«Los hechos no dejan de existir
aunque se los ignore.»
Aldous Huxley
Este relato se publica después de más de treinta años
de producirse los hechos. Se ha ido construyendo en el curso de estos años. Nos
hemos basado en iniciales y rápidos apuntes realizados en las primeras horas y
días, así como en testimonios orales o solicitados por escrito a sus
protagonistas, tiempo después. Reuniones colectivas, grabaciones incluidas, han
recuperado la secuencia de los acontecimientos, ratificado impresiones y
enriquecido el relato con los elementos emocionales y subjetivos que cada uno ha
aportado.
La parte colectiva («La batalla de la Moneda») se basa en los
testimonios de ocho médicos: los doctores Patricio Arroyo, Alejandro Cuevas,
Patricio Guijón, Arturo Jirón, Víctor Hugo Oñate, José Quiroga, Hernán Ruiz y
Óscar Soto; de Miria Contreras, secretaria del Presidente de la República; de
Osvaldo Puccio Huidobro, embajador de Chile en Austria y República Eslovaca,
Brasil, hoy en España y el testimonio escrito y las conversaciones con Juan
Seoane, jefe de la Policía de Investigaciones destacado en la Presidencia. Ellos
estuvieron el 11 de septiembre de 1973 en el Palacio de la Moneda toda la
mañana. También recoge las opiniones de tres mujeres que debieron abandonarlo,
minutos antes del bombardeo de la Fuerza Aérea, Nancy Julien, esposa del ex
embajador de Suecia en la República Argentina, de Carmen Prieto, enfermera, y de
la periodista Verónica Ahumada. Hemos sostenido también conversaciones no
sistematizadas sobre hechos puntuales con Isabel Allende Bussi, hija del
Presidente, y con Joan Enrique Garcés, abogado y asesor del Primer Mandatario.
También alcanzamos —antes de su prematuro fallecimiento en Alemania— a sostener
conversaciones con Osvaldo Puccio Giesen, amigo y compañero de Allende de toda
una vida. La coordinación y elaboración lineal de sus relatos y testimonios la
ha realizado Óscar Soto. Son también de su entera responsabilidad los capítulos
que se refieren a los antecedentes o prolegómenos del golpe militar, así como el
relato acerca del destino posterior de sus protagonistas. («Y después...»)
Al mirar, con la perspectiva de los años transcurridos, los episodios
que contiene este libro, caracterizados por una estricta fidelidad a los
acontecimientos, sin que hayamos introducido un ápice de ficción, resulta
evidente que representan los últimos y trágicos momentos de la historia
republicana, tolerante y democrática de Chile. Son también el inicio de una
larga dictadura, que imprimirá rasgos profundos y difíciles de superar a la
conocida como transición chilena a la democracia. Estos sucesos, y todos los que
ocurrieron en el país, son protagonizados por una gran cantidad de actores que,
en forma genérica, llamamos pueblo o ciudadanos chilenos; sin embargo, es,
también, el protagonismo de una generación que nació, ha crecido, se ha
desarrollado y actuado en el marco de todos los dramáticos episodios que el
mundo, Latinoamérica y Chile viven a partir de 1930.
De esa generación
formamos parte. Vivimos con intensidad los acontecimientos. Nos comprometimos a
fondo en lo que para nosotros era el futuro y la esperanza de la sociedad
chilena. Este riesgo o deber ético explica nuestra presencia en el Palacio de la
Moneda.
Nuestra juventud universitaria transcurrió en las aulas de la
Escuela de Medicina de la Universidad de Chile donde conjugábamos una discreta
dedicación a los estudios, que alcanzaba para las aprobaciones académicas, con
una intensa y estimulante dedicación a los asuntos políticos y sociales. Fueron
años de agitación y efervescencia que estuvieron marcados por la lucha que el
país desarrollaba en pro de la derogación de la Ley de Defensa de la Democracia
(popularmente conocida como la «Ley Maldita») que, habiendo sido promulgada por
la administración de González Videla, ubicaba a Chile junto a Estados Unidos, en
la llamada Guerra Fría. Con el pretexto de la prohibición de las actividades del
Partido Comunista, en realidad se reprimió cualquier actividad de carácter
progresista, político, sindical o estudiantil. En estos asuntos la FECH
(Federación de Estudiantes de Chile) tenía una posición de vanguardia, al igual
que el conjunto de los académicos y trabajadores universitarios. También los
estudiantes estábamos en la primera línea de los movimientos ciudadanos
organizados en contra del incesante incremento de precio de los artículos
básicos. Enrique París, Gustavo Horvitz, Patricio Rojas, Arsenio Poupin y otros
dirigentes de la FECH, de diversas ideologías políticas, nos transformamos en
cabecillas de aquel movimiento que se inició en el ámbito estudiantil contra el
alza de las tarifas de los microbuses urbanos de Santiago, y culminó con los
acontecimientos del 2 de abril de 1957. El gobierno de Carlos Ibáñez llenó de
delincuentes y provocadores las calles de la capital y utilizó a carabineros y
al Ejército en la represión de la población. El asesinato de la estudiante de
Enfermería Alicia Ramírez, baleada en el centro de Santiago, transformó unas
jornadas de griterío callejero en una masiva e incontrolable manifestación civil
que hizo temer por la estabilidad del gobierno.
Como estudiantes
participamos en todas esas actividades que tenían su correlato en la política
general del país. La izquierda, liderada por Salvador Allende, superaba su
inicial división de 1952, en que el Frente del Pueblo, minoritario, casi
testimonial, competía con el «ibañismo». El nacimiento del FRAP (Frente de
Acción Popular) en 1956, fue un hito en que los principales partidos políticos,
socialista y comunista, con implantación en la clase obrera, establecieron una
alianza que sólo terminaría después de 1973. Los jóvenes que nos identificábamos
con esas ideologías veíamos, con esperanza, esa confluencia de objetivos y
propósitos.
Teníamos vigente en nuestros recuerdos acontecimientos que
el mundo había vivido sólo algunos años antes. Ellos influían en nuestras
conciencias y nos motivaban hacia posiciones románticas e idealistas. La derrota
del nazi-fascismo, las heroicas batallas de Stalingrado y Berlín, la gesta de la
República española y su Guerra Civil, estaban cotidianamente en nuestros
pensamientos y discusiones. Compartimos sus poesías y canciones. Neruda, Lorca,
Alberti y tantos otros intelectuales comprometidos con la causa de la democracia
lograban nuestra admiración y cariño. Chile había recibido algunos miles de
exiliados españoles y ellos daban, con su actividad, un gran impulso a las artes
y las letras nacionales. El país había confirmado su tradicional hospitalidad
hacia los perseguidos políticos. En las Escuelas Universitarias compartían
nuestro quehacer exiliados de las numerosas dictaduras latinoamericanas, que
habían elegido a Chile para vivir y completar sus estudios. Muchas veces he
pensado en esta actitud solidaria, y en estas personas, cuando obligado al
exilio en 1973 recibí junto con mi familia el afecto generoso de los pueblos de
México, Cuba y España. Pocas situaciones hay más dolorosas que la obligación de
abandonar tu tierra, tu país y no poder regresar durante muchos años. Se ha
dicho y escrito mucho y elocuentemente sobre este antiguo castigo aplicado a
rebeldes y disidentes; creo que es casi imposible reflejar con realismo la
impotencia, la nostalgia y la angustia que conlleva esta situación impuesta, no
buscada, que corta tus ataduras con las personas y cosas más queridas. Yo me
había casado con una estudiante de Medicina, Alicia Téllez, hija de un
matrimonio de españoles republicanos exiliados, y era amigo de numerosas
familias en esa situación; conocía de cerca el drama del desarraigo (los
«transterrados» de José Gaos), así como el inmenso cariño y apoyo que
encontraban en la sociedad chilena. Jamás podía haber previsto que el destino
nos depararía un futuro de esa naturaleza.
La década del sesenta estuvo
caracterizada por hechos que cambiaban nuestra perspectiva ideológica y
personal. La revelación desde sus propias filas del carácter dictatorial del
régimen estalinista en la URSS, las dogmáticas, violentas y censurables
respuestas a las rebeliones de Hungría y Checoslovaquia, fueron demostrando que
el ideal de sociedad y de hombre nuevo no estaba en los países llamados
socialistas y que la humanidad progresista necesitaba otras referencias. América
Latina vibraba con la proeza de la Revolución Cubana, y Régis Debray nos
ilusionaba con «Revolución en la Revolución». Parecía que ese ejemplo no
solamente era válido para Cuba y países de Centroamérica, sino que podría ser un
camino para otros que en el Cono Sur se debatían en la pobreza, el subdesarrollo
y la explotación extranjera. Había aparecido en 1961 un libro,
La
concentración del poder económico, que mostraba objetivamente en Chile la
pavorosa desigualdad de ingresos, recursos y quiénes eran los grupos y personas
que atesoraban la riqueza nacional. Ricardo Lagos, su autor, había hecho una
importante contribución al conocimiento de nuestra realidad. No tenía yo, aún,
amistad personal con Salvador Allende; observaba como este político, en mi
definición «tradicional», sin ocultar su apoyo a la gesta cubana, insistía en
una práctica parlamentaria e institucional que yo veía sobrepasada. Lo veía
antiguo, incluso desfasado. Lo respetaba, pero no coincidía con su metodología
política. Creía que la democracia chilena estaba hipotecada, entrampada y que
nada podría lograrse con el habitual proceder de la izquierda. Cuando a mediados
de septiembre de 1967 se supo en Santiago de la muerte del médico peruano («El
Negro») que acompañaba la aventura del
Che Guevara en Bolivia, varios
profesionales nos ofrecimos para su reemplazo aunque yo tenía, en esos momentos,
la sensación de que la guerrilla estaba definitivamente derrotada. Durante 1968
hice, con Alicia, un viaje a Europa que nos deparó, por azar, otras
experiencias. Visitamos en Londres a nuestro amigo Claudio Jimeno y en París a
Luis Alvarado, coincidiendo con el llamado Mayo de 1968. No escapó a nuestras
impresiones la emergencia de un pensamiento renovador, absolutamente heterodoxo
y libertario. Quedó en evidencia lo obsoleto y formalista de la izquierda
tradicional que no pudo influir ni controlar un movimiento que escapó a sus
métodos habituales. A partir de esa experiencia dejé de creer en la mitología
del «Partido» como ente abstracto, certero, poseedor de todas las virtudes.
Chile había sido un país en que los acontecimientos políticos que
ocurrían en Europa tenían importante repercusión. Las universidades más
señaladas: la Chile, Católica y Concepción, fueron la base de masivos e
insurgentes movimientos de los grupos más radicalizados. Las dos primeras
vivieron todo el interesante proceso de Reforma Universitaria. La de Concepción,
además, el nacimiento del MIR. Sin duda, esto sucedía al calor del Mayo Francés,
pero también reflejaba los profundos anhelos de cambio de toda la sociedad
chilena. Allí, en estos centros docentes, se fueron manifestando, en abierta
competencia, la Revolución en Libertad, con su socialismo comunitario, y la
izquierda, con su ideología transformadora más influida por la vieja tradición
laica y marxista. Fueron, probablemente, disputas por la hegemonía y la
vanguardia, ya que los fundamentos y los objetivos eran prácticamente idénticos.
Viví con pasión e intensidad esos acontecimientos. Era médico docente de
la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. Trabajaba con los doctores
Francisco Rojas Villegas, Benjamín Viel y Gustavo Molina, y mi dedicación era la
cardiología, manteniendo una profunda motivación por los problemas de salud
pública. La universidad había tomado una dirección ideológicamente bicéfala con
Edgardo Boeninger en la Rectoría y Ricardo Lagos en la Secretaría General; pero
se había producido un proceso de renovación que permitía la elección de los
directivos en Departamentos y Servicios, y que se tradujo en significativos
cambios de personas. Fui designado Profesor Asociado de Medicina y asumí la
Jefatura del Departamento de Cardiología de mi hospital, San Francisco de Borja.
En este establecimiento se habían agrupado varios profesionales que en los
próximos años jugarían roles destacados, muchos de ellos serían víctimas de la
dictadura: José Quiroga, Hernán Ruiz, María Luisa Cayuela, Patricio Arroyo, Iván
Insunza, Eduardo Paredes, Claudio Jimeno, René Morales, Gloria Molina y un largo
etcétera.
Chile ya había elegido las opciones que competirían en las
elecciones presidenciales de 1970. La mayoría de nuestros amigos colaboraban
activamente con Salvador Allende, candidato de la Unidad Popular. Atrás quedaban
las ilusiones de cambios por la vía violenta. Era evidente que el país tenía un
desarrollo político y democrático tan diferente de otros de América Latina, que
impulsar esta alternativa era estar fuera de la realidad. Allende lo había
entendido perfectamente, ya que su prolongada experiencia le indicaba que la
legalidad chilena, utilizando la voluntad popular y/o el consenso, permitiría
realizar los cambios estructurales que la sociedad requería.
Al poco
tiempo de iniciarse la campaña con Allende candidato las circunstancias me
llevaron a ser su médico personal. Es un escueto transcribir que no profundiza
en los aspectos emocionales de la situación. En mis relaciones iniciales Allende
me pareció una persona muy inquisitiva, observadora, quizás arrogante. No fueron
fáciles las primeras entrevistas. Quería siempre saber al detalle los motivos de
tratamientos o conductas que le indicaba. Muchos de éstos derivan de viejas
tradiciones, prácticas y experiencias que no siempre resisten un análisis
científico, aun cuando son racionales y comprensibles. Cuanto más inquieto y
azorado me encontraba, Allende era capaz de hacer una broma ingeniosa, que
distendía el ambiente. Era exageradamente respetuoso con las personas, incluso
en las discrepancias, medía sus expresiones y daba un tono a sus opiniones ante
el cual su interlocutor nunca podía sentirse agraviado. El tratamiento de su
angina de pecho lo hicimos manteniendo casi todas sus actividades electorales
programadas. Diariamente Vera Weinstein pasaba por la casa de Guardia Vieja y
extraía la sangre que procesaba el químico Juan Varleta en el laboratorio del
Instituto de Neurocirugía, y que nos daba la base para el tratamiento
anticoagulante. Felizmente nunca hubo una complicación ni tampoco se repitió el
episodio de dolor de junio de 1970. Allende, además de su constancia política
que dio origen a bromas que él mismo se hiciera (en mi lápida se pondrá: «Aquí
yace Salvador Allende sempiterno candidato a presidente»), era muy enérgico y
decidido. En la tarde noche del 4 de septiembre de 1970 en su domicilio se
seguían con inquietud los primeros resultados de las mesas de votaciones. Cerca
de las 22 horas, Aniceto Rodríguez, designado por la Unidad Popular en el
Ministerio del Interior, telefoneó diciendo: «Salvador, creo que hemos perdido.
Alessandri nos supera progresivamente en votos». Este dato era una filtración
que Patricio Rojas, Ministro del Interior de Frei, había comunicado a Jorge
Alessandri. No era la realidad. Pocos minutos después Joan Enrique Garcés, que
llevaba un escrupuloso y detallado estudio de la tendencia electoral, afirmaba:
«Doctor, usted gana la presidencia por cerca de cien mil votos sobre
Alessandri». Con mucha calma y decisión Allende cogió el teléfono, llamó a Rojas
al ministerio y le dijo: «Ministro, he ganado la elección. Le solicito autorice
una manifestación de mis partidarios, esta noche en el centro de Santiago».
Afirmación esta que era una mezcla de confianza, decisión y audacia, muy
característica de Allende. Treinta minutos después Rojas llamaba a la casa de
Guardia Vieja: «Senador, le solicito que sus partidarios no intenten llegar
hasta el Palacio de la Moneda, para evitar incidentes». Esa noche el discurso lo
hizo Allende, desde los balcones de la Federación de Estudiantes de Chile, en la
Alameda. Nadie intentó violar el compromiso con el ministro. La Moneda estaba
rodeada de fuerzas militares al mando del general Camilo Valenzuela. Algunos
días mas tarde se comprobaría que este general, como otros uniformados, estaba
implicado en las maniobras anticonstitucionales destinadas a impedir que Allende
asumiera la presidencia. ¿No habría sido otro buen pretexto un incidente entre
soldados y partidarios de la UP, en la misma noche del triunfo electoral?
Los mil y tantos días de gobierno allendista me fueron permitiendo
conocer muchas facetas de la personalidad del presidente. Sin duda, fue durante
los viajes a través de Chile y en el extranjero donde se daban las condiciones
para diálogos de mayor confianza e intimidad. Recuerdo con emoción sus gestos de
amistad y cordialidad en la visita a Moscú. Llegábamos al aeropuerto después de
una breve estancia en Argel. Cuando aterrizaba el avión le dije: «Presidente,
quiero romper el protocolo. Poco después de usted me pondré en la fila para
saludar a los dirigentes de la URSS. Aquí nadie se dará cuenta». Me hizo un
guiño de complicidad y aceptación. Vestido con un liviano impermeable blanco, a
una temperatura de 20º bajo cero, saludé a Brezhnev, Kossiguin y Podgorny pocos
instantes después de que lo hiciera Allende. Llegamos al Kremlin, donde nos
hospedaríamos. Mi habitación estaba contigua a la del presidente. A los pocos
minutos se me acercó. «Doctor —me dijo—, traigo este abrigo que no usaré, y que
me parece más apropiado que usted lo use, considerando el clima que aquí hace.»
Conservo aún esa prenda, pero sobre todo conservo el recuerdo de las
circunstancias que la hicieron de mi propiedad.
Igualmente conservamos
una máquina Zenit que compré en uno de los grandes almacenes soviéticos, con
cien dólares que el presidente me regaló: «Para llevarle un recuerdo a su esposa
Alicia», me dijo.
No fue fácil la negociación en la antigua URSS. El
propósito central del viaje era obtener un crédito de 300 millones de dólares
que la economía chilena necesitaba para hacer importaciones básicas. Nuestra
experiencia política era vista con desconfianza desde las esferas del PCUS.
Probablemente un proceso de socialismo en libertad, tolerante y pluripartidista,
que pudiera ser un ejemplo para otros países y pueblos de Occidente, no
solamente tenía que ser combatido desde Estados Unidos, sino también desde las
rigideces y dogmatismos del llamado socialismo real. Allende, político hábil y
experimentado, conocía todos los entresijos que funcionaban en esas sociedades.
Al día siguiente de nuestra visita, por la tarde, después de una prolongada
reunión con el
Politburó soviético, en su habitación, inesperadamente me
dijo: «Doctor, haga sus maletas. Nos vamos mañana. Nuestros anfitriones no nos
entienden y no están por colaborar y ayudarnos a solucionar nuestros problemas.
Interrumpimos nuestro viaje». Me hizo un guiño de complicidad y recorrió con su
mirada todas las paredes y techos del dormitorio donde estábamos. Era obvio. No
se dirigía a mí, sino a todos los micrófonos que ocultamente transmitirían estas
palabras a las altas esferas soviéticas. Creo que las negociaciones marcharon
mejor después de esta circunstancia.
Podríamos seguir relatando muchos
episodios que vivimos, mis compañeros médicos y yo, en la relación con Allende y
que nos condujeron a tenerle un cariño y una admiración enorme. Eran habituales
en él gestos de respeto, consideraciones amables, preocupación por nuestros
familiares más directos. Sin duda son estas consideraciones las que explican que
la gran mayoría de nosotros, sin militancia partidaria, aunque no en mi caso,
estuviésemos siempre a su lado. Por otra parte, jamás medió en nuestra relación
profesional con el presidente ningún vínculo material. Estuvimos con Allende
durante su gobierno y también el 11 de septiembre en el Palacio de la Moneda;
por consecuencia, cariño y comprensión hacia un hombre y un proceso que
admirábamos y compartíamos.
Cuando me incorporé como médico de cabecera
del candidato a la presidencia, me llamó la atención el reducido grupo de
personas que lo acompañaban y ayudaban. Estaba allí su antiguo secretario
personal Osvaldo Puccio Giesen, Rodolfo Ortega, Eduardo Paredes, su hija Beatriz
Allende (Tati) y «Payita» Miria Contreras, compañera sentimental y eficiente
colaboradora. Era evidente que la agresividad, incluso la violencia que la
campaña electoral adquiría, hacía necesario preocuparse por la seguridad
personal de Allende. Esa tarea la cumplirían jóvenes militantes socialistas y
del MIR durante los dos primeros años. Sus primeros jefes fueron Fernando Gómez
y Max Joel Marambio (Ariel Fontana). Luego serían socialistas los encargados ya
que las diferencias tácticas acerca del proceso revolucionario alejarían al MIR
de responsabilidades específicas. Los apoyos logísticos en los diversos viajes,
mínimas tareas de inteligencia, hicieron necesario aumentar el número de
militantes comprometidos. Allende los definió como Grupo de Amigos Personales
(GAP), los que realizaron un intenso y delicado trabajo, no siempre comprendido
por los militantes de la Unidad Popular y que concitó el odio feroz de golpistas
y extrema derecha, que se confabularon en asesinarlos a casi todos, en los días
y meses posteriores al 11 de septiembre de 1973. Recuerdo a los más cercanos:
Daniel Gutiérrez (Jano), Domingo Blanco (Bruno), Jaime Sotelo (Carlos), Marcelo
Schilling, etc. En realidad es injusto mencionar sólo algunos, porque todos los
que conocimos fueron unos valientes y heroicos militantes que entregaron sus
jóvenes vidas por sus ideales.
Hemos querido dar estas pinceladas
gruesas, que explican nuestra relación con el presidente y los motivos de
nuestra última presencia junto a él en los sucesos del día 11. Varios, no
muchos, sobrevivimos a esos acontecimientos y nuestra historia posterior es de
prisión y exilio. Sin embargo, no es ésta la razón más importante ni la más
significativa. Escribimos esta crónica llena de recuerdos y emociones para
nuestros amigos y compañeros cuyas vidas fueron segadas. Nos duelen aquellos
jóvenes que fueron asesinados casi en la alborada de sus vidas. Nos duelen,
también, las muertes prematuras de aquellos que nunca pudieron regresar a su
patria. La tergiversación, la intolerancia y el odio los calificó de
«extremistas» y se han dado múltiples falsas versiones sobre las circunstancias
de sus desapariciones. Muchos, a más de treinta años de los acontecimientos,
permanecen desaparecidos. No han tenido derecho a la vida y aún no tienen
derecho a una tumba. Como puede leerse en el relato, se trataba de obreros,
estudiantes y profesionales ilusionados en la esperanza de construir una
sociedad mejor, más justa, y que, prácticamente inermes, enfrentaron con coraje
el desproporcionado ataque aéreo y terrestre de las fuerzas armadas chilenas.
Queremos rescatar la memoria de sus vidas, para la juventud y el pueblo chileno,
para sus familias y también para nosotros que fuimos los últimos en reírnos,
asustarnos y llorar con ellos.
Este libro no es una crónica del gobierno
de la Unidad Popular, de sus aciertos y sus errores. Tampoco es el relato de las
múltiples intervenciones nacionales y extranjeras que terminaron con la
experiencia de un ideal socialista en democracia y libertad y que comprendió los
mil y tantos días más participativos, emancipadores y estimulantes de la
historia chilena contemporánea. Mucho menos pretende introducir sentimientos de
odio y revanchismo en la sociedad de Chile, la cual con grandes dificultades
avanza, muy lentamente aún, hacia un régimen político de plena soberanía
popular, en que el respeto, la tolerancia y la solidaridad sean patrimonio de
todo el país.
Éste es un relato indesmentible. Todo lo que en él se
transcribe corresponde a la verdad. No es una versión subjetiva ni deformada.
Los hechos así ocurrieron y así se comportaron personas, partidos e
instituciones antes, durante y después del día 11 de septiembre de 1973.
Salvador Allende sabía que sería calumniado y denigrado por los golpistas y sus
promotores. Ésa ha sido la tónica de la versión que la ciudadanía ha conocido
durante todos estos años. Su consecuente ejemplo, que incluye su suicidio, nos
ha comprometido a relatar, para las jóvenes generaciones de chilenos, toda la
verdad. Darla a conocer es el mejor homenaje que podemos hacer al presidente, a
sus colaboradores y amigos y a todo el pueblo chileno.
Las primeras
ediciones del libro se han publicado en España en septiembre y noviembre de
1998. En septiembre de 1999 se publicó la edición chilena. Ésta es una reedición
que verá la luz 10 años más tarde. En ella hemos querido precisar la
participación de detectives, miembros del GAP, las intervenciones radiales del
presidente, lo sucedido en la residencia de Tomás Moro y algunos otros detalles
significativos. Han ayudado a complementar este propósito los testimonios de
Hortensia Bussi, Juan Seoane, el detective Alfonso Fuentes y el doctor Walter
Stein. Durante el tiempo que ha transcurrido, la verdad sobre personas y
acontecimientos se ha impuesto. Otras, con la complicidad de autores, ejecutores
y responsables políticos y judiciales, aún permanecen en la sombra. Nos hacemos
cargo de relatar los hechos hasta hoy conocidos, como un homenaje a los
muertos-desaparecidos de la batalla del Palacio de la Moneda.
El autor
agradece a Alicia Téllez, Rodrigo y Marcia Soto, Jimena García Pardo, Patxo
Unzueta y Patricio Arroyo su colaboración y estímulo.
Dr. Óscar Soto
Guzmán
Madrid, junio de 2008