La imaginación moral es la capacidad que tenemos para ponernos en el lugar
de otro, pero no para pensar con sus categorías, sino para discernir los motivos
de su elección y para dar cuenta de lo que aquel sujeto histórico no vio o no
estaba en condiciones de ver. La imaginación moral es el tesoro que hace valer
un observador lleno de experiencia y de conocimientos, el patrimonio de alguien
que se sabe también ignorante, que se enfrenta sin arrogancia al pasado y a los
antepasados.
Eso es lo que he pretendido hacer con los personajes que
pueblan este libro, a los que he apelado como si de interlocutores se tratara.
Me los imagino como testigos raros, informados y poco fiables de un mundo al que
yo no puedo acceder, como documentos excepcionales de un archivo dudoso.
Antiguamente se llamaba tentativa al examen previo que se hacía en algunas
universidades para tantear la capacidad y suficiencia del graduando. A lo largo
del tiempo he ido retratando a algunos de mis héroes alfabéticos preferidos,
justamente a quienes por cargar con algún estigma o alguna rareza profeso mayor
cariño. Las taras por las que a alguien se persigue dicen mucho: revelan qué
concepto de normalidad hay en un lugar determinado, qué idea de lo patológico,
de lo malformado, tiene una sociedad. Que sean personajes imaginarios no resta
dolor o inquietud a su experiencia y, sin duda, nos muestran qué deseamos o
padecemos los humanos…
Esos personajes literarios ejercen poderes
inmateriales sobre los lectores, hasta el punto de convertirse en interlocutores
a veces más importantes que las personas de carne y hueso. Con ellos vivimos,
soñamos, incluso hablamos. En efecto, no sólo convivimos con nuestros
contemporáneos, esos que están censados en el Registro Civil. Convivimos también
con individuos fantasmagóricos que se nos parecen o a los que queremos
parecernos, una populosa demografía de tipos admirables o ruines a los que
interpelamos y con los que debemos aprender a tratar para no perder los papeles:
precisamente lo que le sucedió a la joven burguesa que protagonizaba
Madame
Bovary. En numerosos ensayos, Umberto Eco nos enseña a reflexionar sobre esa
convivencia, pero es en
Sobre la literatura en donde nos proporciona un
breviario en cuatro lecciones, que son el pórtico de mis héroes alfabéticos.
Primera lección. La novela crea un mundo interno, materializado en un
texto, un mundo en el que rige un régimen de verdad y en el que determinadas
proposiciones son ciertas y otras no. En efecto, como señala Umberto Eco, “hay
algunas proposiciones que no pueden ponerse en duda, y [la literatura] nos
ofrece, por lo tanto, un modelo (todo lo imaginario que quieran) de verdad”. O,
en otros términos: si alguien nos dijera que Emma Bovary sobrevivió a su pasión
desenfrenada, que evitó el suicidio, “podríamos contestarle siempre que en los
textos a los que nos referimos”, en este caso en
Madame Bovary, de
Gustave Flaubert, “no es posible encontrar ninguna afirmación, ninguna
sugerencia, ninguna insinuación que nos permita abandonarnos a esas derivas
interpretativas”, a esas cábalas. “El mundo de la literatura es un universo en
el cual es posible llevar a cabo
tests para establecer si un lector tiene
sentido de la realidad o si es presa de sus alucinaciones”.
Segunda
lección. “Los personajes migran”, dice Eco: sus rasgos son inestables porque
aparecen y reaparecen en diferentes textos, porque sobreviven
intertextualmente, escapando a la determinación de un discurso
clausurado. Por eso, a pesar de que esta o aquella afirmación, de que esta o
aquella proposición sobre Bovary sean inciertas, erróneas, si tomamos la
literalidad de lo dicho por Gustave Flaubert en su novela, la verdad es que
podrán ser correctas en otros textos posteriores en los que retorne ese
personaje. Por ejemplo, podríamos añadir, es literalmente cierto que el monstruo
de Frankenstein es mudo en la versión cinematográfica de James Whale, pero ese
enunciado es absolutamente incierto si pensamos en la criatura de Mary Shelley.
“De esta manera, Caperucita Roja, d’Artagnan, Ulises o Madame Bovary se
convierten en individuos que viven fuera de sus partituras originales, y pueden
pretender hacer afirmaciones verdaderas al respecto incluso personas que nunca
han leído la partitura arquetípica”.
Tercera lección. Sobre ellos, sobre
esos personajes a los que llegamos a conocer por sus propias palabras o por el
discurso interpuesto de un narrador, hacemos “inversiones pasionales”, añade
Eco. ¿Qué significa eso? “Por procesos de identificación y proyección, podemos
conmovernos por el destino de Emma Bovary”. Es decir, hay “un espacio del
universo”, de nuestro universo emocional, “en el que estos personajes viven”,
más allá del texto en que aparecieron. Y eso puede ocurrir hasta el punto de que
“determinan nuestras conductas, ya que los elegimos como modelo de vida (de la
nuestra y de la ajena)”. Esto significa que los tomamos como espejos de conducta
en los que quizá se reflejan nuestros actos y, sobre todo, nuestros deseos,
nuestras fantasías, nuestras frustraciones, nuestras inmoralidades.
Cuarta lección. Los personajes de la ficción novelesca sobreviven entre
la
jam session y el destino fatal. Es decir, dichos caracteres “corren el
riesgo de volverse evanescentes, móviles, inconstantes y perder esa fijeza
propia” que les es característica a partir de un texto que está cerrado. Como
los vampiros, vaya. ¿Y por qué? Porque, al decir de Eco, la lectura puede
modificar los textos con una semántica libre. Ahora bien, como inmediatamente
sugiere el ensayista italiano, la partitura está escrita y de lo dicho en ese
texto se harán enunciados más o menos documentables, fundados o infundados, que
la erudición, la crítica, la historia o la filología nos permitirán comprobar.
En todo caso, estos grandes personajes que mudan, que se desvanecen, que
migran, que aletean hasta convertirse en mito, que se adueñan de distintas
narraciones, siempre acaban regresando al lugar original, al texto en que fueron
alumbrados. Por eso, yo también regreso a la
Madame Bovary, de Flaubert.
“La función de los relatos ‘inmodificables’ [como son las obras literarias que
se consuman en ese artefacto material que llamamos libro] es precisamente ésta:
contra cualquier deseo nuestro de cambiar el destino, nos hacen tocar con
nuestras propias manos la imposibilidad de cambiarlo”. No hay una eternidad
textual, sino un cierre. Es decir, frente a los hipertextos de Internet, las
novelas que leemos en papel nos hacen tropezarnos otra vez con el destino de lo
inmodificable o, mejor, con el curso inexorable de la vida, una lección que por
la actual omnipotencia técnica podemos olvidar.
Con la hipertextualidad
muchos han aprendido a ser libres y creativos, a alterar las palabras siempre
provisionales, a cambiar los discursos. “Está bien”, añade Eco, “pero no lo es
todo. Los relatos
ya hechos nos enseñan también a morir” como Emma. Nos
enseñan a rebajar la omnipotencia del hipertexto. Por eso, la lectura de las
novelas, que es o puede ser un acto de libertad, de libertad interpretativa, nos
obliga a respetar lo escrito, a guardarle fidelidad. Con una obra literaria no
podemos hacer lo que se nos antoje, lo que queramos, “leyendo en ella todo lo
que nuestros más incontrolables impulsos nos sugieren”, advierte Eco. Así leía
Emma Bovary y ya ven, ya ven cómo acabó. Cuando operamos de esa manera,
triturando los textos, haciéndoles decir lo que, en principio, no dicen, los
sobreinterpretamos indebidamente comportándonos como lectores
indisciplinados. Tal vez, cuando obramos de ese modo, no nos resignamos a la
decepción de las palabras, a la contrariedad de que esas palabras no digan todo
lo que querríamos que dijeran. Quizá, cuando leemos así, nos negamos a aceptar
que el relato se cierre y que sus personajes, nuestros calcos, también mueran:
como cada uno de nosotros, como Emma Bovary”.
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