Hace poco vi, en casa de un pariente, la última novela de Bernardo Atxaga,
Siete casas en Francia. Le pregunté al dueño, tradicional seguidor de la
obra de Atxaga, qué le había parecido el libro. Me puso un gesto como de duda,
pero que era elocuencia pura. “No sé muy bien para qué ha escrito esta novela,
no sé muy bien por qué la gente escribe determinado tipo de novelas”, dijo.
Quizá por dinero, por obligaciones contractuales, por seguir sintiéndose
escritor, por no caer en la agrafía más absoluta. Algo parecido, pues, habría
que preguntarle a Andrés Trapiello. ¿Por qué escribió usted
Los confines?
Como se apunta en la entradilla, la última novela de Trapiello se
adentra en el delicado tema del incesto y narra la relación apasionada y, ojo,
feliz, de dos hermanos, Max y Claudia. Un recurso, un tema, que también habría
preguntarle al autor si fue o no intencionado, previsto antes de la redacción
inicial, porque da la sensación de que no fue así. De hecho, uno de los
problemas con lo que se topa la novela es con la cuestión de la verosimilitud de
esa relación Max – Claudia, ante la que el lector tiene que añadir
constantemente la coletilla del “ah, que son hermanos” para seguirle el juego a
la novela. La circunstancia del incesto fraternal no la conoce el lector hasta
la página 87, sin que se hubieran presentado antes elementos que hicieron
presagiar ese giro narrativo.
No hay política, ni ningún prurito
de cambiar conciencias o educar en ningún sentido, en Los confines de
Trapiello, sino algo tan poco ambicioso -pero complicado- como sumergir al
lector en una historia. Ese es el valor del libro, y de ese modo hay que
acercarse a él
Insisto, ¿por qué Trapiello
escribió
Los confines? George Orwell expone en su excelente ensayo
Why
I write las motivaciones que le hicieron, un día, sentarse a escribir
.
Sus razones eran políticas, en el sentido muy amplio de la palabra. El deseo
de empujar al mundo en una determinada dirección y no en otra. Ningún libro se
libra de política, dice, y hasta la opinión de que el arte nada tiene que ver
con la política ya es una actitud política. No hay política, ni ningún prurito
de cambiar conciencias o educar en ningún sentido, en
Los confines de
Trapiello, sino algo tan poco ambicioso -pero complicado- como sumergir al
lector en una historia. Ese es el valor del libro, y de ese modo hay que
acercarse a él.
Y, ¿por qué ésta historia? ¿Existe en el autor un deseo,
una sed de conocimiento, una pulsión secreta sobre el tema del incesto? Quién
sabe. ¿Hay un propósito de arrojar luz sobre ese tema espinoso pero real como el
de las relaciones incestuosas? No lo parece, ni se demuestra a lo largo de la
novela. Tan sólo se aportan algunos datos poco relevantes, como la existencia de
miles de páginas en internet sobre el tema, que evidencia que se trata de una
práctica más real de lo que quizá se tiende a pensar. Tampoco parece que haya
habido una investigación previa o una documentación exhaustiva sobre el tema,
así como tampoco hay ninguna toma de postura por parte del autor. Ni se aplaude
ni se condena, sólo se narra la historia de ese amor que, como el de otras
muchas parejas, fue feliz mientras existió, mientras nadie zancadilleó o puso
freno a esa manifestación siempre misteriosa que es el amor.
Así, el
lector asiste a una recreación de la realidad que, de no ser por el exotismo del
tema incestuoso, no le movería a pasar de página. Uno se pregunta, otra vez, qué
sentido tiene que una novela trate de reproducir la vida, de imitarla, cuando se
sabe de antemano que perderá en el intento. ¿Habiendo testimonios reales tan o
más interesantes que los que a veces se novelan, a qué obedece que un escritor
se tome el trabajo y el esfuerzo de componer un universo de ficción que siempre
será más cojo que el real? Leí antes del libro de Trapiello la biografía de
Valerie Hemingway,
Correr con los toros, en los que narra su experiencia
junto al Ernest Hemingway del ocaso y su posterior matrimonio con Gregory
Hemingway, hijo del escritor. El testimonio de las inestabilidades mentales y
laborales de Gregory, su desmedida afición al travestismo, sus amenazas de
someterse a la operación de cambio de sexo, constituyen un material muy
interesante humanamente que cuenta, además, con el aliciente de que lo que se
cuenta sucedió. No digo con esto que la novela, la ficción no tenga razón de
ser: pero Aracataca fue antes que Macondo en
Cien años de soledad.
Puesto que los hechos no existieron
y son producto de la alquimia imaginativa del autor, queda el recurso de la
poética, de la estética, la búsqueda de una belleza formal que reconcilie al
lector. No logra esa conquista Trapiello. La novela hace gala de un estilo
plano, que busca la corrección, la verosimilitud, pero que no logra
conmover
Por eso, los esfuerzos del novelista
de
Los confines por lograr ser verosímil pueden resultar incluso
pueriles. Ciertos tecnicismos para dar sensación de veracidad a la profesión de
Max, ingeniero, o largas construcciones, estériles para el transcurso de la
historia, como: “Acababa de ultimar la venta de una empresa tinerfeña de
ingeniería genética para cultivos masivos a una multinacional holandesa en cinco
mil millones de pesetas, después de un año de negociaciones”. (p. 126)
Un intento de recrear la vida que es prescindible, en cuanto que no lo
exige la trama ni contribuye a esa motivación primordial que crea novelas
memorables. Puesto que los hechos no existieron y son producto de la alquimia
imaginativa del autor, queda el recurso de la poética, de la estética, la
búsqueda de una belleza formal que reconcilie al lector. No logra esa conquista
Trapiello. La novela, contada en primera persona por Claudia, hace gala de un
estilo plano, que busca la corrección, la verosimilitud, pero que no logra
conmover. Es más, cuando lo intenta cae en una cierta cursilería, como cuando la
protagonista enumera los nombres con los que llama a su niña, que eran parecidos
a los que usaba su madre italiana: “Esos «croqueta», «duende», «granito de
anís», «tortuguita, «tirana», «confitura» o «primadonna», eran los mismos que
«crocchetina», «folletto», «anicettino», «tartarughina», «tirana», «confettura»
o «primadonna»”.
Hay un desarrollo lineal, cronológico, de los hechos,
pero la intención estética es mínima a lo largo del relato. Se pueden apreciar
leves reminiscencias de Javier Marías, esa pose y pasado
british de Max,
y un modo de describir los hechos y las acciones en ocasiones notarial, frío,
pero no por eso impersonal. Los hoteles de Gran Vía por los que transitan los
amantes furtivos o detalles como el pijama que Max debe eliminar para que su
mujer no aprecie restos de adulterio. Pero, al margen de odiosas comparaciones,
el Trapiello poeta apenas sí aparece en esta novela y los “logros estéticos” que
promete la contraportada son difíciles de rastrear. Son los hechos, como los
“Hechos” que Max pone por escrito como ejercicio de terapia, los que van
tejiendo la novela. Unos hechos completamente ficticios que, como decimos, no
queda claro cuál es su razón de ser. Como no sea para suavizar en el autor, como
en Max, el azote de ciertos demonios y la defensa de nuevas formas de amor que
vayan más allá de cualquier convención, incluso la biológica. O, sin más, las
ganas de inventar una historia que, como hiciera Corín Tellado, fallecida
recientemente, transportara al lector a un mundo ajeno, nuevo y atractivo.