En España, “el pueblo”, ese magma indefinido e indefinible, se concreta en el elemento germinal de la sociedad política: la ciudad clásica, ya sea el Madrid rebelde o -mejor aún- el municipio de Móstoles. Desde ese punto y hora, la nación se alumbra como los individuos que residen (articulo 1º de la Constitución de 1812) en el territorio español -entonces distribuido entre ambos hemisferios- y se bautiza, políticamente hablando, como el conjunto de sus pobladores. No debe, pues, sorprendernos que la soberanía nacional, como mito fundacional de una nación de ciudadanos libres e iguales, se incrustara, desde su origen, en el código de identidad de la izquierda. Así aparece en todas las constituciones de estirpe gaditana, desde 1812 a la actual de 1978, pasando por los textos de 1837, 1869 y 1931. Y así terminan por aceptarlo en 1890 los políticos conservadores, cuando Cánovas recoge y respeta la ley de sufragio universal (masculino), votada por la mayoría de la izquierda liberal en la legislatura precedente. Desde el año ocho, como en las divisiones de la ciudad clásica, el principio étnico-tribal se sustituye por el principio demótico-territorial. Y como en la ciudad antigua, la comitia centuriata se confunde con la curiata: el pueblo se convierte en ciudadano y miliciano a la vez. Recoge el poder y toma las armas en un mismo gesto de soberanía. Y, desde entonces, como antes en Francia, l’Armée fut la cité et la cité fut l’Armée.
¿Por qué esa explosión de cólera y rebeldía en 1808-1813, en contraste a la falta de reacción, apenas diez o quince años después? Porque lo cierto es que “los cien mil hijos de San Luis” cruzan la Península en 1823 sin otra resistencia que la pequeña escaramuza simbolizada por la imponente plaza de Trocadero que la conmemora y magnifica en París. Chateaubriand -que andaba en el negocio de inflar la imagen de una Restauración borbónica, tan sobrada de legitimidad como deficitaria de gloria militar, en comparación a Napoleón el grande- nos lo cuenta en un libro poco leído pero inteligente e instructivo: en la segunda Guerre d’Espagne, los ejércitos del legitimismo debían triunfar “donde el Corso había fracasado”. ¿Cómo? Comportándose civilizadamente; es decir, con orden y buenas maneras. Los soldados borbónicos tenían, pues, que vivir de su propia intendencia, en lugar del pillaje y saqueo. Debían pagar las vituallas, en vez de robarlas. Respetar al campesino y honrar la religión, en lugar de maltratarlo, asesinarlo y humillarlo convirtiendo sus iglesias en cuadras de la caballería francesa. El contraste es evidente y la diferencia en los resultados también lo fueron. Una cosa es la salvaje carga de los mamelucos de un soldado de fortuna implacable, como Murat, y otra muy distinta el comportamiento de un aristócrata de academia, sensible y culto, como el duque de Angulema, presto a presentar armas al paisaje al entrar en Andalucía. Y precisamente ese contraste tan llamativo proporciona alguna de las claves en relación a la primera invasión y al levantamiento revolucionario y patriótico que desencadenó. Los ejércitos profesionales de la Restauración, que habían aprendido de la derrota napoleónica, como en tantas cosas, regresaron a la ortodoxia militar ilustrada. Reinventaron la logística del Marechál de Saxe: para marchar, había que comer primero. Los límites de la violencia estaban en la capacidad de abastecimiento de la fuerza expedicionaria.
Así pues -y antes de la cinta sin fin del ferrocarril entre retaguardia y vanguardia- esos límites eran muy estrechos en espacio y en tiempo. Fue precisamente la tropa revolucionaria -perfeccionada y disciplinada luego por Napoleón- quien rompió con la aporía logística de los militares del XVIII, dándole la vuelta al dictum ilustrado: si en lugar de comer para marchar, se marchaba para comer, la violencia rompía todos los límites. El genial ensayo de Clausewitz se apoya en esa reflexión. De esta suerte, vivir sobre -y del- terreno conquistado proporcionó a los ejércitos republicanos y napoleónicos una ventaja incontestable. La ciudad sitiada por los “tiranos coronados”, presa de la grande peur, moría aterrorizada. Pero también sobrevivió encolerizada por el terror. Y lo exportó. El tumulto revolucionario, el ataque ciego, en masa, estructuró la furia patriótica y aprendió a marchar en columna y a atacar con orden (Valmy), bajo la disciplina del terror impuesta por unos commissaires aux armées que predicaban -e imponían con la guillotina- la consigna du feu, du fer et du patriotisme. Se transformaron en una maquinaria militar arrolladora. Pero las formas civilizadas de los generales ilustrados desaparecieron. Los ejércitos revolucionarios eran implacables: incendiaban pueblos y ciudades, masacraban a la población civil, fusilaban a los prisioneros, remataban a los heridos, quemaban las cosechas y envenenaban las aguas del enemigo.
Durante dos décadas, ese ejército de la victoria se abatió “como una tempestad” sobre el continente europeo -relataría luego el general De Gaulle. Eran imparables. Y su víctima propiciatoria más señalada, observaría mas tarde un gran historiador italiano (Ruggiero), fue la vetusta estructura imperial española. No obstante, en dicha estrategia de abastecerse del pillaje llevaban su penitencia. Porque vivir del botín confiscado en espacios extensos y deshabitados, como Rusia, o poblados de campesinos escasos de recursos, como en España, terminó por convertirse en el talón de Aquiles del invasor -una aguda observación de Engels pero inspirada también en Clausewitz. La guerrilla, una guerra de pobres, un producto de la derrota y un recurso ante la inferioridad militar, fue también la consecuencia de esa estrategia napoleónica, alimentada por una logística de conquista y rapiña. Los guerrilleros rehuían el combate. Atacaban sólo blancos desprotegidos o unidades inferiores, trenes de avituallamiento, comunicaciones y correos. En suma, presionaban y debilitaban las líneas logísticas del enemigo que se veía a obligado a distraer más y más recursos para protegerlas. Llegó un momento en que esa estrategia de erosión colocó al ejército francés en un punto de debilidad táctica (Vitoria) frente a los regulares de Wellington.
...Pero fatal[es] fueron también según Cánovas las consecuencias de la victoria guerrillera y revolucionaria. Porque una guerrilla es una estrategia de desgaste y erosión, de tierra quemada que asola, penaliza infraestructuras, destruye y empobrece el país. Pero sobre todo, es una revolución social, un cataclismo político y una ruptura de la legalidad. El campo embravecido se alzó contra la ciudad y el orden ilustrado. Los guerrilleros -pastores, contrabandistas, cuatreros y curas trabucaires- representaban el desorden social, la ruptura de la norma. Por eso, Les Voleurs (Merimmée) españoles entusiasmaron a los escritores románticos de la época. Y tampoco es extraño, pues, que Napoleón, un corso, al fin, creyera enfrentarse a partidas de bandoleros. O que Murat interpretara la cólera madrileña como una clásica rebelión barriobajera, una versión castiza de los sans culottes del Faubourg St Antoine. Esas explosiones de la “canalla” (the mob) que habían venido aterrorizando a los monarcas europeos del setecientos hasta que -precisamente militares como Bonaparte- habían aprendido desde Thermidor a disolverlas con caballería y fuego de metralla.
Pero los menestrales madrileños no eran los únicos presos del furor patriótico. A ellos se añadió otro espécimen que haría fortuna en el tableau vivant ochocentista: el militar golpista. Porque los oficiales que se enfrentaron a los franceses en el parque de artillería, en realidad, se habían sublevado contra la autoridad militar (del general Negrete) y frente un gobierno legal -cuánto de legítimo, es otra cuestión. Como el coronel Sarabia en Julio del 36, Daoiz, Velarde y el Teniente Ruiz abrieron los arsenales y repartieron armas al “pueblo” enfebrecido. No es casual que Azaña -y continuando esa tradición del pueblo en armas, repetida desde entonces en todos los levantamientos populares, ya fuera en 1820, 1856 o 1868- en su discurso del 20 de Julio de aquel año trágico, hiciera una referencia explícita al Dos de Mayo. Guerrilleros, motín popular y rebelión militar: la pócima ibérica quedaba completa. Era la fórmula -diría Mazzini- de la revolution à la espagnole, la revolución “desde arriba”, falta de base social (Marx); porque, la buena, la verdadera revolución con sustancia, contenido y masas (burguesas), esa era francesa, naturalmente. La victoria española en Bailén -la primera vez que un cuerpo de ejército napoleónico se rendía en campo abierto- entusiasmó a los enemigos del Emperador. La propaganda anglo-germana, en combinación con la moda romántica, terminaron de completar el dibujo etnográfico del pueblo indómito, enfrentado a las reglas militares del conquistador de Europa. El cuadro español quedó compuesto desde entonces por guerrilleros y majos, contrabandistas y toreros, bandidos y militares rebeldes, como Torrijos -the manly carácter de Carlyle- que tanto entusiasmaría a los profesores de Cambridge una década más tarde. En suma, de todo aquel bestiario español, el único espécimen tranquilizador, dedicado a una profesión ordenada, era el “barbero” de Beaumarchais. Las demás criaturas de aquella tormenta revolucionaria serían personajes heroicos pero exóticos, encolerizados y arrebatados.
Sin embargo, es curioso que José Bonaparte fuera uno de los pocos en darse cuenta que detrás de aquella furia espontánea había algo más que nihilismo destructivo. “El Intruso”, un hombre abstemio y sensato, ordenado y buen administrador -mucho más capaz y mejor persona que “el Deseado”, uno de los personajes más esquinados y abyectos que ha producido la ilustre dinastía- quiso continuar con la política de reformas ilustradas de sus predecesores borbónicos. No obstante, el rey José, tuvo mala suerte. Como tantos afrancesados ilustrados, civilizados y bienintencionados sucumbió arrinconado por los patriotas y la personalidad abrumadora de su hermano. La furia nacionalista española no fue precisamente magnánima con los colaboracionistas: el marqués de Sargadelos, que había desarrollado la mejor industria de loza y porcelana del país, fue arrastrado por las calles empedradas por una turba de patriotas enfurecidos hasta desnucarlo; y una suerte parecida corrió el creador y conservador del jardín botánico del Puerto de la Cruz que tanto admirara Humbolt. En una palabra -de Vicens Vives- la revolución nacionalista española quebró, por muchas décadas, toda tradición de obediencia y respeto a la ley. Se tardó casi setenta años en sustituir la política del motín, la práctica del “grito” insurreccional y la técnica del pronunciamiento militar por el Código Civil, fórmulas de negociación, estilos civilizados de transacción y políticas de alternancia legal y pacífica.
Nota de la Redacción: Agradecemos a
El Imparcial, en la persona de su editor,
José Varela Ortega, la publicación de este artículo en
Ojos de Papel.