Las rayas del código de barras
Barcelona. Portal del Ángel. Calurosa
tarde de un sábado de verano. Interior de una tienda de ropa para adolescentes.
Luces crudas, reggaeton a todo volumen. Tras el mostrador de la caja, la
encargada trabaja con el ordenador. Un poco más lejos, una dependienta ordena
camisetas en un estante. Un hombre de unos cuarenta y cinco años de aspecto
descuidado, pero vestido con ropa cara, acompaña a una chica joven, su hija.
Preguntan por un abrigo rebajado. Una dependienta los atiende. De espaldas a la
calle, despatarrado en un sofá, un chico joven mata el tiempo mientras espera
que su novia salga del probador.
Con el calor que pega, ¿qué hace este
tío a estas horas comprando ropa? Y la chica que va con él, ¿será su hija? Sí,
se parecen. Además, no tiene pinta de ser uno de esos pedófilos que compran ropa
a niñitas. Esta tendrá apenas dieciocho años, unos pocos menos que ella misma.
Pero seguro que su vida es mucho más fácil. Es una pija de la cabeza a los pies.
En fin. Hay quien tiene suerte en la vida y hay quien se lo tiene que currar.
Por ejemplo, ella misma. Para empezar, vive en una zona horrorosa y cutre del
Maresme, de cuyo nombre no quiere ni acordarse. Pero, por suerte, es una chica
muy despierta y decidida. Encontró este trabajo mintiendo un poco. En la
solicitud que entregó, y que le costó un huevo rellenar, ¡suerte que tan solo
ocupaba media hoja!, puso que sabía informática. Pero, en realidad, ni una
palabra. Bueno, con el Messenger y los sms es una fiera, pero ni idea de
lectores ópticos, códigos de barras y cosas por el estilo. Pero mira por dónde,
le dieron el curro, y aquí está. Que, aunque buena está un rato, se lo dieron
por lista y espabilada, esa es la verdad. Y sí, es cierto que se necesita saber
de ordenadores. Pasa gran parte del día delante de uno. Que si pagos,
devoluciones, cambios, cuadres de caja, de stocks… Ella, que no quiso estudiar,
lleva ya tantos cursillos que en lugar de ver prendas de ropa solo ve códigos,
rayas y rayas por todos los sitios. Todo está identificado de esa forma. Seguro
que en la central tienen uno para ella. ¿Cómo será? ¿Cómo será concentrada en
esa rayitas? ¿Todo lo que es ella cabrá? Seguro que sí. Blanco o negro, grueso o
delgado… todo. Y esta niña, ¿será distinta? ¿Se podrían distinguir una de otra
viendo solo las rayas? Algún día todo serán códigos, rayas, espacios, grosores.
Y en los ojos de cada uno habrá un lector que transmitirá la información al
cerebro… no habrá que ir a las tiendas, ni pensar cómo son las prendas, ni tan
siquiera probarlas. En esta tienda cada vez se ve menos gente, pero en realidad
se vende más. Los clientes entran y salen tan rápido que ni se los ve. Ya no se
puede ni cotillear. Además, casi siempre son madres las que vienen con las
chicas; hombres, pocos. Por eso este tío tan guapo es una excepción. Parece
interesante, aunque un poco soso. Debe de estar divorciado y este fin de semana
le toca la niña. Y le compra ropa. ¿Será uno de esos tipos que solo saben pagar?
Ni tan siquiera ha preguntado el precio del abrigo que su hija tiene en las
manos. A ella también le gusta. Ayer mismo estuvo tachando los precios de la
etiqueta que acompaña al código de barras. Total, que ahora no vale ni la mitad.
Un chollo, pero, aun así, caro. ¿Y si quedara con él? La cacatúa de la encargada
les prohíbe ligar con los clientes. Puta envidiosa, con lo amargada que es no
debe ligar ni con los clientes, ni con el charcutero, ni con nadie. Tiene que
buscar una manera de decirle algo. Hum… mira, para algo van a servir hoy las
rayas de las narices. Va a comentar cualquier chorrada de ellas mientras deja
caer que sale a las ocho y que no tiene planes. Excepto los que a él se le
ocurran…
¡No es posible, no puede ser cierto lo que está viendo! La
dependienta está coqueteando con su padre, está intentando ligar con no se qué
rollo de las rayas y los códigos. Encima, va de interesante. En sus narices. ¡No
le acaba de decir que sale a las ocho! Que no es un ligue, joder, ni un
separado, ¡es su padre! A ver si se piensa que ella se chupa el dedo. Duda entre
probarse el abrigo o montar un pollo. Decide seguir con la ropa. ¡Qué se habrá
creído! Una tía que no debe de tener estudios, una dependienta que hasta se lía
con el código y las rayas. O no, quizás lo entiende de sobra y lo que pasa es
que lo utiliza para acercarse. Sí, claro, para que el tonto de su padre pueda
oler su perfume, o sus feromonas. Para el caso… Entra en el probador y se pone
el abrigo. Algo no va bien. Se mira por detrás. ¡Bueno! Le ha salido una joroba.
Lo que faltaba. Entre las etiquetas y los artilugios antirrobo cada vez resulta
más difícil probarse una prenda. Se quita el abrigo e intenta deshacer el lío de
plásticos, cartoncillos y cachivaches. La culpa de todo es de esas malditas
rayas de las que habla la dependienta. Aunque ahora le resulten molestas,
reconoce que le gustan. Recuerda haber visto anuncios preciosos que jugaban con
ellas. En uno, se convertían en los barrotes de una cárcel. En otro, se curvaban
elegantemente por el efecto de un rizador de pestañas. Se sabe que algo es bueno
cuando se esparce, lo llena todo de ideas, se deja usar… así ocurre con esos
códigos. Y es cierto que pueden ser como una prisión, como una forma de no ver
lo material, lo corporal, lo que se puede tocar. Cuando termine arquitectura
hará algo inspirado en ellas. Nada hay más simple, más natural y, al tiempo, más
artificioso, más complejo. Si hubiera que añadir algo a esa famosa nave que
envió Sagan al espacio, esa que transportaba información de la Tierra fuera del
Sistema Solar, sería un código de barras. Quizá el de la propia Tierra. ¿Cuántas
se necesitarían para decir algo de este planeta? Tal vez las rayas sean siempre
mapas, que también le gustan, son hermosos, una especie de codificación de la
realidad; como los edificios. Y el código de barras tal vez no sea tan
sofisticado como los antiguos, a lo Ptolomeo, ni tan tierno como los que usaban
los piratas para localizar su isla del tesoro, pero sigue siendo un mapa. Menos
barroco, más zen. Aunque da un cierto vértigo que esa combinación de rayas
describa desde un tornillo hasta una identificación fiscal, pasando por este
abrigo. Sale del probador, para que su padre se lo vea puesto. Ahí sigue, el muy
bobo, con la dependienta pegada como un cromo. A los publicistas se les ha
escapado este uso de las etiquetas: para ligar. En sustitución del «estudias o
trabajas», ¿qué le dirá a su padre, raya o espacio? ¡Imbécil! La tía sigue
intentando quedar. Y el otro gilipollas babea. Así que esta sale a las ocho de
la tarde. Se decide a romper tanta estupidez a base de nuevas rayas. Va a
probarse más códigos en forma de vestidos. Aunque solo sea para molestar.
¿Se habrá dado cuenta su hija de lo que ocurre? Parece que sí. Conoce
esa mirada crítica desde cuando ella tenía catorce años y el mundo —y él en
particular— estaba en su contra. La dependienta le acaba de decir que sale a las
ocho, que está sola y que ha de ser una buena noche para tomar algo. Así. Con
todo desparpajo y normalidad. Está intentando ligar, ¿no? Piensa que antes una
tienda no era el lugar para que un hombre adulto coqueteara con una dependienta
mientras su hija se probaba ropa. Tampoco iban los padres a comprarla, iban las
madres. Ahora, no. Es su hija, que no tiene un euro, la que decide, la
dependienta liga con el cliente, la misma tienda es un ente abstracto, poco más
que una cobertura para los productos y su identificación. ¡¡¡Uf!!! ¡Qué
desbarre! ¿No tendrá razón su hija y es un poco plasta? Un mundo así es
indescriptible. Solo ese elegante juego de rayas y espacios puede acercarse a la
belleza y el caos que produce este nuevo mundo «post». Baudrillard tenía razón,
es puro simulacro. Aceptar o no aceptar, he aquí el dilema. Tiene el código de
barras delante de los ojos. La mano de la chica, a pocos milímetros. Basta solo
con tocarla un momento, mirarla, asentir, y quedarán. Sus ojos recorren la pauta
de rayas como lo haría el lector óptico. Tiene que ganar tiempo. Como si buscara
una guía en su decisión. Pero no hay ningún dato útil, solo país, empresa,
artículo, cifras… Observa de nuevo a la dependienta, es guapa, tendrá tan solo
unos pocos años más que su hija. Es abominable la idea, pero… una noche. Y ella
ya ha puesto lo suyo. Ahora la pelota está en su tejado. Hamlet en el Portal del
Ángel. Ya en Dinamarca sus dudas eran algo cursis; aquí, mucho más. Por cierto,
le queda muy bien el abrigo a su hija. Y esas miradas de odio no deben ser por
la ropa, sino por la dependienta. Pero él es también un hombre, no solo un
padre. Y, mira, a pesar de sus cuarenta y tantos tiene su público… o su cartera.
¡¡¡Ay!!! Sale a las ocho.
¡Bendito aire acondicionado!, hace más grato
el tener que pasar una sofocante tarde de verano de tienda en tienda
persiguiendo gangas. Nota cómo las gotas de sudor esparcidas por sus brazos
empiezan a enfriarse. De seguir así, pronto su piel desnuda empezará a
escarcharse. No le gustan las tiendas de ropa. No soporta el olor a manufactura,
a algodón, a lana, o a cualquiera de esos tejidos sintéticos derivados del
petróleo. Bueno, todo sea por contentar a su chica y tener buen rollito. Al
menos, en esta tienda tienen en cuenta a los sufridos acompañantes y han
instalado un sofá frente a los probadores. Es bastante cómodo, pero las vistas
son tediosas. Frente a él, varias cortinas negras separan los vestidores de la
tienda. A la derecha, un enorme espejo le devuelve la imagen del local, y muy al
fondo, en segundo plano, la calle. Por detrás de una de las cortinas negras
aparece una pierna morena y desnuda, después, un brazo también desnudo; al
final, una hermosa cara sonriente que le pide un poco de paciencia y le lanza un
vestido. Él lo recoge al vuelo. Qué guapa es su chica. Todo le sienta bien.
Cualquier cosa que se ponga. Si al menos le gustara comprar por internet… sin
probarlo, apenas un par de clics y a esperar al cartero en casa, tranquilamente.
Total, no es cuestión de que un pantalón o una camiseta sienten bien o mal, es
cuestión de tenerlos, de poseerlos. Juguetea con el vestido que le lanzó su
chica. ¡Qué cantidad de etiquetas! Y, además, kilométricas: instrucciones de
lavado y planchado, composición, fabricante. Y el consabido código de barras.
¡Pobre!, está a punto de fenecer y pasar a mejor vida. El futuro es la etiqueta
RFID, la etiqueta-chip. Vale, código de barras es un nombre mucho más bonito.
Remite a agentes secretos, sombreros de ala ancha, cigarrillos en blanco y
negro. Etiqueta-chip suena a aperitivo embolsado engullido delante de la tele,
viendo los deportes y con los pies encima de la mesa. Pero a pesar de su poco
glamour, es muy útil. Cada una es única y transmite toda la identidad de
un objeto mediante ondas de radio. Nada de rayas limitadas y genéricas. Desde su
origen hasta su fin, será posible localizar el producto en todo momento. Y se
puede implantar en cualquier cosa, incluso en animales o personas. Además,
resiste lavados, planchados, lejías y todas esas cosas a las que tal vez el
mismo producto no pueda sobrevivir. Desde luego, da un poco de miedo. Pero
también tiene sus ventajas. Imagina seguir la vida de unos calcetines. O de unas
braguitas. Desde la fábrica hasta ¿quién sabe dónde? Cuántas infidelidades se
podrían rastrear. ¡Ja, ja! Ríete, gran hermano. ¡Uff! ¡Cuánto tarda esta mujer!
Qué aburrimiento. Mira al espejo que tiene a su derecha y ve a un cuarentón con
una chica. Otro iluso como él. Con este calor sofocante, ¿qué hace ese tío a
estas horas comprando ropa? Y la chica que va con él, ¿será su hija? Sí, se
parecen. Pero el tío pasa de la hija, está embobado con la dependienta. Más que
embobado, babea. ¡Qué asco! Aunque admite que es más listo que él. Aprovecha que
pasea a la hija para ligar. Viejo verde… la hija está abochornada. Acaba de
arrancar varias prendas de unos colgadores y se dirige indignada al probador. No
le extraña. Hay cosas que los hijos no quieren saber sobre sus padres. Y su vida
sexual es una de ellas. Es un tabú irrompible. Los padres no follan, como
tampoco lo hacen los viejos, ni los obesos, ni los deformes o los
freaks.
¿De qué coño están hablando esos dos salidos? ¿De rayas? ¿Cocaína? ¡Vaya
pervertido! Lo peor de todo es que no tiene decencia. No se entera de que no
debería hacer esas cosas delante de su hija. Que la espere a la salida y se haga
el tonto. Hay situaciones en que hay que actuar de tapadillo, de forma
invisible. Como las etiquetas-chip. Hay que olvidarse de las rayas, viejo.
Echa una ojeada a la tienda. Todo parece bajo control: un chico sentado
en el sofá y medio sepultado por prendas de vestir; a su lado, una de las
dependientas ordena camisetas de un estante; en el extremo opuesto un padre y
una hija son atendidos por otra, la listilla. No le cae muy bien esa chica, es
una creída. Aunque reconoce que trabaja mucho. Y es ambiciosa, aspira a quitarle
su puesto. ¡Qué más querría ella que irse de aquí! Le aseguraron que tan solo
estaría un año de encargada en esta tienda y ya va para tres. No es que esté
mal; se vende mucho y se ganan buenas comisiones. Lo peor es el catalán. Lo
entiende, pero no le gusta hablarlo. Quiere irse a Madrid. Se lo prometieron a
condición de que las cifras de venta fueran buenas. Lo han sido, pero siempre
encuentran una excusa u otra: que si no hay vacantes, que espere una promoción…
bobadas. La gente en Barcelona es amable, pero fría. Las clientas que vienen
suelen ser caprichosas. Tienen unos seis o siete años menos que ella, pero
siente que la separa de esas niñas un mundo. Pero lo peor son las madres. No
sabe si en Madrid serán mejores… tal vez no. ¿Barcelona o Vallecas? Vallecas.
Además, prefería ir a un centro comercial como el que hay en el sur de Madrid,
no a una tienda de calle. Sale de detrás del mostrador y ordena unas perchas.
Ahora ya se mueve en la tienda casi con los ojos cerrados. Ve un código de
barras y ya sabe hasta qué chino ha fabricado esa prenda. Porque, eso sí, aquí
todo es chino menos los empleados… por ahora. Hasta el papel de las etiquetas
está hecho en China. No le gustan los chinos, ni los moros, ni los sudacas, si
nos ponemos a precisar. ¿Racista? Pues sí…, ¿qué pasa? Ya veríamos qué dirían
los ricos si los rumanos vivieran acampados en su acera. Su tía le contaba que
antes una dependienta podía sisar cada mes un buen pellizco. Más propinas y
olvidos de cambio, casi se doblaba el sueldo. Ahora no es posible. Esas rayas
son unas chivatas. Todo lo cuentan, todo lo saben. No puede escaquear nada. A
cambio, no hay que bajar al almacén cada dos por tres. Sabe al instante si está
la prenda o no y dónde, en qué estantería. Sí, le quitó romanticismo al trabajo.
Antes era la envidia de sus amigas por trabajar en una tienda de ropa,
dirigirla, probarse prendas, obtenerlas a bajo precio, pero su trabajo es ya una
pura gestión de códigos e informes. Ahora la compadecen por sus horarios, por su
salario. Tenía que haber estudiado peluquería. Al menos, ahora sería estilista.
Suena mucho más glamuroso que encargada. La que carga. Consulta el reloj. Tan
solo son las cuatro, todavía le queda la tarde entera. Y parece que se presenta
lenta. Mira hacia donde la dependienta atiende al padre. ¿Qué está haciendo la
listilla? ¡No es posible, no puede ser cierto lo que está viendo! ¡La
dependienta está coqueteando con un cliente! ¡Ah, no! Ser buena vendedora no le
da ningún derecho a saltarse las reglas. Sus reglas. Ahora mismo va a saber
quién es ella. Y lo que le va a costar pasarse de la raya.
Nota de la Redacción: este relato forma parte del libro de
Silvia Andrés y
Rafael Manrique,
Diecinueve
rayas (milrazones, 2009). Queremos hacer constar
nuestro agradecimiento a la
Editorial
milrazones por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.