Roman Simić, De qué nos enamoramos (Baile del Sol, 2008)

Roman Simić, De qué nos enamoramos (Baile del Sol, 2008)

    AUTOR
Roman Simić

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Zadar (Croacia), 1972

    FORMACIÓN ACADÉMICA
Licenciado en Literatura Comparada y Filología Española por la Universidad de Zagreb

    BREVE CURRICULUM
Editor de la revista literaria Relations y la colección Zivi jezici [Lenguas vivas], una antología de relatos cortos europeos. Ha publicado el poemario U trenutku kao u divljini [En el momento como en la selva; finalista premio Goran para poetas jóvenes, 1996], los relatos Mjesto na kojem cemo provesti noc [Lugar donde pasaremos la noche, 2000] y U sto se zaljubljujemo [De qué nos enamoramos, 2005 (Tenerife, 2008)]

    PREMIOS
U sto se zaljubljujemo [De qué nos enamoramos, 2005 (Tenerife, 2008)] fue galardonada con el premio del diario Jutarnji list al mejor libro croata de prosa en 2005

    TRADUCCIONES
En 2007 fue publicado en Alemania y Serbia y a principios de 2008 en Eslovenia. Sus relatos también han sido traducidos al francés, sueco, polaco, checo, búlgaro, lituano, español e inglés



Roman Simić

Roman Simić


Creación/Creación
Roman Simić: De qué nos enamoramos
Por Roman Simić, lunes, 4 de mayo de 2009
Poco espacio dedican los medios a recordarnos los días de una guerra cercana a nosotros, porque fue en Europa, pero en “la otra”. Quizás porque no es necesario. Para recordar el horror, las dudas, los miedos y las esperanzas de todos los que lucharon (sin distinción) tenemos colecciones de libros como Del Este, con la que Baile del Sol nos acerca a una rica tradición cultural muy poco conocida en Occidente. Con De qué nos enamoramos volvemos a recorrer escenarios de la guerra, como Zagreb, a protagonizar de la mano de su autor historias sombrías con el paisaje humano de postguerra siempre al fondo, pero enfrentando la realidad sin odio y reconociendo lo que vivieron, vieron y padecieron muchos jóvenes como Roman Simić.

Hicimos lo que teníamos que hacer

Llovía. La carretera era tortuosa y estaba mojada. Tenía que conducir despacio para no salirse de ella, no patinar.
–¿Tienes frío? –preguntó.
Ella no le respondió, fingió estar dormida.
Subió la temperatura del aire acondicionado. Anochecía. Junto a la carretera no había casas ni ovejas, nada. Sintió muchísimas ganas de fumar. El paquete estaba detrás, en la cazadora que ella tenía consigo, y él se lo pensó por un momento.
–Pásame los cigarrillos.
Estaba callada. Sin desviar la mirada de la carretera, él buscó la cazadora con la mano.
–No vas a fumar.
Buscó los ojos de ella en el retrovisor. Estaban cerrados.
–¿Por qué?
Ella no contestó.
Él contempló como en la carretera por delante surgían y desaparecían gastadas líneas blancas.
–¿Qué te pasa? –preguntó.
El único sonido era el de los limpiaparabrisas raspando sobre el cristal.
–Hicimos lo que teníamos que hacer –dijo.
–Sólo te he pedido que no fumes.
Él encendió la radio. Resonó en el interior del coche —
–Por favor...
– ¡ Mierd...!
Centellaron delante de ellos refulgentes luces rojas. La carretera desaceleraba. Volvía a acelerar.
Mientras permanecían callados, él reflexionaba sobre los dos. Sobre el silencio, sobre Vanja. Siempre era ella la que hablaba, la conoció en la calle, delante de una cabina telefónica, ella habló tanto que se le ocurrió —
–¿Te acuerdas de...? –iba a preguntar pero desistió.
Ahora tenían esa pared entre ellos, ese bloque de hielo que se podía tocar, que acechaba en el retrovisor, en los ojos cerrados de ella, donde ya no se atrevía a mirar. Le pasó por la cabeza que estaban en una película, viajando en una limusina separados por un grueso cristal opaco que ninguno de los dos era capaz de bajar.
–Quizás debíamos habernos quedado a dormir en Zagreb. Podía haberle avisado a Joško...
–¿Te he contado lo que soñé anoche? –habló ella. –Soñé que estábamos en la costa sacando conchas de mar...
–Me lo has contado.
–Sacamos muchas conchas, caracoles, todo... Brillaban como
Él ahora conducía más despacio. Pasaban por un pueblo. No había nadie en la calle.
–Tú dijiste que una de las conchas tenía una perla dentro e intentamos abrirla, pero no lo conseguimos. Entonces la dejaste en agua poco profunda para que pensara que estaba libre y...
Detrás de las ventanas de las casas a lo largo de la carretera había velas prendidas, de varias de aquellas colgaban banderas tricolores empapadas por la lluvia, algunas casi tocando el suelo.
–Y cuando se abrió, metiste dentro un cuchillo, la abriste y me mostraste la perla, dentro de ella. Era lo más bonito que había visto en mi vida
–Vanja...
–Luego nos fuimos de la playa y nos cruzamos con alguien que nos preguntó qué tal y tú se lo contaste, pero cuando quisiste enseñarle la perla, ya no podías encontrarla, no estaba, ni siquiera en el bolsillo, la habíamos perdido por el camino
–¡Joder, quieres parar de una puta vez!
Sacó el coche de la carretera, lo detuvo y se volvió hacia ella.
–¿No te lo pregunté...?
–Me preguntaste.
De los ojos cerrados de ella —
Él intentó cogerla. No conseguía abrazarla. Le estorbaban los asientos.
–Cariño...
Ella sollozó, se tumbó y se cubrió la cara con las manos. Él no oía nada. Le tocó la rodilla. Dejó la mano posada sobre ella.
–Vanja...
No sabía qué decir. Se quedó mirando por la ventana, a través del cristal bañado por una luz naranja y húmeda.
–Hicimos...
Se sintió estúpido. Calló. Al final echó la cazadora sobre ella, aprovechando para sacar los cigarrillos en la oscuridad y guardárselos en el bolsillo.
–Duerme. Te despertaré cuando lleguemos.
Sus propias palabras le sonaron huecas, impotentes.
Pensó que debía salir del coche, sentarse al lado de ella y hacer algo.
–Sigue conduciendo, por favor –dijo ella.
Un coche tocó el claxon al pasar a su lado y él se dio cuenta de que estaban parados con las luces apagadas. Arrancó el motor. Se sintió aliviado. Puso el coche en marcha. Momentos más tarde las manos le temblaban en el volante. Intentó concentrarse sólo en la carretera y conducir con cuidado, pero más rápido. Lo consiguió, se tranquilizó. Sintió que le faltaba aire. Bajó la ventana y en seguida volvió a subirla. Del asiento de atrás le alcanzaba un respirar profundo. No sabía decir si ella estaba durmiendo. Pensaba en los dos, en el último par de días. Sucedió... Sucedieron muchas cosas, no quería pensar en ello.
–Ahora ya está.
Al salir del pueblo, pasaron velozmente junto a una tienda en cuyo escaparate iluminado se veía una enorme fotografía del presidente adornada con una cinta negra. Se acordó de Franjo Tudjman (*) y el corazón se le encogió. Estaba muerto, definitivamente, ahora. Lo mantuvieron conectado durante más de un mes, y después... Quién sabe por qué, por alguna razón, precisamente el sábado... Sucedió. No tuvo tiempo ni de pensar en ello, en Tudjman, sólo cuando... Si no hubiera muerto –reflexionó– podían haber estado en Zagreb antes de ayer y ahora ya estarían en casa, él y Vanja... Pero murió. Estaba muerto, expuesto, la gente iba a verlo, la ciudad era un caos, los preparativos, todo paralizado, nada estaba abierto, no podían ir, acordar...
–¿Qué habrá pasado con la otra gente que murió el mismo día? –se preguntó. –¿Cómo los habrán — ?
Oyó un suspiro detrás de su espalda y mantuvo la respiración. Sintió una amargura profunda.
–Y nosotros —
No tenían a los viejos, ni piso...
–Pensaron que nos íbamos al entierro – eso le parecía cómico, repulsivo.
Había dejado de llover y desconectó los limpiaparabrisas. Hacía tiempo que iba conduciendo por un espeso bosque de pinos. Conducía más rápido y cada vez más seguro, como si una fuerza invisible gobernara su cuerpo, y él no se le resistía, sabiendo que todo era en vano, que todo era como tenía que ser. Se le ocurrió que estaba atrapado en su propia vida y se asustó.
–¡Fuera!
Estaba todo oscuro. Le hacía falta un cigarrillo.
Al cabo de unos kilómetros vio a su lado de la carretera un área de descanso, paró. Le retumbaban en la mente toda clase de pensamientos. Aparcó el coche, abrió silenciosamente la puerta y salió fuera, sin la cazadora. Vanja estaba durmiendo. Hacía frío, el aire cortaba y el cielo estaba despejado. Sobre él, como cabezas de alfileres, titilaban las estrellas. Aspiró profundamente, tanto que sintió dolor en los pulmones. Sacó un cigarrillo pero no lo encendió. El cuerpo le temblaba. Se acercó al coche y la miró. Estaba tumbada, encogida, menuda, con los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía el rostro y los labios apretados, como si ni siquiera en el sueño quisiera hablar.
–Lo hicimos. Porque teníamos que hacerlo.
Pensó.
Al entrar, en la sala de espera estaba una embarazada de pelo corto, con un piercing en la nariz, hojeando un periódico. Les sonrió. También sonreía el médico, una música relajante venía de los altavoces, querían que uno se sintiera mejor. Pero no se sentía. Quiso besarla, abrazarla. Ese silencio suyo. No podía recordar cuándo ni por qué —
Miró al cielo. Esperó a que cayera una estrella, pero no cayó. Eran innumerables, pero como por capricho, ninguna se movió. Lo único que vio fue la luz efímera y pálida de un satélite. Encendió un cigarrillo. Se acordó de que una vez, en invierno, volvían de Zagreb a casa y era de noche, nevaba, ella estaba tumbada en el asiento de atrás y él conducía despacio, para no salirse de la carretera, para no patinar, de repente, de alguna parte del bosque, salió corriendo delante de él una corza, una corza en la carretera nevada, recordaba, una corza, se preguntó entonces quién de los dos estaba en el lugar equivocado, el bosque brillaba a su alrededor, la luna, apagó el motor, se quedó mirando a la corza y ella a él, inmóvil, llamó a Vanja para que la viera, para que viera lo bonita, lo viva que estaba, pero Vanja seguía durmiendo y él recordó que nunca había amado tanto a nadie, en todo el mundo, como a ella en aquel momento mientras dormía, que la amaba tanto que no quería despertarla, que la amaba tanto que dejó a la corza huir y desaparecer delante de sus ojos, guardándola para alguna otra ocasión, para ahora, para este beso, para todo lo que tuviera que suceder.

***


(*) Franjo Tudjman (1922-1999) fue primer presidente de la República de Croacia



Nota de la Redacción: el cuento pertenece al libro de relatos de Roman Simić, De qué nos enamoramos (Baile del Sol, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a la editorial Baile del Sol por facilitar la publicación en Ojos de Papel.