Les recomiendo la lectura de un clásico voluminoso (más de mil páginas) de
la literatura inglesa del siglo XIX, editado estupendamente el pasado mes de
abril por la editorial Valdemar. Se trata de
Casa desolada, del gran
Charles Dickens (1812-1870), un imprescindible de la novela universal, concepto
escrito aquí con mayúsculas.
No es nada infrecuente que cuando incluso a
un buen lector de cualquier parte del mundo se le menciona el nombre de Dickens,
inmediatamente se disparen en su mente imágenes relacionadas con motivos
navideños, historias infantiles ambientadas en paisajes y hogares victorianos,
melodramas sentimentaloides y cargados de patetismo con una buena carga de
idealización de una vida cotidiana inglesa no exenta, a partes iguales, de
amabilidad, excentricidad, y una humanidad que sobrevuela siempre todas las
disparidades y profundas desigualdades de la diferencia de clases. Esta idea tan
extendida y tan equivocada tiene mucho que ver con la enorme fama y difusión que
alcanzaron varios de los trabajos primeros de nuestro autor, como
Los
documentos póstumos del club Pickwick (1836-37),
Oliver Twist
(1837-38),
El almacén de antigüedades (1840) o los popularísimos
Cuentos de Navidad (1843-48).
A la obra de Dickens siempre le ha sentado
mal el pasar por ser popular y por ser epítome de una época muy concreta de la
historia inglesa y europea, la etapa victoriana, de la que la obra de nuestro
escritor con frecuencia ha sido tenida como expresión típica precisamente de la
sociedad que ponía en tela de juicio y rechazaba
Sin embargo existe
otro Dickens, el de la madurez por así decirlo, que ha sido menos frecuentado o
que ha sido pasto menos habitual de los cuentos, narraciones y películas
pensadas para el consumo infantil. Me refiero al Dickens que, sin duda ninguna,
está en el origen por ejemplo del mejor Dostoievski, en el del mejor Kafka. Es
el Dickens del compromiso social sin tapujos y el maestro supremo del análisis
psicológico de los personajes en permanente evolución. Es el Dickens que dio
comienzo con una de sus obras maestras más conocidas y hoy menos frecuentadas,
David Cooperfield (1849-50), y que prosiguió con títulos tan emblemáticos
y centrales de la mejor literatura en inglés del XIX como
Tiempos
difíciles (1854),
La pequeña Dorrit (1857-58, novela que en palabras
de Bernard Shaw hizo más por el socialismo que toda la obra de Marx) o
Grandes esperanzas (1860-61).
A este periodo de la pasmosa
producción dickensiana pertenece
Casa desolada (1852-53), una de las
novelas del genio inglés que presenta una mayor carga y compromiso social, una
de sus novelas menos conocidas entre nosotros, debido quizá a las considerables
reservas que siempre ha tenido la crítica académica y anquilosada, no sólo en
nuestro país, sino en el mundo entero.
En este sentido a la obra de
Dickens siempre le ha sentado mal el pasar por ser popular y por ser epítome de
una época muy concreta de la historia inglesa y europea, la etapa victoriana, de
la que la obra de nuestro escritor con frecuencia ha sido tenida como expresión
típica precisamente de la sociedad que ponía en tela de juicio y rechazaba. Es
cierto que la literatura de Dickens ofrece defectos con generosidad, y que estos
probablemente se cosechasen debido al frenético ritmo de trabajo del escritor y
a los plazos de entrega que le imponían las editoriales y los periódicos. Como
tantos otros escritores del XIX que se “profesionalizaron”, Dickens no paró ni
un instante de escribir, y tenía varias obras en proceso a la vez. Este marco de
trabajo, de producción literaria, hace que algunas de sus novelas ofrezcan
tramos rellenos de discursos moralistas o con situaciones melodramáticas
convencionales. Errores que la crítica denomina “de gusto”. Con todo, Dickens no
deja de ser, sencillamente, el mayor narrador inglés del XIX, uno de los más
grandes de toda la centuria en cualquier idioma. Y a él se debe el
descubrimiento y construcción de una nueva forma literaria, lo que podríamos
llamar “la novela social”, en la que aparecen fundidas dos grandes caminos de la
narrativa inglesa que él heredó: por un lado la “picaresca”, con casos excelsos
como Defoe, Fielding y Smollett; y por otro el camino de lo sentimental, con
Goldsmith y Sterne como cumbres.
Dickens perfila en Casa desolada unos
personajes de extraordinaria vitalidad, complejos y de notable y sugerente
ambigüedad. Pero nuestro autor también sabe convertir en “personajes” de primera
magnitud los ambientes, y logra así que las diferentes puestas en escena tengan
una fuerza y significados simbólicos imposibles de obviar
Ya hemos
señalado que el punto fuerte en la narrativa de Dickens es el tratamiento
psicológico de los personajes y los efectos que en ellos producen la explotación
y las crueles desigualdades producidas dentro del contexto de las relaciones
humanas.
Casa desolada es un ejemplo magnífico de lo dicho. La novela
narra la historia de Esther Summerson, quien muchas veces en primera persona, y
casi como si de una autobiografía se tratase, explica su vida y su anhelo por
hallar su identidad, superar su origen humilde y desgraciado y llegar a triunfar
en la sociedad. Abandonada por su padres al nacer, Esther es protegida por John
Jarndyce, un poderoso caballero, generoso y amable cuya obsesión en la vida es
el pleito que mantiene por una herencia. Desde los 18 años Esther vive en la
residencia de su protector, Casa desolada, junto a unos primos adolescentes de
John, huérfanos también y en la pobreza más absoluta a causa de la herencia que
disputa su primo.
En esta novela Dickens deja muestras sobradas de
pertenecer a ese rarísimo tipo de escritores que son capaces de crear y dejar
plasmados en unos folios en blanco todo un universo y una sociedad. Dickens
perfila en
Casa desolada unos personajes de extraordinaria vitalidad,
complejos y de notable y sugerente ambigüedad. Pero nuestro autor también sabe
convertir en “personajes” de primera magnitud los ambientes, y logra así que las
diferentes puestas en escena tengan una fuerza y significados simbólicos
imposibles de obviar. A este respecto pensemos por ejemplo en la importancia
metafórica de la niebla en esta Casa desolada que aquí recomendamos con carácter
de urgencia.
Convendrán conmigo en que ha habido pocos lectores tan
sagaces y pertinentes a lo largo de la historia como Chesterton. Pues bien, él
dijo que en su opinión
Casa desolada constituye el punto más elevado de
la madurez como novelista de un genio de la novela moderna como Dickens, su obra
central. Otro crítico cuyos vaticinios y razonamientos sientan cátedra literaria
en nuestros días es el casi “canonizado” Harold Bloom. Este judío neoyorkino que
encajaría a la perfección en los planos en blanco y negro de una película de
Woody Allen ha llegado a asegurar que la palabra “leer” resulta pobre y confusa
al enfrentarla a la entrega a la que invita
Casa desolada. Es cierto,
leer a este Dickens maduro y genial demanda entrega lectora y tiempo, un tiempo
y una entrega que son recompensados con creces por el arte de un autor de los
pocos que por derecho propio entró hace ya muchos años en el exclusivo club
literario de los más grandes.