A la vista de todo ello, creo que se puede afirmar sin
exageración alguna que la lucha contra la financiación del terrorismo deja mucho
que desear, tanto porque se ha desenvuelto con la parsimonia propia de los
asuntos que se consideran menores o incómodos, como porque sus resultados son
muy deficientes. Y, sin embargo, no debiera ser así, pues la financiación es una
de las cuestiones clave para el logro de la derrota de las organizaciones
terroristas. El que fue dirigente de ETA e interlocutor de ésta en las
negociaciones de Argel a mediados de los años ochenta, Domingo Iturbe, era
consciente de ello y lo expresó con nitidez cuando escribió que «primero nos
detendrán a nosotros, después cogerán las armas y los zulos, y por último nos
cogerán el dinero; entonces no habrá nada que negociar».
En consecuencia
es pertinente la pregunta acerca de las causas de la ineficacia de la lucha
contra la financiación del terrorismo. A mi modo de ver, dos son los elementos
que configuran la respuesta a esta cuestión: por una parte, el referido a los
instrumentos jurídicos de que se dispone para ella; y, por otra, a la voluntad
política de emplearlos.
En cuanto a los primeros, se puede señalar que,
hasta el año 2003, no ha existido una legislación específica sobre la
financiación del terrorismo, más allá de la tipificación penal de los delitos de
colaboración con organización terrorista o de omisión de denuncia en los casos
de extorsión. En dicho año se promulgó la ley de prevención y bloqueo de la
financiación del terrorismo, que tiene un marcado carácter administrativo; pero
aún falta la inclusión en el Código Penal del delito de financiación del
terrorismo, tal como ordenó en su momento la Resolución 1373 (2001) del Consejo
de Seguridad de naciones Unidas —magistralmente estudiada por el profesor Luís M
Hinojosa, de la Universidad de Granada— y ha destacado recientemente en la
Memoria
de la Fiscalía General del Estado. Además, en el terreno
penal también cabe modificar la práctica inveterada de los jueces de instrucción
que, en la mayoría de los casos en los que se acredita el pago de la extorsión
terrorista, suelen eximir de responsabilidad a los empresarios que lo hacen por
considerar que su miedo puede ser calificado como un «estado de necesidad». Tal
modificación consistiría en conceder a los tribunales juzgadores la competencia
exclusiva para valorar dicha circunstancia eximente en los procesos por
terrorismo.
A estas
deficiencias institucionales —que, por lo demás son comunes a una buena parte de
los países occidentales— se añade actualmente en España la carencia de una
auténtica voluntad política para abordar el problema de la financiación del
terrorismo
La ley de prevención y bloqueo de la financiación del terrorismo
es, como se acaba de señalar, una norma de carácter administrativo que establece
los cauces por los que las autoridades del Ministerio del Interior pueden actuar
rápidamente para impedir operaciones de traslado de fondos a las organizaciones
terroristas. Esos cauces no son otros que los que se vienen empleando, desde la
década de los noventa, para la lucha contra el blanqueo de capitales, por lo
que, desde el punto de vista operativo, es el Servicio de Prevención del
Blanqueo de Capitales (SEPBLAC), que funciona en el Banco de España, el que
actúa como soporte de las actuaciones administrativas. Este
planteamiento tiene algunas limitaciones importantes que no deben
ocultarse. Por una parte, el SEPBLAC es un servicio mal
dotado de personal que opera principalmente en el entorno de las entidades
financieras. Éstas, a su vez, no
cuentan con procedimientos específicos para detectar las operaciones
relacionadas con el terrorismo. Y a ello se añade que,
como ha destacado la
profesora Giménez–Salinas con relación al terrorismo
islamista, en la mayor parte de los casos ni sus fuentes
de financiación ni los modos a través de los cuales mueven el dinero están al
alcance de las instituciones de prevención.
A estas deficiencias
institucionales —que, por lo demás son comunes a una buena parte de los países
occidentales— se añade actualmente en España la carencia de una auténtica
voluntad política para abordar el problema de la financiación del terrorismo.
Ello se manifiesta en la pasividad con la que las autoridades del Ministerio del
Interior contemplan las actuaciones de determinadas Administraciones Públicas en
orden a la provisión de recursos a organizaciones relacionadas con el
terrorismo. Es el caso, por ejemplo, de los programas presupuestarios
establecidos por el Gobierno Vasco, desde 2003, para subvencionar las
actividades de Etxerat y de los familiares de presos de ETA que, en su momento
sustituyeron a organizaciones declaradas ilegales como Gestoras Pro–Amnistía y
Askatasuna. O también de las múltiples ayudas a presos etarras o a sus
familiares aprobadas por algunos de los Ayuntamientos del País Vasco controlados
por partidos nacionalistas.
Un ejemplo de esa pasividad lo ha
proporcionado hace poco más de un mes el Gobierno el la respuesta escrita a una
cuestión parlamentaria presentada en mayo por la diputada de UPyD Rosa Díez.
Ésta le preguntaba al Gobierno si, con ocasión de la aprobación por el
Ayuntamiento de Bérriz de una ayuda de 3.000 € a dos vecinos de la localidad,
encausados por delitos terroristas, para sufragar sus gastos de asistencia al
juicio que se les seguía en la Audiencia Nacional, se había efectuado la
obligatoria comunicación de la operación a la Comisión de Vigilancia de las
Actividades de Financiación del Terrorismo y si, en caso negativo, se había
abierto el oportuno expediente sancionador. Dicha respuesta señala escuetamente
que, en el SEPBLAC, «no existe ninguna constancia de comunicaciones (sobre el
asunto) realizadas por el Ayuntamiento de Bérriz» y no se alude al ejercicio de
la facultad sancionadora que tiene la citada Comisión precisamente porque la
obligada notificación no se ha producido. Claro que si el Gobierno hubiera
actuado en este caso, resultaría injustificable que no lo hubiera hecho con
anterioridad con relación al Gobierno Vasco.