El detective João Lopes se inquietó al mirar el reloj. Había errado en
sus cálculos al suponer que Fernando Pessoa acudiría, como de costumbre, a tomar
su aguardiente a Martinho da Arcada. Eran las nueve, pero todavía no había
aparecido en el establecimiento. Aún podía demorarse media hora más antes de
emprender su trabajo en la oficina, pensó, de modo que pidió otro café sin
azúcar, lo sorbió de un trago y en un solaz, concedido por el puro aburrimiento,
miró tras los ventanales la mañana gris de Lisboa.
Una densa niebla, como
surgida de la nada, descendió de pronto sobre Terreiro do Paço y desdibujó los
contornos viejos de la aduana, la figura de los limpiabotas y el intrincado
camino de los tranvías.
—¡Muchacho! —João Lopes alzó la voz para reclamar la
atención de un joven escuálido que servía las mesas—. ¿Sabes si ha de venir hoy
Fernando Pessoa?
—¿Fernando qué?
—¡Sí, hombre! —vio oportuno precisar—.
¡Ese escritor con bigote y gafas de concha que se reúne aquí con algunos amigos!
—¡Ah! ¿Se refiere a ese bicho raro que dicen las malas lenguas que es
hermafrodita? —Esgrimió una sonrisa maliciosa—. Hace días que no lo veo, y lo
lamento de veras porque me pica la curiosidad. Ya sabrá que anda implicado en
ese asunto del mago inglés que se suicidó en la Boca do Inferno o al que
asesinaron. En la ciudad no se habla de otra cosa.
João Lopes fingió cierta
ignorancia.
—¿Mago? Desconocía que hubiera llegado un circo a la región.
—No es un mago de esos que sacan conejos de la chistera. ¡Ya me entiende!
Dicen que es un satánico que ha sido expulsado de varios países de Europa. Magia
negra, canibalismo ritual..., ¡vaya usted a saber! La verdad sólo la sabe la
niebla. —Infundió a sus últimas palabras un tono de extraño misterio mientras
perdía la vista en la amplitud de los ventanales.
—Si aparece por aquí,
¿serías tan amable de facilitarle mi teléfono? —Le acercó una tarjeta impresa en
letras verdes, algo arrugada y con una mancha de tomate.
—Es la segunda
persona que me pide lo mismo esta semana.
João sacó unas monedas del
bolsillo para pagar su consumición y en un gesto explícito, a la vez que
oportuno, lo invitó a que se quedara con el cambio.
—¿Quién fue el otro?
—Un periodista. Se presentó como Augusto Ferreira.
Dicen que fue él
quien encontró la pitillera de ese Crowley y la carta manuscrita en que
anunciaba su suicidio.
—Te facilitaría algún número de teléfono, supongo...
¿Serías tan amable de dármelo a mí también?
—Sí, por supuesto. Lo apunté en
una caja de cerillas, pero a saber dónde la he puesto. —Buscó en algún cajón
ubicado bajo el mostrador—. ¡Aquí está! Si no recuerdo mal, dijo que trabajaba
para Noticias Ilustrado. Quizá sea éste el número de la redacción. Aunque
Ferreira dijo ser amigo de Pessoa, supuso que no llevaría su agenda encima para
que lo localizara esa misma mañana. Tenía mucha prisa en hablar con él.
João
Lopes transcribió los guarismos en el fino papel de una servilleta, lo guardó en
su cartera y salió con paso lento al exterior. Enfundado en una gabardina verde
de solapas anchas atravesó la niebla.
El inspector de Scotland Yard Samuel
Olin hacía cinco minutos que había llegado al número veintitrés de la Rua
Garrett, en el Barrio Alto. Era éste un edificio con el portón carcomido donde
algún perro callejero había marcado, a decir por los efluvios, su territorio.
Había seguido, en parte, el mismo itinerario que João Lopes después de atravesar
la Praça do Rossio y de tomar el elevador de Santa Justa, en el que se entretuvo
algo más de lo necesario por saberlo obra de Gustave Eiffel. Samuel Olin miró
nuevamente el reloj y lamentó que los portugueses no tuvieran en la misma estima
que los ingleses la puntualidad. Parecía un desaire que el detective, con quien
se había citado aquella mañana, aún no estuviera en su oficina. Al filo de las
diez, João Lopes, se disculpó por su demora, le dio en el hombro a Samuel Olin
un golpecito conciliador y lo invitó a subir por una angosta escalera.
La
oficina de João Lopes adolecía de la misma incuria que su inquilino. Samuel Olin
miró, disimuladamente, las paredes manchadas de humedad, los ceniceros
atiborrados de colillas, las papeleras colmadas y el imposible equilibrio del
almanaque suspendido en la pared. Entre aquel desorden parecía providencial que
su hoja visible consignara con exactitud la fecha: «1 de noviembre de 1930.»
—Usted dirá para qué me ha emplazado en su oficina. —Samuel Olin imprimió a
su discurso un tono de urgencia—. Sabe que estoy de paso en esta ciudad. Espero
que no me haga perder el tiempo. En unos días regreso a Inglaterra y me quedan
muchos cabos sueltos que atar.
—Lo he citado para hablarle de un súbdito
inglés, de ese Crowley, pero antes necesito que me conteste a unas preguntas...
Samuel Olin lo interrumpió con brusquedad.
—Creí que las preguntas tenía
que responderlas usted. Mi agenda hoy estaba completa y he tenido la delicadeza
de prestarle mi atención.
—Inspector Samuel, ¿cree en la magia? —Procuró
explicarse mejor—: Me refiero a la magia de lo sobrenatural, no del
ilusionismo...
Samuel Olin soltó una carcajada irreverente.
—¿He de
creer en ella para continuar esta conversación? Éste es mi trabajo, el que me da
de comer, lo que yo crea es asunto mío. De Crowley se ha dicho que es un
nacionalista del Sinn Féin, un espía de Estados Unidos, un doble agente alemán.
Se le ha expulsado de Francia, de Italia... Se le ha vinculado con la
desaparición de niños en Cefalú, en la isla de Sicilia, donde fundó la Abadía de
Thelema, pero nada se ha probado hasta hoy. Algo de chalado sí que tiene que
estar, no obstante. En Inglaterra lo detuvimos por vender un elixir de la vida
que fabricaba con su propio semen.
—¡Qué asco! —João hizo una expresiva
mueca de repugnancia.
—Disculpe, señor João, pero si tiene algo importante
que decir, ¿por qué no se lo cuenta a la policía portuguesa y no a mí?
—A su
debido momento. Usted conoce muchas cosas de Crowley y nosotros apenas ese
episodio de la Boca do Inferno, en las inmediaciones de Cascais. Todavía es
pronto. No quisiera que nadie me tildara de loco, pero tengo dos fotografías que
podrían dar un giro inesperado a la investigación. Cuando sepa todo lo que
quiero saber las pondré en sus manos.
—Señor João, no juegue con fuego. Hay
aptitudes que pueden ser consideradas como obstrucción a la justicia. No
pretenda ser Dios. ¿He de pensar que esas fotografías comprometen a Fernando
Pessoa también? Tengo entendido que ese poetilla es excelso, pero raro a rabiar.
Denos las fotografías que demuestran la homosexualidad de ambos y habremos
zanjado el asunto. ¡Así de fácil! —Siguió elucubrando en voz alta—: «¡El
escritor Fernando Pessoa y el mago Aleister Crowley sorprendidos in fraganti!»
Ése podría ser otro gran titular de prensa.
—Lamento decirle que las
fotografías nada tienen que ver con Pessoa. Le diré más: una es un viejo
daguerrotipo que tiene setenta y cinco años y la otra se tomó a Crowley, o a
alguien que guarda con él un enorme parecido, el pasado día 21 de septiembre en
Sintra, digamos que de forma accidental. Aunque le he de decir con sinceridad
que hasta que su rostro no ha llenado las hojas de la prensa no he sido capaz de
relacionarlo.
—¿21 de septiembre? Déjeme ver. —Samuel Olin sacó una libreta
de apuntes tomados al vuelo en su investigación y los repasó en voz alta—. El 2
de septiembre, Crowley llega a Lisboa en el vapor Alcantara. Lo recibe
Fernando Pessoa en el Muelle de la Rocha do Conde de Óbidos. Pernocta en Lisboa
en el hotel Europa. El 3 de septiembre, Crowley se traslada a Estoril con su
amante miss Hanni Larissa Jaeger y se instalan en el hotel París. —Tragó
saliva—. El día 7, Pessoa confirma que vuelve a ver a Crowley en Estoril y el 9
en Lisboa. La noche del 16 miss Jaeger abandona a Crowley en estado de delirio.
Se cree perseguida por un mago negro llamado Yorke que quiere asesinarla. El día
18, Crowley denuncia su desaparición ante el segundo comandante de la Policía,
el mayor Joaquín Marqués, y se instala, nuevamente, en el hotel Europa de
Lisboa. El día 23... —Samuel Olin interrumpió su disertación cuando cayó en la
cuenta de que, a modo de apostilla, en el final de la página, había hecho una
aclaración—, pero el domingo 21 de septiembre se traslada a Sintra a jugar una
partida de ajedrez, según informa el recepcionista del hotel Europa. —Samuel
Olin guardó la libreta en el bolsillo—. Debo darle la razón. Crowley estaba en
esa fecha en Sintra. ¿Quién se lo dijo?
—¿Qué importa eso? ¿No le parece
extraño que un hombre perturbado por la desaparición de su amante se vaya a
Sintra a jugar al ajedrez?
—No había reparado en esa consideración. Es usted
cuando menos sagaz, aunque jugar al ajedrez tampoco es irse de señoritas, ya me
entiende.
—¿En qué punto, señor Olin, está su investigación?
—En alguno
que me aconseja volver al principio —lo dijo con derrotismo—. Empiezo a
sospechar que no ha habido suicidio ni nada que se le parezca. Lo que embrolla
este asunto es, en realidad, la declaración estrafalaria de Pessoa, pero
teniendo en cuenta su capacidad de fabulación y su desdoblamiento en tantos
autores se puede tomar por otra de sus extravagancias.
—¿Qué ha declarado
Pessoa?
—Juró haber visto el día 24 a Crowley dos veces en Lisboa,
concretamente, al doblar la esquina del Café La Gare en dirección a la Rua 1.º
de Dezembro y, unas horas más tarde, cuando se disponía a entrar en la
Tabacalería Inglesa situada en la Praça Duque da Terceira. Hasta aquí todo sería
normal si Crowley, aparentemente, no se hubiera suicidado la tarde anterior en
la Boca do Inferno. De hecho ese mismo día 23, por la mañana, se despidió del
poeta hacia las diez y media en la puerta del Café Arcada y dijo que volvía a
Sintra. Como sabe la Boca do Inferno no está demasiado lejos de la población.
—En la carta manuscrita que halló el periodista Ferreira, ¿Crowley consignó
la fecha de su suicidio?
—No explícitamente. ¡Ése es otro jeroglífico! Era
un mensaje muy críptico que nos ha ayudado a descifrar el propio Pessoa y un
esoterista independiente... —creyó necesaria la aclaración—, me refiero a que se
mueve lejos de los círculos del escritor. Toda precaución es poca. Cópielo si es
de su interés. —Samuel Olin le dictó en voz alta:
Ano 14, Sol em
Balança.
L. G. P.
«No puedo vivir sin ti. La otra boca del infierno va
a engullirme, aunque no será tan cálida como la tuya.»
Hisos!
Tu.
Li.
Yu.
—Deme una pista, inspector. —Esperó impaciente que le
descifrara el mensaje.
—Lo más importante parece ser ese «Sol em Balança». A
las dieciocho horas y treinta y seis minutos del día 23 de septiembre,
coincidiendo con el equinoccio de otoño, el sol entró en la constelación
zodiacal de Libra, representada siempre con una balanza. Si se suicidó, lo que
está por ver, posiblemente lo hizo a esa hora. En cuanto al mensaje es una mera
declaración de intenciones para remorder la conciencia de miss Jaeger que lo
había abandonado unos días antes. Tu Li Yu es el nombre del sabio chino, nacido
hace cinco mil años, del que Crowley, entre otros, dice haberse reencarnado. El
resto aún no lo hemos codificado satisfactoriamente. Todo parece muy enigmático,
pero en honor a la verdad, señor Lopes, la Policía internacional nos acaba de
confirmar que Aleister Crowley pasó de Vilar Formoso a Badajoz el mismo día 23.
Si obviamos la declaración de Pessoa el asunto ya estaría resuelto.
—Pero el
mago no ha aparecido y hay suficientes indicios de que se suicidó, señor Olin.
—Le recordó lo evidente.
—De lo que hay suficientes indicios es de que todo
esto es una maldita burla y de que alguien tendrá que pagar las consecuencias.
La justicia tiene un precio. No sé si sabe que ese periodista que halló la
pitillera es, casualmente, amigo de Pessoa. ¿No le parece todo una extraña
coincidencia? Transgredir las reglas vende. Crowley está arruinado desde la
quiebra de su editora Mandrake Press. ¡Está claro! Crowley tenía más amigos en
Lisboa de los que yo había supuesto al principio, ¡hasta los tiene en Sintra,
como me ha advertido!
—Usted, como casi todos, ve el asunto con una
simplicidad racional, pero en él hay un meollo oscuro y verdaderamente
enigmático. Lo crea o no, en Sintra siempre transitan los mismos espectros, una
y otra vez. Vienen como pasajeros de la niebla, como augures de una tragedia.
—João logró inquietar al inspector de Scotland Yard.
—Ha conseguido
intrigarme. ¿Qué cliente paga sus servicios?
—Nadie. En estos momentos
investigo por mi cuenta y riesgo, o, dicho de otro modo, por la necesidad de
resolver viejas historias familiares que me espolean la vigilia y el sueño. ¿Y
si le dijera que no es la primera vez que Crowley ha estado en Sintra, que ya lo
hizo hace setenta y cinco años, en las mismas fechas, con pautas semejantes?
Samuel Olin rompió en otra carcajada irreverente y respondió:
—¡Pero bueno!
¿De qué me habla? No me dirá que estamos ante otro conde de Saint Germain que
aparece y desaparece en la historia tocado, acaso, por el don de la
inmortalidad. Sea sensato. Crowley sólo tiene cincuenta y cinco años, sus
cábalas no cuadran, aunque bien mirado podría pasar por un siglo —sonrió
irónicamente—; el sexo, el alcohol y las drogas disipan mucho.
—Disculpe,
inspector Olin si lo he molestado. —João le acercó el sombrero y el abrigo y dio
por zanjada la conversación—. Lamento de veras que todo cuanto le he dicho no
merezca su crédito.
—Compréndame. Yo acostumbro a enfrentarme a cosas más
mundanas: robos, adulterios, tráfico de armas y alcohol. En Inglaterra hay un
importante comercio clandestino con Estados Unidos desde que en ese país entró
en vigor la Ley seca. Las bandas de malhechores se han multiplicado desde que
estalló la crisis de Wall Street. Los magnates que no se han suicidado malviven
con la gentuza de siempre. Estamos desbordados. Y de pronto, llego a Portugal y
me invita a enfrentarme a un fantasma. Si, al menos, me ofreciera algo más
concreto. —La mirada de Samuel Olin se humanizó—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Es posible que busque en los archivos de Scotland Yard cualquier pista
sobre Malaquías King, que vivió en Inglaterra hacia 1854 o 1855 y,
presumiblemente, aun dos décadas antes?
—Tenemos mucho material compilado
desde 1829, año en que se reorganizó el cuerpo y se instaló en las dependencias
de la plaza Whitehall. Todo aquel material está ahora en Victoria Embankment
mucho mejor organizado pero aun así será un rastreo minucioso. ¿Quién fue ese
Malaquías King y qué relación guarda con el caso Crowley?
—El mismo que
asestó un golpe mortal a mi abuelo Servando Ovadía, aunque nunca se probó. Un
testigo presencial del suceso fue mi tío Nuno Brandoa que entonces tenía sólo
seis años. La impresión le hizo perder el habla y se sumió en un silencio
inmutable hasta... —Mantuvo una intriga intencionada.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta el pasado 21 de septiembre en que reconoció en Sintra a Aleister
Crowley como el asesino de su padre.
—¿Demencia senil?
—¡Me habla de
demencia senil! —gritó indignado—. ¿No entiende la importancia de los hechos?
Nuno Brandoa recupera el habla con ochenta y un años para clamar justicia y en
su juicio eso sólo es demencia senil. Yo diría, señor Olin, que es un aura de
lucidez milagrosa.
—Hagamos un trato: usted me permite entrevistar a su tío,
me explica algo de esa historia familiar que nos permita establecer vínculos
coherentes, procura infiltrarse en los círculos intelectuales lisboetas para
saber qué han maquinado Pessoa y ese Augusto Ferreira, y yo, a cambio, me
comprometo a llamar a Londres y pido a mi ayudante que consulte en los archivos
del Cuerpo desde 1829 hasta 1860. ¿Está conforme?
—¡Conforme! Si le parece,
mañana domingo, podemos ir a Sintra a visitar a mi tío.
Nota de la Redacción: Este texto corresponde al primer capítulo de
la nueva novela de
Montserrat
Rico:
Pasajeros de la niebla (Ediciones B, 2009).
Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a
Ediciones B por
su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.