El de Zapatero es el que, parafraseando a Marx —don Karl, no se confunda el
lector con ese otro gran intelectual que fue don Groucho, aunque tal vez por
reducción al absurdo pudiéramos creer que han sido los galimatías y
extravagancias de este último, los que inspiran al primero; o sea, a Zapatero—
podríamos considerar como el fetichismo del dinero. «Desengañaos —parece querer
decirnos— todo en la economía y en la política, lo único real, es el dinero».
Por cierto, que fue el mismo Marx el que observó en sus
Grundrisse que
«el dinero es como el carnicero de todas las cosas, como Moloch al cual todo es
sacrificado», para añadir más tarde que «el dinero se vuelve de improviso en
soberano y dios del mundo de las mercancías (y) representa su existencia
celestial». Y todo ello para desarrollar su idea, que quedaría finalmente
expresada en
El Capital bajo el epígrafe del fetichismo de la mercancía,
según la cual el dinero y las mercancías aparentan tener una voluntad
independiente de los hombres que los producen.
Hete aquí, pues, al
presidente Rodríguez Zapatero imbuido por el Moloch, por el Baal, por el Saturno
que devora a sus hijos, que exige el sacrifico de los más débiles. Inspirado por
el fetichismo del dinero considerará que la única
política
económica necesaria en el momento actual —cuando la crisis
extiende sus efectos devastadores sobre el empleo, cuando la contracción de la
demanda causa estragos sobre la producción, cuando la deflación arrasa el valor
de los activos reales y, con ellos, las posibilidades de obtención de crédito
por las empresas y los particulares— es la que facilita el numerario a los
bancos y los libera de sus operaciones fallidas para transferirlas al Estado. Es
esa política que consiste en emitir 50.000 millones de deuda pública que
suscribirán las entidades crediticias —adquiriendo así activos solventes con los
que sanear sus balances— para que, con el dinero que hayan pagado, sea el Estado
quien les compre sus activos de valor más dudoso —con lo que, además de reforzar
el saneamiento aludido, recuperarán el numerario inicial—, de manera que,
finalmente, los bancos y cajas de ahorro le habrán endosado al Estado sus
problemas a cambio de que éste les coloque su deuda —que no es otra que la que
todos los ciudadanos acabaremos teniendo con ellos por mor de la ingeniería
financiera—. Esa política que se complementa con el aval del Estado a las
operaciones de emisión de deuda bancaria a medio plazo por un valor que
inicialmente iba a ser de 100.000 millones de euros, pero que, convenientemente
enmendados los presupuestos del Estado, pronto se convertirán en el doble. Esa
política que, en fin, se había prometido transparente y sujeta al control del
Parlamento, pero que, como ahora nos enteramos, gracias a un acuerdo en lo
básico entre los partidos socialista y popular —para que luego se diga que no
son capaces de arbitrar consensos, añado—, no lo va a ser, pues el Gobierno
considera inconveniente que se sepa a dónde va a parar el dinero —con el
artificioso argumento que ello podría dañar la imagen y la solvencia de los
bancos receptores— y menos aún que unos diputados —que al fin y al cabo no son
expertos en los manejos financieros— sean detalladamente informados al respecto.
Y digo artificioso argumento porque, si de verdad la situación financiera de
esos bancos fuera tal que su solvencia estuviera en juego, lo razonable no sería
comprarles sus activos de dudoso valor, sino que más bien deberían ser
intervenidos por el Banco de España con la ayuda del Fondo de Garantía de
Depósitos.
Para empezar, esos Presupuestos se han elaborado bajo un modelo
general de la economía española que opera como si la crisis no existiera. Tal es
la razón por la que se sitúan en un horizonte de crecimiento en el que se prevé
un aumento del producto, de la inversión y del consumo, pero sorprendentemente
también se incrementa el desempleo. De nada vale que todos los indicadores
disponibles apunten en el sentido inverso, pues, en realidad, para una política
dirigida desde el fetichismo del dinero, ello no es
relevante
Así pues, lo único interesante para la política es, al
parecer, el dinero. No sorprende, entonces, que los Presupuestos Generales del
Estado que ha presentado el Gobierno de Rodríguez Zapatero para el año próximo
sólo se preocupen de dar materialidad al fetichismo del dinero y que no guarden
relación alguna con la crisis del sector real de la economía. Para empezar, esos
Presupuestos se han elaborado bajo un modelo general de la economía española que
opera como si la crisis no existiera. Tal es la razón por la que se sitúan en un
horizonte de crecimiento en el que se prevé un aumento del producto, de la
inversión y del consumo, pero sorprendentemente también se incrementa el
desempleo. De nada vale que todos los indicadores disponibles apunten en el
sentido inverso, pues, en realidad, para una política dirigida desde el
fetichismo del dinero, ello no es relevante. Para esa política lo auténticamente
importante es obtener ingresos —o sea, dinero— para repartirlo; y si los
cálculos están mal hechos, de manera que la recaudación de los impuestos se
aleja de las previsiones, para eso está la emisión de deuda pública que también
proporciona dinero. Es así como, seguramente, el déficit público, en vez de ser
moderado, se va a elevar a una cifra que roce e incluso supere el tres por
ciento del PIB, dando al traste con los compromisos de España en la Unión
Europea dentro del Pacto de Estabilidad.
Sin embargo, lo peor no es
incumplir los compromisos; lo peor es que, para financiar ese déficit, habrá que
emitir más deuda pública —unos 8.200 millones de euros adicionales a los 28.500
millones ya programados que, sumados a los 50.000 de la política de salvamento
de bancos, darán una cifra total de 86.700 millones— y que esa deuda tendrá que
colocarse entre los ahorradores. ¿Qué ocurrirá si esos ahorradores, en este
tiempo turbulento que nos toca vivir, prefieren los títulos seguros y
razonablemente rentables del Estado, en vez de aventurarse por el proceloso
cauce de las inversiones empresariales que cuentan con un mayor riesgo? Pues
sencillamente que ese enorme volumen de deuda acabará desplazando el ahorro que,
en condiciones normales, iría a parar a financiar las inversiones privadas.
Dicho de otra manera, las emisiones de deuda pública van a competir por la
liquidez en condiciones ventajosas y ello va a suponer un escollo para la
cobertura de las necesidades de financiación de las empresas, incluso cuando
éstas pudieran estar saneadas y ser altamente competitivas. Pero, ya se sabe,
según la doctrina Zapatero lo único real es el dinero.
Las cosas, con el
Presupuesto, no quedan ahí, sino que llegan mucho más lejos porque el fetichismo
del dinero se extiende, como una mancha de aceite, por los entresijos de los
programas de gasto hasta las más arcanas partidas que se integran en las cuentas
públicas. Si de verdad existiera la crisis del sector real —quiero decir que, si
el Gobierno considerara que esa crisis es un asunto relevante para la política
económica— entonces cabría esperar que una buena parte del gasto público se
orientara hacia la reasignación de recursos desde los sectores menos
competitivos hacia los que cuentan con más posibilidades de crecimiento. Dicho
de otra manera, el Gobierno habría utilizado el Presupuesto para contribuir con
él a la salida de la crisis reforzando el sistema productivo y ayudando a su
adaptación competitiva. El Gobierno, en definitiva, habría hecho cuya la idea de
que es necesario cambiar el modelo productivo.
Pero lo peor no es que el Estado va
a frenar el crecimiento de la acumulación de capital; lo peor está en que, de
nuevo, el fetichismo del dinero planea sobre la distribución de sus inversiones.
Y, así, ésta se inspira primordialmente en un criterio clientelar que obliga a
pagar las adhesiones políticas y a castigar la disidencia
Esta idea no es peregrina ni absurda. Conviene recordarlo, porque la
reclamación de tal cambio no constituye una manía de los economistas desafectos
con al Gobierno o de los sindicalistas que repiten eso del modelo como si fuera
un mantra sin sentido. Recordemos, para ello, al gran economista austriaco
Joseph Alois Schumpeter, a quien debemos la mejor formulación de la teoría del
desarrollo económico. Fue él quien, recogiendo la tradición de la economía
clásica, puso a la innovación en el centro de los procesos de transformación
productiva —«del vendaval perenne de la destrucción creadora», como señaló en su
Capitalismo, socialismo y democracia—; unos procesos que impulsan la
expansión a largo plazo. Y también señaló que el declive de «las empresas
antiguas y las industrias establecidas desde antiguo» es insoslayable y provoca
«crisis o depresiones generales». Sin embargo, Schumpeter creía que ese proceso
debía ser modulado por la acción del Estado. Por ello, dejó escrito que «no
tiene, ciertamente, sentido tratar de conservar indefinidamente industrias que
van quedando anticuadas; pero sí tiene sentido evitar su derrumbamiento
estrepitoso e intentar convertir una huida, que puede llegar a ser un centro de
efectos depresivos acumulativos, en una retirada ordenada».
Veamos,
entonces, a la luz de las ideas shumpeterianas, qué mensaje trasladan los
Presupuestos de Rodríguez Zapatero con relación a la reasignación de recursos
para coadyuvar a la transformación del modelo productivo y contribuir así a la
salida de la crisis. Para empezar, en una situación como la actual cabría
esperar que el Estado tuviera un fuerte compromiso inversor y, por tanto, una
aportación acrecentada a la acumulación de capital. No ha sido así; y el
programa de inversiones públicas contempla una reducción nominal de los recursos
cercana al tres por ciento que, en términos reales, una vez descontada la
inflación, acabará siendo del doble de esa tasa. Pero lo peor no es que el
Estado va a frenar el crecimiento de la acumulación de capital; lo peor está en
que, de nuevo, el fetichismo del dinero planea sobre la distribución de sus
inversiones. Y, así, ésta se inspira primordialmente en un criterio clientelar
que obliga a pagar las adhesiones políticas y a castigar la disidencia. Si se
observa el reparto de la
inversión
pública por Comunidades Autónomas esto se hace meridiano:
allí donde gobierna el partido socialista los dineros aumentan; y donde no lo
hace, por lo general disminuyen, salvo que los partidos regionales
correspondientes hayan acordado una transacción de votos favorables al
Presupuesto a cambio de inversiones —como es el caso de
Navarra,
el País Vasco y Galicia—. No busque el lector un criterio de eficiencia en las
inversiones públicas, pues, como ha dicho Zapatero, lo único real es el dinero;
es decir, el dinero que suma voluntades y doblega oposiciones; el dinero que,
como esto siga así un poco más de tiempo, acabará consolidando un régimen
zapaterista y arrinconando los usos democráticos.
Y podemos seguir por
las políticas que, adecuadamente diseñadas, pueden facilitar la reorientación de
los recursos en orden al fortalecimiento de los sectores con mayor capacidad de
transformación que están en la base del desarrollo económico. Por ejemplo, la
política industrial. Busque el lector sus datos en los Presupuestos y comprobará
su generosa dotación de recursos, cifrada en casi 2.800 millones de euros. De
ellos, dos tercios se van a las políticas de reconversión industrial y al
carbón; políticas que no se orientan a la «retirada ordenada» de las industrias
declinantes, aconsejada por Shumpeter, sino más bien a su conservación
indefinida y, de paso, al sostenimiento de una amplia red clientelar de
empresas, trabajadores, ayuntamientos y de las organizaciones de todos ellos.
Veamos: la política del carbón lleva un siglo sosteniendo a este renqueante
sector; la del textil es más reciente y sólo data de seis décadas atrás; las
intervenciones en la construcción naval empezaron en los años sesenta y su
reconversión a finales de los setenta; las del calzado no cuentan con tanta
tradición pues no se alargan más allá de un cuarto de siglo; y así
sucesivamente. Esta política industrial es un ejemplo del conservadurismo
extremo, de la incapacidad de los gobiernos —el actual y los que estuvieron
antes— para favorecer la reestructuración del sector dejando caer
definitivamente lo menos productivo que queda en él, y de su preferencia por
alimentar a los grupos de presión, por lo general de ámbito local,
enganchándolos permanentemente al Presupuesto. He aquí otra vez representada la
eficacia del fetichismo del dinero. Y, mientras tanto, para promover la
inversión de las pequeñas y medianas empresas en las regiones de menor
desarrollo apenas se presupuestan 255 millones, y para la promoción industrial
en general un poco más de quinientos.
En fin, el colofón de todo este
planteamiento conservador lo pone la política de vivienda, de manera que, con
más de 1.600 millones de euros, se convierte en una prioridad fundamental, lo
que se refleja en el aumento en casi el 17 por 100 de su presupuesto. Es
sorprendente, pues, con un mercado saturado en el que existe actualmente
alrededor de un millón de viviendas sin vender
Por ejemplo,
también, la política científica y tecnológica que sigue centrada en el reparto
de dinero entre las universidades y los organismos gubernamentales, con
preferencia de estos últimos, a algunos de los cuales, como el CSIC, se le
aumenta la dotación en un 35 por ciento. Y por el contrario las ayudas a las
empresas —que son el segmento más débil de nuestro sistema de innovación— siguen
siendo insuficientes para impulsar un cambio fundamental que coloque a una buena
parte del tejido productivo en la línea de la introducción de nuevos productos o
de la incorporación de nuevos sistemas de producción más productivos y
competitivos. De esta manera, seis de cada diez euros se los siguen llevando las
instituciones científicas y cuatro van para las empresas. Digamos adicionalmente
que, si lo que se quiere es propiciar un cambio estructural hacia la
competitividad, no se trata de ahogar financieramente a la investigación
científica, sino de ampliar mucho más los recursos que se destinan al cambio
tecnológico en las actividades productivas. Esto es lo que no contempla
suficientemente el Presupuesto.
Por ejemplo, asimismo, la raquítica
política energética de este Presupuesto que apenas concede ochenta millones a
esta rúbrica, casi todos para incentivar las energías renovables y el ahorro en
el consumo. Ello significa que no hay una política definida para afrontar la
transformación del modelo energético a fin de reducir su dependencia de las
importaciones de petróleo y gas —y de paso, atemperar la vulnerabilidad de la
economía española ante las variaciones del precio de estos suministros—, de
moderar los elevados costes de la producción de electricidad y de ajustar las
emisiones de gases de efecto invernadero a los compromisos internacionales
adoptados por España.
Y así sucesivamente con otros elementos
relevantes para la transformación del modelo productivo, como pueden ser los que
se refieren a la internacionalización y la exportación —que le importa tan poco
al gobierno de Zapatero que se ha reducido la dotación del Instituto de Comercio
Exterior, tal vez porque en este caso no hay clientelismo posible— o a la
educación —que también tiene unas partidas cuyos recursos, además de descender
en términos reales, no se orientan a una mejora organizativa en el sistema
educativo o al aumento de su rendimiento—.
En fin, el colofón de todo
este planteamiento conservador lo pone la política de vivienda, de manera que,
con más de 1.600 millones de euros, se convierte en una prioridad fundamental,
lo que se refleja en el aumento en casi el 17 por 100 de su presupuesto. Es
sorprendente, pues, con un mercado saturado en el que existe actualmente
alrededor de un millón de viviendas sin vender, el gobierno se propone favorecer
la ampliación de esta cifra en más de 150.000 unidades adicionales. El
fetichismo del dinero planea de nuevo sobre este asunto, pues de lo que se trata
es de conceder ayudas a los potenciales compradores —que, incluso, van a poder
ser personas de renta alta—, además de a los jóvenes arrendatarios de pisos y a
otros grupos sociales, todo ello, sin duda, para favorecer su adhesión política.
Y, así, el sempiterno problema de la vivienda esperará un año más a que el
Gobierno decida tratarlo, no para transferir rentas a los promotores y
constructores, sino para encauzar su solución.
En resumen, unos
Presupuestos del Estado que ignoran la crisis del sector real de la economía y
que, inspirados por el fetichismo del dinero, se orientan al reparto de los
recursos públicos con criterios más clientelares que económicos. Los problemas,
por ello, seguirán ahí esperando que algún día haya un Gobierno capaz de
abordarlos con decisiones transformadoras. Pero muy bien pudiera ocurrir que ese
día tarde en llegar o no llegue nunca, pues Zapatero nos está esperando a la
vuelta de la esquina —que es lo mismo que decir de la legislatura— para
recordarnos con la satisfacción cínica que concede el aprovechamiento de las
debilidades humanas: «¿Lo veis? Lo único real, lo único que importa es el
dinero».