Dicen los teóricos que la verdadera literatura no tiene función, que no
nace con objetivos concretos ni responde a esas coordenadas que diseccionan los
talleres de escritura creativa. La novela negra, con sus reglas, pretende
sumergir al lector en una serie de incógnitas que despierten en él curiosidad y,
por tanto, ganas de seguir pasando páginas y páginas hasta desentrañar la
verdad. Es una literatura, pues, instrumental, está al servicio de un fin. Por
eso goza de menor fama y prestigio. Por eso los grandes autores del género, los
ídolos del protagonista de
Sólo un muerto más, Dashiell Hammett o Raymond
Chandler, trascendieron las normas básicas del género para crear tipos humanos
evocadores y atmósferas nítidamente literarias. Algo que requiere una destreza y
unos dotes que no se enseñan en las escuelas; el propio Chandler llegó a orillar
la intriga policíaca en sus relatos, como los recogidos en
Una pareja de
escritores, que ilustran
todo eso que es algo más que literatura
negra. Como
Sólo un muerto más es algo más que novelita policíaca.
Estamos ante un libro que va más allá del género, pero que no se
avergüenza de él. Ante todo, el lector que se acerque a este libro debe saber
que encontrará los usos básicos de la novela negra, aderezados por otros
sabores, de acuerdo, pero en modo secundario. La novela ofrece toda esa carga de
incógnitas que puede llegar a desasosegar, puesto que la literatura de intriga
implica una frustración que se resolverá al final, con el desenlace. Así, hay
una propuesta tradicional y ortodoxa basada en la presentación, nudo y
desenlace. Dos gemelos fueron encadenados a una peña, en una playa de Getxo,
Arrigunaga, uno murió y el otro se salvó. ¿Quién lo hizo y por qué? Nunca se
supo, fue antes de la guerra del 36, el asunto se subsumió, en la ficción, se
entiende. Al menos oficialmente, porque la población interconectada de una
localidad pequeña como Getxo se debate entre el olvido y la necesidad de saber.
Porque los gemelos Altube eran unos pájaros de cuidado, con un currículum de
estafas y engaños que comienza desde la juventud; cucos, amorales, ladinos, es
lógico y entendible que alguien quisiera darles muerte. El propio Félix Apraiz,
que da nombre a la peña en la que se puso a estos gemelos con el agua,
literalmente, al cuello, que veía como usaban su argolla sin permiso para
colocar sus aperos de pesca en bajamar, muy en su estilo parasitario de
“sanguijuelas insaciables”.
Se nota que Pinilla conoce el
género, que práctica no le falta, por lo que las andanzas del investigador son
las propias del cánon, sólo que en un contexto lejano a un Los Ángeles o
Chicago: hay caseríos en lugar de pisos sórdidos; playas en vez de muelles
oscuros con estibadores y cajas de pescado y falangistas en vez de policía del
condado
Las primeras páginas ofrecen toda la
carga informativa necesaria para seguir la trama. El lector no puede
despistarse, pues es ahí donde se encuentra el material con el que el novelista
urdirá después toda la historia, una pasta argumental a la que se irá y volverá
a lo largo de la novela. Lucio Etxe, que todas las mañanas peina al alba la
playa; los herreros Zalla, que hicieron lo que pudieron, ¿o lo que quisieron?,
para liberar a los malogrados gemelos de las cadenas, Félix Apraiz, “dueño” de
la peña... Distintos personajes implicados que luego darán pie a la “peripecia
investigadora”, como la llama el propio Pinilla, del librero Sancho Bordaberri
metido a investigador privado, es decir, Samuel Esparta (en homenaje a Sam
Spade, detective de ficción creado por Hammet). Un investigador peculiar, al que
le mueven más los motivos literarios que los meramente detectivescos. Él sólo
quiere escribir una novela, y para ello descubre que bajando a la realidad se
llega antes que inventándola.
Esa peripecia investigadora que cita
Pinilla cumple las exigencias del género, y que le lleva a Bordaberri/Esparta a
visitar a todo aquel que tuviera algo que contar, acompañado de una peculiar
compañera de fatigas, Koldobique, secretaria de la librería metida a partenaire
de pesquisas, curaheridas cuando vienen mal dadas y necesario complemento
secundario a la novela. Se nota que Pinilla conoce el género, que práctica no le
falta, por lo que las andanzas del investigador son las propias del cánon, sólo
que en un contexto lejano a un Los Ángeles o Chicago: hay caseríos en lugar de
pisos sórdidos; playas en vez de muelles oscuros con estibadores y cajas de
pescado y falangistas en vez de policía del condado. Como curiosidad, el libro
está deciado a Romo P. Girca, el seudónimo que Ramiro Pinillo empleó para
escribir
El misterio de la pensión Florrie. Una de esas obritas que hoy
el autor mira con condescendencia y cariño.
Son esos los atractivos que
alimentan una novela que, de ser exclusivamente por la trama policíaca, tendría
un interés limitado. Porque los crímenes son complejos, técnicos, las
investigaciones no dejan de ser una labor fría y pedestre, que si la largura de
las cadenas que se usaron para atar a los gemelos, que si el tiempo que tardaron
los herreros en venir a cortarlas, que si la marea subió más rápido de lo que se
pensaba... Toda una liturgia material que al aficionado al género de intriga
puede atraer en cuanto que ve indicios del crimen en ellos, pero que pueden
reducir la novela a un juego, a un simple truco de magia que se resuelve al
final. Y que crea esa ansiedad a veces incluso incómoda de querer leer más
rápido para acabar con esa duda de saber quién es el malo.
A una trama bien construida, que
atrae al lector y que gasta un tono desenfadado, paródico, con el tipo algo
inseguro que quiere meterse a detective, unimos ese contexto con gran carga
literaria y un ejercicio de metaliteratura que completa la novela dotándola de
valor
No es brillante la resolución del caso,
cuyas hipótesis comienzan a cobrar peso pasada la mitad del relato, y que
culmina con un golpe de efecto sorpresivo pero algo forzado, con el trueque de
la identidad de los gemelos. Es inesperado, sí, pero no por ello magistral,
redondo. Es aceptable, más que suficiente, todo el armazón argumental, que se
sostiene definitivamente gracias al telón de fondo la posguerra, en el año 1945.
Un caso, por cierto, que queda inconcluso en su monumental, y Premio Nacional de
Narrativa 2005,
Verdes valles, colinas rojas y que Pinilla retoma para
Sólo un muerto más.
“Todas las familias están mutiladas, todas
han perdido a alguien en la guerra, y ese miedo cerval a hablar, a moverse...
hay terror”. Es Ramiro Pinilla en declaraciones en la radio con motivo de la
presentación de la novela. A sus 85 años, conoció en primera mano ese mundo
vasco de la posguerra, salpicado de esa violencia y de represión oculta, como
cualquier otro rincón de la España de entonces. Son enjundiosos los destellos de
verdad histórica que arroja, en este tiempo de ajuste de cuentas y de política
del terror que fue la posguerra, y que cuya cruenta dimensión no está claro que
se conozca hoy día. Javier Rodrigo, en su libro
Hasta la raíz, ofrece un
riguroso compendio de esa política de la violencia de Estado. Se leen pasajes
descarnados, en
Sólo un muerto más, como “A seis años de la guerra, la
gente de Getxo sigue siendo asesinada por Franco”. O “¿Cómo ir con un solo
crimen, y además por vulgares motivos civiles, a quienes siguen fusilando a
miles en las cárceles despúes «cautivo y desarmado el ejército rojo, la guerra
ha terminado» de hace seis años?”.
Es reseñable la inclusión del
personaje de Luciano Aguirre, un falangista de los de sensibilidad literaria,
que quiere también escribir su novela a partir del crimen de los gemelos, y que
dibuja con éxito lo grotesco que resulta el intento de alcanzar la belleza o el
arte por la fuerza, a golpe de voluntad o de arrebato.
A una trama bien
construida, que atrae al lector y que gasta un tono desenfadado, paródico, con
el tipo algo inseguro que quiere meterse a detective, unimos ese contexto con
gran carga literaria y un ejercicio de metaliteratura que completa la novela
dotándola de valor. Es sabido que Pinilla escribió más de doce novelas en su
juventud, y sólo logró publicar una. Aunque ganó algún premio, a los treinta y
pico, perdió la ilusión y colgó la pluma. Pero no del todo, porque en 1960 ganó
el Nadal con
Las hormigas ciegas y en el 72 fue finalista del Planeta,
carrera que culminaría en una consagración en forma de trilogía que le valió un
hueco entre los grandes, con su
Verdes valles, colinas rojas. Allí habló
de lo que conocía, el mundo vasco, sus industrias, sus intrigas, sus negocios,
sus comportamientos, sus paisajes. Porque a través del conocimiento y la
observación estrecha de la realidad, la compleja y fascinante realidad, se
comienza a construir literatura. Un hallazgo que realiza el librero metido a
investigador Sancho Bordaberri, que también ha escrito más de una docena de
novelas sin respuesta alguna, como el joven Pinilla. Bajando a la realidad
descubrirá la materia que buscaba para sus novelas porque, como dice el propio
protagonista, “el destino de la imaginación no puede ser otro que la realidad;
otra cosa esa la fantasía”.