De familia acomodada, pero con notables tensiones en las relaciones afectivas
y fuerte temperamento, Aurora Rodríguez Carballeira, conforme a sus ideas
eugenésicas adquiridas de forma autodidacta, concibió una hija a la que llamó
Hildegart (que en alemán significa “Jardín de sabiduría”), con el objeto expreso
de convertirla en redentora de la humanidad. Siguiendo su instinto, inteligencia
natural y conocimientos, la educó de tal forma que la niña pronto despuntó como
un prodigio. Baste decir que leía a los veintidós meses, escribió su primera
carta a los tres años, “con cuatro años era la mecanógrafa más joven titulada
por la casa Underwood” (p. 52) y “antes de cumplir los diez años leía y escribía
en cuatro idiomas” (p. 152). Acabó los seis cursos que componían el bachillerato
en tres años, para matricularse en Derecho a los catorce y licenciarse a los
diecisiete. La madre ejercía un férreo control sobre ella, acompañándola en todo
momento y lugar, incluso en las aulas y reuniones de partido. Enseguida los
progresos de Hildegart llamaron la atención de la prensa y los políticos por su
preparación intelectual, conocimiento de idiomas y madurez tanto para expresarse
en público, era buena mitinera, como por escrito, labor en la que más descolló.
Gente tan significada como el doctor Marañón y H. G. Wells supieron apreciar sus
excepcionales condiciones.
Los problemas llegaron cuando Hildegart quiso emanciparse del asfixiante
dominio e influjo de Aurora y se planteó su propio proyecto de vida. Esta la
había creado y formado para cumplir una misión. Carmen Domingo pone de relieve
que es difícil distinguir qué artículos y partes de la producción de libros son
de una y otra. No pone en duda en absoluto la brillantez de la muchacha,
pero es cierto que parte de su proyección pública se debía a su madre. De
ninguna forma estaba dispuesta a que, como pensaba, nadie la separara de su
hija, ni siquiera la propia Hidegart, a quien veía progresivamente manipulada
por un misterioso entorno hostil. Trató de apartarla de la política y volverla a
concentrar en los temas relacionados con la profilaxis social, la sexualidad, el
control de natalidad, etc., pero cuando la joven se negó a abandonar la idea de
un viaje a Inglaterra, puso fin a su vida de cuatro disparos mientras dormía. El
crimen conmocionó a la sociedad, aparte de la índole y circunstancias, por la
personalidad de la asesinada.
Lo objetable del acercamiento de Carmen
Domingo a esta historia es la idealización que subyace en todo lo referente a la
Segunda República –la mayor parte de los avances que le atribuye pertenecen en
rigor a la Restauración-- y el tratamiento acrítico de la figura de Hildegart.
Basten un par de ejemplos. Para justificar la inhumana creencia eugenésica
coactiva de la joven apela al contexto: “...la moral que establecía preconizaba
el establecimiento de un orden biológico y la supervivencia sólo de los más
aptos (...) habría viveros infantiles, en los que se generaría una raza
absolutamente superior a la actual (...) Con esta argumentación Hildegart se
aproximaba a las tesis que después defenderían los nazis, que poco después
reclamarían el exterminio de las vidas sin valor vital. Pero no era sólo ella,
sino todos los científicos de la época...”
Desaparecida la joven, la autora recupera el papel de la madre a través del
estudio del juicio. En él se enfrentaban dos posiciones diametralmente opuestas
en el mundo de la psiquiatría española del momento, la de los peritos que
respaldaban al fiscal, que consideraba que los elementos paranoicos de la
personalidad de Aurora no le impedían ser responsable de los hechos, y los de la
defensa que, a pesar de que la acusada reconocía y se vanagloriaba de su acción
proporcionando un sinfín de detalles, no la consideraban dueña de sus actos.
El enfoque de Carmen Domingo sobre el asunto sería adecuado si no tuviera el
problema de que no es concluyente para el lector. Plantea el polémico juicio,
que tuvo lugar en mayo de 1934, en el marco de las vivas luchas ideológicas de
la etapa. La defensa quería evitar que se asociara el homicidio con la ideología
eugenésica que, como durante toda su vida adulta, postulaba la asesina en el
juicio y así disculpar a las personalidades, médicos y psiquiatras, que
profesaban dicha teoría, con los que Aurora se había relacionado a fondo en
tertulias y en la Liga Española para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas,
que había fundado conjuntamente con su hija y en la que participaban
activamente lumbreras de la psiquiatría avanzada de la época (sin que, por
cierto, ningunao detectara el desvarío de la madre). La acusación dejaba
caer que las causas últimas de la personalidad psicopática radicaban en el
“ambiente que le había inundado de ideas eugenésicas”. El jurado popular condenó
a Aurora por asesinato y ésta fue trasladada a prisión. Más adelante, una nueva
evaluación psiquiátrica, a petición de las autoridades carcelarias debido al
comportamiento agresivo de la presa, la condujo al manicomio de
Ciempozuelos donde falleció en 1954. El libro, muy bien escrito y documentado,
cuenta en el anexo con unos informes psiquiátricos sobre la parricida tan
atractivos como poco esclarecedores, pero no conviene dejarlos de lado porque
ayudan a comprender algo más acerca de la personalidad de la asesina.
No hay forma, por mucho que la autora se
empeñe, de encontrar digna de admiración la figura de Hildegart, como no sea por
su carácter de niña prodigio y, en ocasiones, por alguna de las posiciones
relacionadas con la sexología y la liberación de la mujer. Mas bien inspira
lástima por su suerte final y sus ideas delirantes y a menudo despiadadas. Hasta
sus posiciones políticas son ferozmente radicales y antidemocráticas,
mostrándose partidaria de la lucha violenta, la acción directa y la
revolución social, fruto de la simpatía por el movimiento libertario. La joven
justifica y alienta los levantamientos contra la República orquestados por
la CNT y expresa paladinamente su admiración por la FAI
Lo objetable del acercamiento de Carmen Domingo a esta historia es la
idealización que subyace en todo lo referente a la Segunda República –la mayor
parte de los avances que le atribuye pertenecen en rigor a la Restauración-- y
el tratamiento acrítico de la figura de Hildegart. Basten un par de ejemplos.
Para justificar la inhumana creencia eugenésica coactiva de la joven apela al
contexto: “...la moral que establecía preconizaba el establecimiento de un orden
biológico y la supervivencia sólo de los más aptos (...) habría viveros
infantiles, en los que se generaría una raza absolutamente superior a la actual
(...) Con esta argumentación Hildegart se aproximaba a las tesis que después
defenderían los nazis, que poco después reclamarían el exterminio de las vidas
sin valor vital. Pero no era sólo ella, sino todos los científicos de la
época...” (pp. 115-116). Páginas antes, la autora describe así el pensamiento de
Hildegart: “Frente al suicidio de la raza –disgenesia— al que se dirigía la
sociedad española, había que oponer la eugenesia, buscando la creación de un
tipo superior de hombre (...) Hildegart defendía la esterilización obligatoria
de todos aquellos que representaban un peligro para la sociedad, con el
consiguiente ahorro, claro está, en los gastos de beneficencia (...) El amor y
la libertad debían supeditarse a la mejora de la especie” (p. 61). En
realidad, confirma la autora, la eugenesia no era otra cosa que “una
ciencia para el control social” (p. 109).
No hay forma, por mucho que la autora se empeñe, de encontrar digna de
admiración la figura de Hildegart Rodríguez, como no sea por su carácter de niña
prodigio y, en ocasiones, por alguna de las posiciones relacionadas con la
sexología y la liberación de la mujer. Más bien inspira lástima por su suerte
final y sus ideas delirantes y a menudo despiadadas. Hasta sus posiciones
políticas son ferozmente radicales y antidemocráticas, mostrándose partidaria de
la lucha violenta (p. 118), la acción directa (p. 119) y la revolución social
(p. 101), fruto de la gran simpatía por el movimiento libertario. La joven
justifica y alienta los levantamientos contra la República orquestados por
la CNT (pp. 96 y 98), expresa paladinamente su admiración por la FAI (p. 122),
denuncia las corruptelas (al que denomina “socialenchufismo”, p. 94, 96 y 97) y
el entreguismo socialista a los intereses dela burguesía, una vez que fue
expulsada de sus filas (octubre de 1933) por las críticas, momento en que
recuerda la complicidad y colaboración de Largo Caballero con la dictadura de
Primo de Rivera (p. 97), algo que había obviado oportunamente mientras había
militado en las Juventudes Socialistas desde enero de 1929. Por supuesto, se
opuso al sufragio femenino “debido a su escasa formación e ideas retrógradas”
(p. 77), planteando idénticos argumentos que aquellos que, en su momento,
defendieron el sufragio censitario o desposeer del derecho al voto a los
analfabetos. Luego, están las incoherencias de tipo personal, su postura de que
“el dinero no puede producir dinero” (p. 245) se contradice flagrantemente con
el hecho de que ella y su madre hubiesen vivido de las rentas del patrimonio
heredado de la familia materna que Aurora había sabido invertir con acierto
(siendo una parte del mismo constituido por acciones, como las de Tabacalera, p.
161).
En fin, la conclusión es que hay cierto tipo de libros de historia escritos
por no profesionales en la materia que cuentan con el beneplácito o, cuando
menos, la pasividad (por omisión) de parte de los historiadores, siempre que no
sean manufactura de Pío Moa y seguidores de su tendencia revisionista (por más
que la Hisotoria como saber no sea otra cosa que una continua revisión del
pasado a partir de nuevas metodologías y enfoques). Es decir, los periodistas de
izquierda, como Carmen Domingo, no sólo vuelan libres para reconstruir una
historia de la Segunda República a medida, sino que cuentan con el aliento
oficial y la casi total falta de oposición crítica del gremio académico para la
recreación de una historia acomodada a sus presupuestos ideológicos. Estas
versiones no tendrían la menor trascendencia si no fuera porque no tienen tanto
que ver con el pasado como con una reinterpretación del mismo para usarla a modo
de instrumento para incidir en el presente con fines políticos muy obvios. Tal
es el caso del ya sobado e incongruente concepto de memoria
histórica.