuerdo al sevillano Bécquer en la divina
grandiosidad de la mirada recibida desde el más allá de todo “entre las hierbas
azules de otra vida”, como anunciará luego Juan Eduardo Cirlot desde otro
epígrafe.
PERO, “¿QUIÉN TRADUCE UN RELÁMPAGO?”
Este es el título del poema con el que el poeta responde de nuevo, esta
vez a una pregunta, aquella que formuló Vicente Huidobro
¿Y mañana qué
pondremos en el sitio vacío? En sus versos Santos Domínguez quiere confiar
al genial chileno de
Altazor que colocaremos mañana siempre un alba o un
crepúsculo, como él deseaba, y también un relámpago. La respuesta llega, pues,
en otra pregunta: ¿Dónde hallarlo?, ¿cómo llega a nosotros el relámpago?, ¿quién
lo traduce desde el abismo que nos separa de su luz? Al hilo de estas
reflexiones quisiera llegar yo ahora a otra que se hizo un día Hermann Broch al
describir de modo magistral las angustias presentes en la mente de un poeta que
agoniza en su libro magistral
La muerte de Virgilio:
las voces
de rama que enredándose entre ellas le enredan, que crecen disparadas, cada una
por su lado, y volviendo a retorcerse unas en otras, demoníacas en su
individualización, voces de segundos, voces de años, voces que se entrelazan en
la malla del mundo, en la malla de las edades. Si traigo a colación
esta nota, ya citada en alguno de mis ensayos publicados en los pasados años y
que asaltó súbitamente mi recuerdo como el párrafo de Joyce impreso más arriba,
es para señalar dentro de su significación en el contexto de estas líneas, una
de las más importantes características que invisten a Santos Domínguez como uno
de los protagonistas del grupo de poetas que la hispanista y profesora de la
Universidad de Orléans Françoise Morcillo, califica como practicantes de un
“diálogo entre culturas” que resulta ser en definitiva ni más ni menos que la
esencia de la poesía. Un tañer de ecos de todo aquello que, conmoviendo al
corazón humano, ha logrado modularse en música y palabras desde el grito
primigenio de un primate evolucionado ante el dolor o la alegría, hasta dar en
el actual lenguaje poético. Nuestra respuesta a Huidobro debe pues cerrarse
afirmando que no existen lugares vacíos cuando de uno u otro modo nos llega por
las ondas del viento o de la mar la médula de la poesía como “continuum”,
montada exactamente sobre aquel
rayo que no cesa, en genial formulación
del gran Miguel Hernández. Es siempre el poeta quien traduce el relámpago e
intenta explicar la nieve y el fulgor a quien quiera leerlo o escucharlo. Y en
esa razón poética, como diría María Zambrano, reside una costumbre que comparto
con el poeta extremeño: el epígrafe fraternal en ofrenda a otro poeta que
preside algún poema o conjunto de poemas propios. Pero siempre, justo es
decirlo, sin que la intensa erudición acumulada en los años que enseña
literatura desde su cátedra, oculte la tesitura de su propia voz original, que
se funde ahora entre las que pudieron asediar a Virgilio en sus últimos
momentos.
RÍO DE SOMBRA Para aspirar al
encendido de relámpagos, para recoger el ascua del poema entre sus manos, el
poeta debe recorrer primero los ríos de la sombra, tan citada en el libro que
comentamos como verdadero trasfondo de nuestra mente —que solamente a trasluz de
la razón puede alumbrarse. Un enigma que no repara en forzar Santos Domínguez de
la mano sabia de Odysseus Elitys, quien coincide con los propósitos de unidad
universal de la poesía que enunciamos en el párrafo anterior,
Lograr un
monólogo en todos los dialectos del agua corriente:
Mudable igual que un río de sombra y de destellos
en el espejo opaco de la tarde, traza su curva leve la luz de
la memoria en el agua del cauce y su transcurso de liquen
y cenizas o en el agua llovida de las revelaciones.
Agua que deshace también las nieves, los hielos y descubre el
limo alimentado por el humus escarlata para disimularlo en el albor engañoso. Al
seguir su pista llegaremos hasta la tierra palestina de Mahmud Darwix a donde el
autor baja para explicar el posible deshielo y los secretos ensangrentados que
embebe su arcilla, en un sincero voto porque
en tus campos quemados
resucite algún día la sencilla liturgia de la vida, una
rama de olivo y una fuente que mana, un ramo de azucenas
en las manos tranquilas de la tarde y en el mapa sin norte de
la muerte su población sin luces, su silencio. Salimos ya
desde ahí a campo abierto por la páginas del libro a visitar lugares, paisajes,
fuentes, países y culturas,
como hombre que está pensando/ y oye latir su
sangre, transitar sus recuerdos, pero pensando en cómo salir de este
Exilio terrenal donde no se puede esperar un retorno, expatriado como
está en un país que no existe.
Es Santos Domínguez un hombre que entrega
una pasión extrema a la escritura poética, que se da por entero, se desnuda y
nos hace llegar de esta guisa al poema que cierra su libro, titulado con el
mismo lema de portada que anuncia a los lectores una imposible explicación del
significado de la nieve en el espíritu humano, a través de otro texto
estremecedor, tanto como aquel
As I lay dying, que fue el primer lamento
de Faulkner en su mítico Yoknapatawpha, cuyo título recuerda en
Mientras
Agonizo:
No me voy de vacío como no se va el día sin
su carga sonora de luz cumplida y clara. Me llevo en las pupilas
la presencia de aquellos que me dieron calor con sus miradas,
mi mejor alimento. Bajo otra luz distinta, más blanca y menos
fría, alguien entenderá la plenitud del mundo que persiste
en mis ojos abiertos a la nada. A partir de esa otra
luz distinta, tras un vuelo en torno al mejor Cernuda que igualaba la luz
de Levante con la de Poniente en el corazón del poeta, termina su repaso a la
historia del propio corazón y el retorno incesante al enigma de la vida, que es
en realidad el de la muerte que la contiene y regula en su clepsidra. Lo termina
pues como dijimos, tratando de explicar qué es la vida. No solamente
su
vida, sino el caminar trascendente que inicia todo hombre cuando la luz de la
razón —ah, María Zambrano— le pone como único objetivo el canto. Canto del
asombro que le produce al poeta el mundo, como pretende Aristóteles para el
filósofo en las primeras líneas de su Metafísica, en las que indica que ese
descubrimiento le debe inducir a pensarlo para explicarlo después. Sólo que este
poeta español contemporáneo nuestro, Santos Domínguez piensa, como todos los
poetas verdaderos, a través de la polisemia del lenguaje mismo, modulándolo en
música. Sólo así podría resultar creíble finalmente una explicación de la nieve.
Como veremos sin duda ahora mismo, en la Antología que sigue.
***
ANTOLOGÍA
EL MANANTIAL DE LA DONCELLA
Algo me está buscando entre las hierbas
azules de
otra vida.
(J. E. Cirlot)
De eso tratan los cuentos:
de la noche que acaba con el canto del
gallo,
de atravesar el bosque como quien atraviesa
el fuego, el agua, el
río, el día de la piedra
de un duro Dios ausente.
De un canon de
venganza,
de una náusea en las horas más altas de la luz
y de las
confluencias del animal salvaje
con la inocencia púber de las vírgenes.
De eso tratan los cuentos,
de atravesar un bosque peligroso
en una
ceremonia de nieve y manantiales,
de un rito de serpientes que oficia en el
paisaje
la luz de la doncella con su herida callada.
Del espectro del
odio y el día de la venganza
con ramas de abedul y purificaciones
en la
vigencia ardiente de la tarde
o en la hora combustible de la ira.
Como
cruzar un puente,
fugaz en la gabela de los sueños,
con un halcón, con
una fuente amarga
y un caballo de sombra en la memoria.
¿Qué llama o
sangre viva,
qué rosa o luz de almendro se queda con nosotros
y renace
en el agua transparente del sueño?
¿Qué viento desolado agita los laureles
y apuñala el costado sin vuelo de los pájaros,
la garganta del perro, el
canto de los gallos?
Al fondo canta un mirlo.
¿QUIÉN
TRADUCE UN RELÁMPAGO?
¿Y mañana qué pondremos en el sitio vacío?
(Vicente Huidobro)
No llueve en la memoria de la
infancia,
pero hace frío y la sombra
tiene en metros cuadrados
lo
que tiene la casa vacía del recuerdo.
No llueve, pero hay truenos
y hay
silencio y relámpagos
y una confusa forma de orientarse en las calles,
una extraña manera
de ir de una esquina a otra en el lugar del sueño.
Con lentitud de estanque,
con la fiebre del pez
en el jardín secreto
de la noche,
¿quién traduce un relámpago?
¿Quién cuenta sobre el mar
los granos de mostaza
para medir el hueco que va de un sueño a otro,
la densidad de sombra que flota sobre el frío?
Ya no digo mañana ni
conjugo el futuro,
ni siembro ya estos campos
ni riego los jardines
entre una nieve y otra.
Ya sólo digo ayer, ayer como quien dice
aproximadamente ayer en mi memoria de agua
y en mi garganta opaca con
arena y con viento
y sin conjugaciones.
RÍO DE
SOMBRA
Lograr un monólogo en todos los dialectos del agua
corriente.
(O. Elytis)
Mudable igual que
un río de sombra y de destellos
en el espejo opaco de la tarde,
traza su
curva leve la luz de la memoria
en el agua del cauce y su transcurso
de
liquen y cenizas
o en el agua llovida de las revelaciones.
En el fulgor
huidizo de los pájaros
y en sus círculos de aire después de las tormentas,
en el agua abisal de la marea
feraz en destrucciones y en regresos,
en la médula negra y mineral del fuego.
Un enigma de alas que las luces
resuelven
en la cadencia numeral del día.
CON UNA
RAMA DE OLIVO
De mi lengua he nacido.
(Mahmud Darwix)
Porque dan las ventanas del recuerdo,
rojas como la arcilla o la
sangre inmediata
de un viejo pescador de Galilea,
a tu patria de mieses
y olivos milenarios,
como las Escrituras
que han quemado con sal los
campos de tu tierra
y han pintado de negro tu casa abandonada.
Porque
suena en los pinos la noche de diciembre
en el umbral de un sitio con las
puertas tapiadas.
Que en el metal bruñido de la tarde
de higueras y
cipreses
brille la nota leve de la flauta.
Que sombras frescas crucen un
campo de palmeras
detrás de las colinas.
Que en alto vuelo blanco de
fuga en desamparo,
crezca una luz de almendro
de palomas que suban por
la vía dolorosa
contra el aire quemado de los truenos.
Que a la sombra
del dátil beban gacelas lentas,
mirándose los ojos en el agua.
Que en
tus campos quemados resucite algún día
la sencilla liturgia de la vida,
una rama de olivo y una fuente que mana,
un ramo de azucenas
en las
manos tranquilas de la tarde
y en el mapa sin norte de la muerte
su
población sin luces, su silencio.
EXILIO
TERRENAL
De um estranho país que nunca ví.
sou neste mundo
imenso a exilada
(Florbela Espanca)
Vivir en el exilio
como el que desde dentro de una batalla
ardiente
contempla desvalido la agitación del miedo
y oye la confusión y
su fragor le aturde.
Como el que se extravía
por un bosque extranjero
con sombras agresivas,
ve cuerpos malheridos y guerreros en fuga
y no
comprende nada de estrategias o tácticas,
sólo ve la emboscada y su sangre
instantánea,
la encarnizada furia y el ruido del acero
en la carne
asombrada.
Como esquirlas de huesos,
como astros revocados o material de
sombra,
dos columnas de sangre levantan en la roca
señales minuciosas de
un litoral nocturno
entre el vinoso mar
y la bóveda oscura de las
premoniciones.
Estar bajo este cielo
cuando aparezca el hielo en el
paisaje,
cuando callen los perros y destilen las horas
el sonido mojado
del otoño,
cuando la niebla de los puertos traiga
voces frías de
naufragios en madrugadas mudas.
Efímera o letal sucede la mañana
y su
rito solar de plenitud sonora.
Estar junto a esta piedra
antes que en la
alta tarde
flote con su cansancio el silencio del pájaro.
Estar bajo
este cielo mientras llega
la pleamar repentina, la desembocadura.
Y ya
sin esperanza de retorno,
quedarse en el exilio de un lugar que no existe.
PINAR DE VALSAÍN
Para él la luz del poniente es idéntica a la del oriente.
(Luis Cernuda)
En donde canta el mirlo, en la memoria
o en el verde del pino que
lo oculta,
crece la luz del mundo.
Ajeno al tiempo, en tránsito de
espacio
abre la claridad con su garganta ciega,
prende la plenitud
crepuscular del canto.
Del negro de sus plumas al negro de la noche,
su
canto es la memoria afluente de los años,
el recuerdo del pino y de una luz
más alta
que el musgo de esta tarde creciente de febrero.
El paisaje
sonoro de estos bosques
desplegará un concierto en las tardes de abril
con el compás primaveral del cuco,
el relincho caliente del milano,
y el reclamo invisible que dibuja en el aire
forestal y encendido,
con su sorda bocina, la abubilla.
Y el ladrido asustado de los corzos,
la flauta imperativa de los alcaravanes,
son formas de la luz
descendente en lo oculto.
Del metal vocativo del pinzón en el alba,
al
maullido lunar de los mochuelos
en la garganta musical del mundo
brilla
el pinar con su trazado armónico.
Y en donde canta el mirlo, en la memoria,
nos rodeó silbando la oscura lluvia lenta,
la luz de algún recuerdo tras
las torres de niebla.
MIENTRAS AGONIZO
Tú por tu sueño y por el mar las naves
(Gerardo
Diego)
Por la vía dolorosa de la membrana opaca
se deslizó secreta
la punzada de sangre que me lleva a la muerte.
Lo sé ya, mientras calla
mi dolor en la aguja
y gime sólo el ojo
bajo las dentelladas agudas de
mi miedo.
No me voy de vacío.
Mi inocencia se lleva
de este mundo
feliz hacia una nada de aire
que se disuelve en aire y no duele ni pesa,
las últimas palabras que calmaron mi angustia,
las últimas caricias que
cerraron mis párpados.
Mientras siguen los pájaros cantando
y al fondo
suena el mar innumerable,
no me voy de vacío.
En el milagro azul de mi
mirada
vivieron las mañanas de sol y estuvo el viento
transparente y
fecundo que venía de los pinos,
la materia marina de la tarde,
las
gaviotas que aún vuelan sobre mi asombro alegre.
No me voy de vacío como no
se va el día
sin su carga sonora de luz cumplida y clara.
Me llevo en
las pupilas
la presencia de aquellos que me dieron
calor con sus
miradas, mi mejor alimento.
Bajo otra luz distinta, más blanca y menos fría,
alguien entenderá
la plenitud del mundo que persiste en mis ojos
abiertos a la nada.
PARA EXPLICAR LA
NIEVE
La noche que no es más que noche no la conozco ya.
(O. Elytis)
Para explicar la nieve,
muchas noches regresan, turbios y
perentorios,
los dones dolorosos del recuerdo.
Bajo un dintel violento,
su sustancia invisible
convoca una batalla sin fecha y sin banderas.
Con
colmillos urgentes, con rabia y sin sosiego,
un perro de arrabal desgarrará
en las sombras,
la flor negra del tiempo que alimenta en silencio
un
secreto lugar de un corazón remoto.
Con un candil de escarcha,
con un
cristal de sombra y lágrimas oscuras,
la música invisible de las fuentes
cesa en los frutos vanos de la noche
y el pasmo de la hora decora mi
extravío
sobre el silencio blanco de los muros sin sueño.
Como un aceite
espeso,
desde el cielo oriental va extendiendo la noche
su máscara
eficiente
y un resplandor de enigma crece tras los espejos
y en las
sienes oscuras del gemido y la fiebre.
Herido por el humo, de los álamos
vengo.