Max Hastings: Némesis. La derrota del Japón, 1944-1945 (Crítica, 2008)

Max Hastings: Némesis. La derrota del Japón, 1944-1945 (Crítica, 2008)

    TÍTULO
Némesis. La derrota del Japón, 1944-1945

    NOMBRE
Max Hastings

    EDITORIAL
Crítica

    GÉNERO
Historia

    OTROS DATOS
Traducción de Cecilia Belza y Gonzalo García. Madrid, 2008. 844 páginas. 29,90 €



Max Hastings

Max Hastings


Reseñas de libros/No ficción
Max Hastings: Némesis. La derrota del Japón, 1944-1945 (Crítica, 2008)
Por Rogelio López Blanco, miércoles, 2 de abril de 2008
Para todos aquellos que hayan leído con interés los libros de Antony Beevor suscitará un gran aliciente este trabajo que ha ocupado más de tres años al también británico Max Hastings. Hay similitudes, en estilo, fuentes, estructura de lo relatado, pero diferencias que en especial tienen que ver con el orden de magnitud. Mientras el primero dedica sus obras a episodios concretos e intensos de la Segunda Guerra Mundial (Stalingrado, Berlín, Creta...) y detalla minuciosamente los avatares de las campañas, Hastings se decide por un enfoque más amplio. Es decir, emplea las descripciones de algunas batallas, seleccionadas por su significado especial, con el objeto de explicar por encima de todo el curso general en el que se desarrolló la guerra contra el Japón, aquí, como hizo en el libro gemelo dedicado a Alemania, Armagedón (Crítica, 2005), en el espacio cronológico comprendido en los dos últimos años de guerra, 1944-1945.

Lo primero que subraya Hastings es que en la Segunda Guerra Mundial hubo realmente dos guerras muy distintas y que el peso principal de los recursos militares y la atención política, pese a que Japón era el país más odiado por los norteamericanos, se fue del lado del enfrentamiento contra Alemania, a quien los Aliados, con razón, consideraban el enemigo más peligroso. No por ello el escenario del Pacífico careció de entidad, de hecho era un teatro de operaciones bastante más vasto que el europeo, incluyendo el norte de África, donde tuvieron lugar despliegues por parte de los Aliados de mayor entidad que en Europa en determinados enfrentamientos (batalla de Leyte o islas Marianas). Otro dato nada desdeñable que refuerza la relevancia de Némesis surge del hecho de que actualmente en Asia, con todo lo que comporta ahora para el orbe globalizado esta parte del mundo, la memoria de la guerra sigue muy presente, tanto por el rechazo de Japón (un caso diametralmente opuesto a Alemania) en lo relativo a admitir y reparar sus responsabilidades por las atrocidades cometidas (un tema de alcance que recorre el libro) como por el interés político de China en mantener el agravio en pie, con todo el potencial desestabilizador que puede conllevar en las relaciones con Tokio.

Sobre las novedades que aporta el libro en cuanto a investigación original, es notable la información que suministra sobre la intervención militar soviética en Machuria (agosto de 1945), acción estrechamente relacionada con los devastadores episodios nucleares de Hiroshima y Nagasaki, en íntima combinación con la carrera expansionista de Stalin en Asia y con el legítimo intento de contención por parte de los norteamericanos, toda vez que era una guerra que habían ganado prácticamente en solitario. También es relevante la información sobre la crisis china, con la estéril apuesta de Estados Unidos por los nacionalistas de Chiang Kai Shek para que abrieran un frente que fijara a las tropas japonesas, cuando éste, además de su inoperancia al disponer de unas fuerzas militares y organización política (Kuomintang) endebles, corruptas e incompetentes, en realidad se desentendía por completo del objetivo americano para centrarse en la inminente guerra civil contra los comunistas de Mao que aguardaba a la vuelta de la rendición nipona. Por último, aclara la sorprendente desaparición del teatro de operaciones de las fuerzas australianas, que habían protagonizado antes de 1944 valiosas aportaciones bélicas en el norte de África y en Papua-Nueva Guinea, debido a las disensiones internas del país y a la hegemonía norteamericana en el Pacífico.

Hastings reconstruye con destreza y amenidad, aunque sin ocultar ningún detalle del horror, un relato de las peripecias de los individuos que sufrieron y protagonizaron el conflicto, desde los marines que asaltaron Iwo Jima y quienes se les resistieron, a la población asiática (filipinos, chinos, japoneses...), gente de carne y hueso, que sufrió la suerte de los enfrentamientos y las decisiones, muchas de ellas espantosas, de los mandos de ambas partes

Con todo, hay que resaltar que los eventos militares no son los únicos protagonistas del libro. El autor precisa sus intenciones en la introducción del volumen: “...trazar un retrato terrible y lo más amplio posible de la experiencia humana de aquellos hechos (...) Este libro se centra en cómo y por qué se hizo lo que se hizo, cómo se vivió la experiencia y qué clase de hombres y mujeres llevaron a cabo aquella guerra”. Más adelante añade, “la historia de la segunda guerra mundial es, en su mayor parte, un relato de comandantes y hombres de Estado con defectos, como todos nosotros, que debieron comprometerse con cuestiones y problemas que excedían a su talento”. Se trataba, en fin, de una lucha por la supervivencia de las democracias que inicialmente no estaban preparadas para unos retos que sus enemigos plantearon con la lógica de quien toma la iniciativa en una situación idónea, de absoluta ventaja para sus intereses. A escala no menor, Hastings reconstruye con destreza y amenidad, aunque sin ocultar ningún detalle del horror, un relato de las peripecias de los individuos que sufrieron y protagonizaron el conflicto, desde los marines que asaltaron Iwo Jima y quienes se les resistieron, a la población asiática (filipinos, chinos, japoneses...), gente de carne y hueso, que sufrió la suerte de los enfrentamientos y las decisiones, muchas de ellas espantosas, de los mandos de ambas partes. Quizá sea esta otra veta uno de los filones informativos mejor resueltos de Némesis.

Dado que escasearon los enfrentamientos terrestres en Asia, básicamente Filipinas y Birmania, las dos armas capitales en la victoria de los Estados Unidos fueron la Marina y una Fuerza Aérea que pugnaba por emanciparse de la dependencia del Ejército de Tierra. Como en todas las conflagraciones, las pugnas entre estas armas eran el pan de cada día, hasta tal punto que se establecieron dos vectores de avance bajo la eufemística denominación de “estrategia de la doble vía”. Una para el suroeste, a través de Filipinas, encabezada por el general Douglas MacArthur, del que el autor expresa una pésima opinión como estratega y persona, si bien reconoce las impecables virtudes extramilitares que le adornaban: saber constituirse en el referente simbólico de los americanos y destacar por su inteligencia política, como más tarde demostraría, ya en tiempos de paz, en la normalización y recuperación del Japón. La otra línea de avance sería el del Pacífico central, a cargo de la flota dirigida por el almirante Chester Nimitz.

El progreso de las operaciones de MacArthur eran desesperantes en Filipinas si se compara con la brillantez de la actuaciones de la flota, pero, realmente, como enfatiza el autor con rendida admiración por su decisivo papel, fue una pequeña parte de la marina, el arma submarina, muy poco apreciada en comparación con los apabullantes resultados obtenidos, la que más daño causó a la capacidad bélica japonesa por medio del bloqueo naval. Estranguló el abastecimiento de las islas madres y redujo a mínimos su potencial industrial, hasta dejar indefenso al país cuando se produjeron los bombardeos estratégicos de la ciudades niponas. Estos últimos, a cargo de las superfortalezas volantes B-29 de la 20ª Fuerza Aérea comandada por el general Curtis LeMay redujeron a cenizas decenas de ciudades por medio del bombardeo zonal con artefactos incendiarios, causando una inmensa mortandad de civiles. Hastings los ejemplifica en la reconstrucción de las vivencias de algunos supervivientes durante el horrendo bombardeo de Tokio del 9 de marzo de 1945, que causó más de cien mil muertos. Estos bombardeos indiscriminados, que pretendía minar la moral de la ciudadanía y los mandos militares y políticos, bajo el pretexto de pulverizar unas zonas industriales que ya carecían de capacidad productiva, supusieron  un salto cualitativo en el camino que llevó a la decisión de emplear el arma atómica.

Lo cierto es que, tras la primera bomba, el sector más belicista del gobierno y el mando militar, no otorgó valor alguno a la demostración de poderío que significaba la nueva arma, seguían creyendo en la resistencia a toda costa

Por parte japonesa, una vez perdida definitivamente la iniciativa tras la batalla de las islas Marianas (junio de 1944), la estrategia se centró en la prosecución sistemática de la defensa numantina de cada posesión para encarecer ferozmente el precio de la victoria de los norteamericanos, intentando disuadir la invasión de las grandes islas del Japón y poder situarse en una posición de fuerza para procurar una paz en las mejores condiciones posibles. Las extraordinarias defensas de Birmania, Iwo Jima, Filipinas y Okinawa, constituyen alguno de los ejemplos que trae a colación el autor. A ello hay que sumar, en las misma línea de oposición fanática, la exitosa estrategia de los pilotos kamikazes que causaron enormes pérdidas a la Marina, tanto de naves como en personal. Este ofuscación en las tácticas de resistencia empleada por los japoneses, según el autor, no llevó más que espolear la acometividad de quienes sabían que tenían ganada la guerra y que en esas circunstancias consideraban una extralimitación el uso de tales estratagemas, acentuando el empeño en la búsqueda de la capitulación incondicional del enemigo por todos los medios. Ahí se cimentan parte de los sentimientos que facilitaron, junto a otros elementos, el recurso a la bombas de Hiroshima y Nagsaki.

Hastings trata este polémico asunto desde diversos puntos de vista a lo largo de su trabajo y lo aborda en mayor profundidad en un capítulo en particular. Dada la amplitud del espacio que dedica a la cuestión, en estas breves líneas sólo caben subrayar los elementos que fundan el análisis contextual del autor: hartazgo por el agónico final de la guerra a costa de un desgaste gratuito frente a unas autoridades intransigentes que no aceptaban la derrota y estaban dispuestas a la inmolación total; mentalidad de quienes tomaban las decisiones, que carecían de una conciencia real del riesgo que iban a abrir para la humanidad; anestesia moral tras las experiencias de los bombardeos y la feroz resistencia nipona, que se conjugaba con el concepto de “justicia redistributiva” por las atrocidades japonesas sobre los prisioneros y la venganza de Pearl Harbor.... Por todo lo cual, Hastinhgs insiste en su “convicción de que en la mayoría de análisis posbélicos de la guerra mundial, subyace el error de creer que el clímax nuclear supuso el final más sangriento de todos los posibles. Antes al contrario, los escenarios alternativos dan a entender que si el conflicto hubiera durado unas semanas más, habrían perecido más personas de todas las naciones –y especialmente, japoneses— que las que fallecieron en Hiroshima y Nagasaki (...) La intransigencia nipona no confiere validez por sí misma a la utilización de bombas atómicas, pero debe enmarcarse en el contexto del debate”. Lo cierto es que, tras la primera bomba, el sector más belicista del gobierno y el mando militar, no otorgó valor alguno a la demostración de poderío que significaba la nueva arma, seguían creyendo en la resistencia a toda costa. Fue el propio emperador Hirohito, a instancias de los partidarios de la capitulación, quien tuvo que imponer los condiciones de la rendición incondicional, no sin arrostrar el intento de golpe militar de los más inflexibles.

De entre las conclusiones que extrae Max Hastings, a mi juicio sobresale una por su transcendencia. La victoria en el Pacífico, fundada básicamente en la capacidad industrial y en la abrumadora superioridad tecnológica de los Estados Unidos, hizo creer a los norteamericanos, olvidándose de las debilidades estratégicas de Japón, que basándose en la explotación a fondo de dichos factores podrían imponerse con relativa facilidad en cualquier conflicto bélico. Lo cierto es que, a la vista de otros episodios, empezando por Corea y pasando por Vietnam, por no seguir hurgando en otras heridas, estas expectativas se han mostrado meridianamente exageradas, hasta tal punto que sólo tuvieron verdadero éxito en aquella guerra que acabó en 1945. Pese a estas evidencias, la idea de que la ventaja tecnológica permite a los EE.UU. solventar con rapidez, eficacia y escaso número de bajas los conflictos armados sigue subyaciendo en la mentalidad de las elites y gran parte del pueblo, autoengaño que no deja de causar serios quebraderos de cabeza cuando los problemas no son resueltas con la esperada puntualidad matemática, mientras el número de víctimas, tanto militares como civiles, se dispara.