Las previsiones del Gobierno, expresadas en la
Actualización
de Programa de Estabilidad, señalan para 2009 una
reducción del 1,6 por 100 en el PIB, un nivel de desempleo del 15,9 por 100 de
la población activa —equivalente a 3,6 millones de parados—, una disminución de
la inflación (IPC) hasta el 1 por 100 —con caídas significativas en los precios
de los bienes de inversión y de las importaciones—, un desequilibrio en las
cuentas exteriores del orden del 6,6 por 100 del PIB, y un abultado déficit
público hasta alcanzar el 5,8 por 100 del PIB. Sin embargo, el
consenso
de los analistas nacionales de la coyuntura económica es aún más
negativo y así lo han expresado también la
Comisión
Europea y el
Fondo
Monetario Internacional. En cuanto a la duración de la
crisis, aunque en el Ministerio de Economía se espera que en el año próximo
remonte la producción y se reduzca el desempleo, no parece ser ese el
diagnóstico de los demás observadores de la realidad económica española, ni tal
perspectiva se compadece con el resultado de la experiencia internacional. Un
estudio recientemente publicado por el
FMI, en el que se han examinado 122 episodios de recesión
en los 21 países de la OCDE entre 1960 y 2007, ha concluido a este respecto que,
cuando coinciden las contracciones crediticias con la reducción de los precios
de los activos inmobiliarios y de las acciones negociadas en los mercados de
valores —es decir, cunado se dan las circunstancias por las que actualmente
atraviesa la economía española—, las crisis, en promedio, duran algo más de
cuatro años y conducen a contracciones acumuladas del PIB del orden del seis por
ciento.
Por tanto, ni el más agorero de los economistas podría exagerar
la magnitud del problema al que nos enfrentamos los españoles: recesión,
desempleo masivo y deflación son elementos que preludian un período de depresión
que no sólo será largo, sino también incierto, aunque ambas circunstancias
dependerán a su vez de los errores y aciertos de la política económica. ¿Cuáles
tendrían que ser, en esta situación, los objetivos de esta última? Desde mi
punto de vista, teniendo en cuenta que la crisis española es a la vez financiera
y real, y que se inscribe en el marco de una crisis internacional generalizada,
la política económica tendría que abordar simultáneamente los cuatro objetivos
siguientes:
- En primer lugar, la estabilización financiera a fin de que el sistema
crediticio se sanee reflejando, lo antes posible, la desvalorización de sus
activos y se recupere así la confianza en las entidades bancarias, de modo que
se reemprendan con suficiente intensidad sus actividades de intermediación
entre el ahorro y la inversión del sector privado.
- En segundo término, la reactivación a corto plazo de la demanda de
inversión con objeto de salvar el desajuste de la oferta con una demanda
efectiva insuficiente.
- En tercer lugar, la transformación del modelo productivo mediante la
reasignación de los recursos de capital desde los sectores de la construcción
e inmobiliario hacia las ramas industriales y de servicios cuya demanda puede
ser expansiva en el medio plazo.
- Y, finalmente, el incentivo a la competitividad microeconómica para hacer
crecer los niveles de productividad y la capacidad de equilibrar el sector
exterior.
Enseguida haré una alusión más detallada a estos objetivos, al modo como el
Gobierno los está acometiendo y a la instrumentación necesaria para alcanzarlos.
Pero antes creo necesaria una reflexión más general acerca de la capacidad del
Estado para desarrollar una política económica de esta naturaleza. La
multiplicidad de los objetivos a abordar, su complejidad y los reducidos grados
de libertad con los que se cuenta, hacen que, en este caso, se requiera una
acción coordinada de todas las Administraciones Públicas —el Estado, las
Comunidades Autónomas y las Administraciones Locales— bajo la dirección del
Gobierno.
Tal coordinación es, en la práctica, inexistente, como se ha
puesto de relieve en la elaboración de los presupuestos de las diferentes
Administraciones para 2009. Un repaso de las cuentas autonómicas señala que se
han registrado todo tipo de políticas, desde la austeridad —las menos— hasta la
expansión descontrolada en el gasto corriente —las más—; y desde la restricción
en las inversiones hasta el incremento moderado de éstas. Y lo mismo puede
decirse de unos Ayuntamientos que han sido incapaces de ajustar su gasto a la
reducción de ingresos que se ha derivado de la crisis de los mercados
inmobiliarios, y que además reclaman dinero para ejercer unas competencias que
denominan «impropias» y que no son sino el resultado de la invasión de los
cometidos de las otras Administraciones, bajo la presión de unos desmesurados
afanes clientelares teñidos de populismo.
La descoordinación de la
política económica es el resultado del ejercicio de la autonomía de cada uno de
los niveles de gobierno, por una parte. Es también consecuencia, por otra, de la
renuncia del Estado a ejercer las competencias residuales de ordenación general
que le permitirían limitar y disciplinar los programas de gasto y las acciones
reguladoras de las Comunidades Autónomas. Y es, en fin, la consecuencia de la
pulsión localista que impregna la actuación de estas últimas alejándolas de la
lealtad institucional que cabría esperar de sus Gobiernos autonómicos.
Esta descoordinación de la política económica se ve favorecida por el
hecho de que, en España, el proceso de descentralización ha llegado demasiado
lejos. Es así en términos de recursos, pues las Comunidades Autónomas gestionan
casi en 36 por 100 del gasto público total, una proporción ésta que excede
claramente al promedio de los países federales de la Unión Europea —Bélgica,
Austria y Alemania— en los que los gobiernos regionales se adjudican sólo un 25
por 100. Y lo es también en el ejercicio de las competencias reguladoras, lo que
ha dado lugar a una genuina fragmentación del mercado interior en numerosos
sectores, tal
como han mostrado en un reciente trabajo los profesores
Rocío Albert y Rogelio Biazzi.
Los ciudadanos no
han sacado ventaja de este estado de cosas. El fracaso del sistema educativo,
las crecientes desigualdades en el acceso a servicios públicos esenciales como
la sanidad, la discriminación lingüística en las regiones que cuentan con dos
lenguas cooficiales, la inseguridad jurídica que se deriva de una administración
judicial obsoleta y fragmentada, y la falta de una verdadera igualdad de
oportunidades ante las Administraciones Autonómicas para licitar en sus
concursos o para obtener de ellas ayudas y subvenciones, son problemas
relevantes que se dejan sentir con una intensidad cada vez mayor. Pero lo más
relevante ahora es que con la actual organización territorial del Estado es
prácticamente inviable el desarrollo de una política para la salida de la
crisis, pues el Estado no dispone de los recursos suficientes y se ve impelido a
malgastarlos en dar satisfacción a los intereses espurios de los gobiernos
regionales, en especial de aquellos que, ostentados por coaliciones
nacionalistas, intercambian reconocimientos competenciales o dotaciones
presupuestarias por su apoyo político en el Parlamento de la Nación. De ahí que
sea impostergable la revisión del marco competencial de las diferentes
Administraciones para resolver los principales problemas, también los
económicos, que acucian a los ciudadanos. Esta es una tarea que deberá
emprenderse a la vez que se aborda la política económica para afrontar la
crisis, lo que sin duda complica aún más las cosas al estrechar el margen de
actuación del Gobierno.
* * *
Veamos ahora cómo se pueden abordar los objetivos de la política económica
que antes he enunciado y cómo lo está haciendo el Gobierno. Comenzando por la
estabilización financiera, quiero señalar que la adopción en octubre de
2008 por el Gobierno español de un cuadro de medidas concertadas con los demás
países de la Unión Europea, me parece esencialmente correcta. La ampliación de
la cobertura del Fondo de Garantía de Depósitos, la habilitación de un Fondo de
Adquisición de Activos Financieros y la autorización al Estado para otorgar
avales a las entidades crediticias, era en aquel momento imprescindible para
atajar la posibilidad real de que España se viera involucrada en un pánico
financiero de dimensiones internacionales.
Sin embargo, la
instrumentación de estas medidas —que el Gobierno concertó en todos sus detalles
con el Partido Popular— adoleció de algunos defectos que conviene resaltar. En
primer lugar, la ausencia de transparencia en cuanto a la aplicación concreta de
las medidas, hurtando la información correspondiente al Congreso de los
Diputados y al público en general, está dando lugar a un enrarecimiento de la
competencia en el sector financiero con el riesgo evidente de que se produzca,
dentro de él, una situación similar a la enunciada por la
ley de Gresham;
es decir, que las entidades quebrantadas por la crisis en virtud de sus propios
errores de gestión, que se benefician preferentemente de la intervención
estatal, acaben desplazando a las de mayor solvencia. Además, la regulación de
estas medidas no ha asegurado la traslación completa de los costes de la
intervención del Estado a los bancos y cajas de ahorro que se benefician de
ellas. Y, por otra parte, estas medidas, al no verse acompañadas de otras
relativas a la supervisión del Banco de España —como pudieran ser la elevación
de los coeficientes de capitalización y de reservas sobre los depósitos a la
vista, o el control de la ratio de endeudamiento— y al tratamiento penal de las
responsabilidades mercantiles, pueden dar lugar a la aparición de problemas
de
riesgo moral en el sector.
En cuanto a la
reactivación de
la demanda de inversión, se debe destacar que la única política eficaz es
aquella que concentra el esfuerzo extraordinario de la inversión pública en la
construcción de infraestructuras generadoras de externalidades sobre el sector
privado, que incrementan su productividad. Ello es necesario para que, con los
recursos que se obtengan en el futuro pueda financiarse el endeudamiento en el
se incurre en el momento actual.
La política de inversiones del
Gobierno, reflejada en los Presupuestos Generales del Estado,
no se
orienta por estos principios. Así, lejos de aumentar, han
disminuido, con lo que el sector público, en vez de sostener el nivel de la
acumulación de capital, va a contribuir a su reducción. Por otro lado, buena
parte de esas inversiones se han programado para satisfacer intereses
territoriales y compensar así los apoyos parlamentarios de los partidos
nacionalistas y regionalistas, o para castigar la ausencia de éstos.
Asimismo, al margen de la política presupuestaria, en diciembre el
Gobierno creó un Fondo Estatal de Inversión Local —el fondo de las
peonadas
de Zapatero— con la finalidad de financiar obras municipales y así generar
empleo. Este fondo fue dotado con 8.000 millones de € —financiados con la
emisión de deuda— y ha sido distribuido entre los más de 8.100 municipios
españoles de forma proporcional a su población. Los 30.900 proyectos acogidos al
fondo se refieren a infraestructuras y equipamientos urbanos, salvo en los
contados casos —un 3,4 por 100— que aluden a inversiones de carácter productivo.
Se trata, por tanto, de inversiones que no van a generar efectos sobre la
productividad del sector privado y, en consecuencia, no van a propiciar
ganancias en el crecimiento de la economía. Si ello es así, de estas obras no se
derivará una nueva creación de recursos susceptibles de compensar a lo largo del
tiempo el déficit en el que se ha incurrido para financiarlas.
Por otra
parte, la creación de empleo con estas
peonadas de Zapatero va a ser muy
escasa. Se ha previsto así que encontrarán trabajo en las obras municipales
277.500 personas; pero como esas obras tienen una duración limitada a unos pocos
meses, en términos de puestos de trabajo anuales, la creación de empleo
beneficiará, como máximo, a 160.000 trabajadores. Sin embargo, conviene anotar
que no todos los parados van a tener las mismas oportunidades de recibir estas
peonadas, pues el desempleo no se reparte de manera proporcional a la
población de cada municipio. Ello hará que, por citar sólo los casos extremos,
mientras un 45 por 100 de los parados de Soria tendrán la posibilidad de
encontrar empleo en las obras municipales, sólo un poco más del tres por ciento
de los desempleados de Almería gozarán de esa misma oportunidad.
Las
peonadas de Zapatero son, en resumen, un ejemplo de cómo no deben hacerse
las cosas en materia de política de inversiones públicas. Sus efectos sobre el
empleo van a ser de poca entidad y muy limitada duración, van a generar
desigualdades entre los parados en razón de su lugar de residencia, van a
carecer de incidencia sobre el desarrollo de la economía a largo plazo y, como
resultado de todo ello, van a implicar un enorme derroche de recursos.
El tercer objetivo de la política económica al que antes aludía, se
refiere a la
reasignación intersectorial de los recursos de capital para
favorecer el
cambio en el modelo productivo. No se me oculta que, debido
a los excesos intervencionistas del pasado, los economistas y, más aún, los
políticos liberales son reacios a tratar esta cuestión. Sin embargo, hay que
recordar que la asignación de recursos a determinados sectores de la economía
puede estar sujeta a importantes fallos del mercado, principalmente por la
existencia de costes hundidos y de externalidades pecuniarias y tecnológicas,
así como por la aversión al riesgo en el mercado de capitales. Estos fallos del
mercado actúan como barreras a la inversión y pueden ser corregidos mediante
intervenciones públicas temporalmente limitadas y sujetas a reglas estrictas de
evaluación y control. Una política industrial, extendida sobre las manufacturas
y los servicios, sería así no sólo posible sino que también estaría justificada.
¿Cuál es la política industrial del Gobierno de Zapatero? Un repaso a
los Presupuestos de este año señala que la consideración del sector de servicios
—más allá de algunas instalaciones turísticas— brilla por su ausencia. Con
relación al sector industrial, los programas presupuestarios —que suman más de
2.700 millones de €— se encuentran anclados en el pasado. Así, dos tercios de
esos recursos se destinan a la política del carbón —siguiendo una tradición
inveterada de la política industrial española que arranca de la Ley de 14 de
febrero de 1907—, a la de reestructuración de la industria textil —cuyo origen
se remonta al año 1960—, a la reconversión de la construcción naval y de la
industria del calzado —que se inició con la década de los ochenta— y también de
la marroquinería, curtidos, muebles y juguetes.
Todos estos programas
son un ejemplo típico de ineficiencia, pues, tras largas décadas de existencia,
no sólo no han resuelto los problemas, sino que los han agravado, al hacer de
las ayudas del Estado una fuente de rentas para empresas y trabajadores que son
percibidas como ingresos ordinarios independientes de su nivel de actividad. Y
son también un ejemplo de clientelismo, con el que se pretende satisfacer las
demandas de grupos sociales geográficamente localizados.
Pero lo grave
no es sólo esto. Además, la sangría de recursos que estas políticas implican
hace que sea muy insuficiente la financiación pública orientada a la
transformación productiva de la industria —unos 500 millones de €—. Tampoco las
dotaciones para la política energética —que apenas rozan los 80 millones de €—
parecen ajustadas a la resolución de los retos que afronta el modelo energético
español: su excesiva dependencia exterior; la vulnerabilidad de la economía
española frente a las variaciones de precios del petróleo; los elevados costes
de la producción de energía eléctrica; y el alto nivel de emisiones
contaminantes, con el consiguiente incumplimiento de los compromisos
internacionales orientados a su limitación. Y lo mismo se puede decir de las
políticas de promoción comercial, cuyos recursos de poco más de 230 millones de
€ se han reducido en un tres por ciento.
Finalmente, debo referirme a la
cuestión de la
competitividad microeconómica. Las políticas que inciden
sobre ella son múltiples, aunque cabe destacar, como las más relevantes, las que
aluden a la regulación del mercado de trabajo, la educación, las regulaciones
administrativas, la supervisión de los mercados financieros, las barreras del
mercado interior y la innovación tecnológica. Veámoslas de una forma sintética.
La regulación del mercado de trabajo requiere, en mi opinión, cambios
urgentes orientados a su unificación normativa con objeto de acabar con la
dualidad que separa al segmento de trabajadores fijos del de trabajadores
temporales. Además, entiendo que la ordenación del despido —que actualmente
supone una barrera a la contratación de trabajadores— debe aproximarse a las
condiciones promedio de los países de la Unión Europea; es decir, un sistema de
despido justificado con indemnizaciones máximas de 13 meses de salario y con una
protección del desempleo hasta 22 meses. Y también considero que debe reducirse
la carga fiscal del trabajo soportada por las empresas, pues no sólo es una de
las más elevadas de Europa, sino que frena la competitividad de nuestro comercio
exterior. Una sustitución parcial de las cotizaciones sociales por un recargo en
el IVA —que, además de ser uno de los más bajos de la Unión Europea, tiene la
ventaja de no gravar las exportaciones— sería muy beneficiosa para el conjunto
de las empresas y, por ende, para la generación de empleo.
La educación
es también crucial para la competitividad. Una reciente
investigación
publicada por el Banco de España ha puesto de
relieve, a este respecto, que la calidad del capital humano está descendiendo en
los últimos años, y que la causa principal de este fenómeno es la reducción de
la aportación que a ella hace la educación. Los altos niveles de fracaso escolar
—por encima del 30 %— y los bajos resultados en la transmisión de conocimientos,
son los indicadores principales del mal funcionamiento de nuestro sistema
educativo. Por ello, es impostergable su reforma, lo que exige revisar esa
sorprendente concepción de la igualdad que se ha desplazado desde la idea de que
todos los ciudadanos deben tener las mismas oportunidades educativas a la de que
todos tienen que alcanzar la misma titulación. Requiere también restablecer la
disciplina en las aulas y revisar los programas docentes. Y reclama devolver al
Estado las competencias que están ahora en manos de las Comunidades Autónomas,
para dotar al sistema de una concepción unitaria, ajena a los intereses de las
oligarquías locales y a los ensueños nacionalistas.
Asimismo ha de
actuarse sobre el marco regulador de los numerosos sectores de la economía,
principalmente en los servicios, propiciando su liberalización, la supresión de
trabas a la creación y cierre de empresas, y la reducción de cargas
administrativas sobre éstas. Sobre este último punto, el
Banco de
España ha estimado que la rebaja en esas cargas
incrementará el PIB en 0,27 puntos porcentuales durante diez años. Y recordemos
que, en términos de empleo, ello equivale,
céteris páribus, a la
creación, casi sin costes, de 53.400 puestos de trabajo al año. Es decir, un
tercio de los que, sólo durante un año, se derivarán de las
peonadas de
Zapatero gastando 8.000 millones de €. Una mención especial cabe hacer, en
capítulo de la política económica, al marco de supervisión de los mercados
financieros, pues sus deficiencias son notorias. Una mayor independencia a los
órganos encargados de ella, reforzando su capacidad investigadora y sancionadora
—en especial en el mercado de valores— y estableciendo reglas más estrictas para
preservar la solvencia de las entidades que operan en esos mercados, son las
reformas más urgentes. Y se precisa, además, una política activa para suprimir
las barreras del mercado interior que se han derivado de las regulaciones
proteccionistas de las Comunidades Autónomas —incluyendo tanto las de carácter
sectorial como las de naturaleza lingüística—, así como de sus prácticas
discriminatorias en materia de licitación y contratación pública.
Finalmente, debe reforzarse el sistema nacional de innovación en su
segmento más débil; es decir, en todo lo relativo a las empresas innovadoras. La
innovación es el resultado de las actividades de creación de conocimiento; unas
actividades que están sujetas a importantes fallos de mercado que la actuación
del Estado debe compensar. De ahí que deba reclamarse un mayor compromiso del
sector público en la financiación de la investigación industrial —incluyendo la
simplificación de los incentivos fiscales—, una mejora de las instituciones
reguladoras de los derechos de propiedad industrial e intelectual, y una
ampliación de las infraestructuras de apoyo a la creación y difusión de la
tecnología.
Concluyo. La crisis ha situado a la economía española en una posición muy
vulnerable que abre la posibilidad, nada remota, de entrar en un largo período
de depresión. Una política económica orientada a combatir la crisis es posible,
aunque indudablemente complicada. Requiere actuar, como he señalado, sobre el
marco político, limitando la distribución territorial del poder y disciplinando,
bajo la dirección del Ministerio de Economía, la gestión presupuestaria de todas
las Administraciones Públicas. Y necesita, sobre todo, fijar unos objetivos
claros y ambiciosos que se extiendan sobre todos los elementos relevantes del
funcionamiento del sistema económico, y que convoquen, en torno a ellos, a las
fuerzas políticas y sociales del país. Para esta tarea es crucial alcanzar un
amplio consenso, tanto en lo que se refiere al diagnóstico de la situación, como
en lo que concierne a las acciones a emprender y a los recursos públicos que han
de aplicarse. Pero lo que es seguro, es que ese consenso nunca se derivará del
encastillamiento de los principales partidos políticos en ideas simplistas que
identifican la política anticrisis con el blindaje del gasto social o con la
reducción de los impuestos.