El esclavo es un ser muerto ante su señor: Autobiografía del esclavo Juan Francisco Manzano (Cuba 1835)
Las desventuras del joven Manzano
En 1789 apareció en Londres el libro The interesting narratives of the life of Olaudah Equiano, or Gustavus Vassa, the African, written by himself (Equiano 1988). En esta obra autobiográfica Olaudah Equiano, un ex esclavo oriundo de Benin, narra su captura en África, las peripecias de su vida de esclavo entre las Américas y Europa y las circunstancias de su liberación. Al evocar sus primeros contactos con el mundo anglosajón, en Barbados y luego en Inglaterra, Equiano recuerda la enorme sopresa que a él, un africano, le causaron la apariencia, las actitudes, las prácticas y los conocimientos de los blancos: todo –dice más de una vez– le pareció «mágico». Así, al ver por primera vez los retratos pintados que colgaban en las casas de los blancos, sospecha que es una manera de conservar a los antepasados muertos (30). Le fascinan los libros, porque cree que si uno les «habla» en voz alta, ellos van a contestar (34-35). Verdadero terror le inspiran, en cambio, unos «aparatos de hierro» que le habían puesto a una esclava, especialmente uno –era una mordaza– que llevaba en la cabeza y que le impedía comer, beber o hablar (29). Al recordar estas y otras experiencias, Olaudah recrea la mirada «ingenua» con que, al comienzo, había observado a los blancos. Esta mirada recuerda la perspectiva «salvaje» que adoptaron varios escritores-filósofos europeos del mismo siglo xviii para observar el mundo occidental, su propio mundo, como «desde fuera»: el barón de Lahontan en sus Dialogues curieux entre l’auteur et un sauvage de bon sens qui a voyagé (1703), el barón de Montesquieu en sus Lettres persanes (1721) y Denis Diderot en su «Supplément au voyage de Bougainville» (1773). Si los procedimientos son semejantes, no lo es, sin embargo, su sentido: Lahontan, Montesquieu o Diderot, al colocarse la máscara de un hurón, de unos persas o de un tahitiano, están recurriendo a un «truco» literario, mientras que Olaudah, al mirar la sociedad occidental desde una perspectiva «distante», está recordando su propia historia, su otredad.
Desde mediados del siglo xviii se van multiplicando, en el mundo anglosajón, los relatos autobiográficos escritos o dictados por esclavos y ex esclavos, criollos o de origen africano . En Estados Unidos, un número relativamente grande de esclavos logró adquirir una formación letrada a través del contacto con alguna congregación protestante (cfr. Genovese 1976: 255-279). En el siglo xix, otros esclavos o ex esclavos –mujeres y hombres–la adquirieron tras su huida a los estados del Norte que ya habían abolido la esclavitud. En sus escritos, la denuncia de la esclavitud ocupa un lugar preeminente; lo atestigua, con creces, la Documentary history of the negro people in the United States de Herbert Aphteker (1990 [1951]): una vasta compilación de cartas, textos autobiográficos, artículos periodísticos y manifiestos antiesclavistas que fueron escritos o dictados por negros libres, ex esclavos y esclavos. En la América hispánica o en Brasil se buscaría en vano una compilación semejante: poco numerosos fueron los esclavos o ex esclavos que lograron acercarse a la cultura letrada, y entre los que terminaron ocupando un lugar –modesto– en la historia de la literatura brasileña o hispanoamericana (como Gabriel de la Concepción Valdés, más conocido como «Plácido», en Cuba), el único que se inscribió –a su manera– en los debates sobre la esclavitud fue el esclavo cubano Juan Francisco Manzano. Por eso mismo, su Autobiografía (Manzano 1972 [1835-1839]) resulta una obra capital . Hasta donde sabemos, es el único texto autobiográfico de cierta envergadura que haya sido escrito relato, Manzano, ya adulto, rememora los sucesos cruciales de su niñez y adolescencia, la de un esclavo doméstico especializado en trabajos de sastrería, pero al mismo tiempo un esclavo poco ordinario, poeta y artista. Al recordar estos sucesos dolorosos por medio de la escritura, el autor parece volver a vivirlos en todos sus detalles. Con este Bildungsroman Manzano inaugura, sin proponérselo, la narrativa romántica en Cuba; como en otros relatos de su especie, el narrador-protagonista alterna, constantemente, momentos pasajeros de felicidad y otros, más duraderos, de melancolía o depresión. La Autobiografía de Manzano abunda en observaciones precisas de la realidad social y cultural cubana de su época, pero su interés mayor reside, sin duda, en el retrato psicológico que ofrece de su narrador-personaje, en la teatralización de la relación de éste con su ama y en la expresión de los sentimientos, los temores, los sustos, los sueños y las alucinaciones de un esclavo adolescente. Como personaje, Juan Francisco se caracteriza no sólo por su «melancolía», sino también por su talento histriónico y su locuacidad: «decian qe. era tal el flujo de ablar qe. tenia qe. pr. ablar ablaba con la mesas con el cuadro con la pared» (12); su narración ofrece análogas cualidades narrativas y gestuales. En términos lingüístico-estilísticos, lo que la caracteriza es una sintaxis, una fonética y un ritmo de impronta «oral».
La Autobiografía de Manzano es, en todos los sentidos, un texto «fuera de serie», insólito en su lugar y su tiempo. Como cualquier obra literaria que surge fuera de las tradiciones establecidas, conviene estudiarla con la máxima atención hacia sus condiciones de producción, ¿Cómo se le habrá ocurrido a Manzano acometer la historia de su vida? ¿Cómo y cuándo la elaboró? ¿A quién la destinó? Una carta que Manzano envió el 25 de junio de 1835 a su protector Domingo del Monte, fundador y animador de un círculo literario, indica que éste le había pedido «su historia» (85-86). Aparentemente, Manzano no había recibido la primera solicitud de Del Monte, pero al recordársela éste en una carta posterior, su protegido se apresuró a cumplir con el deseo de su protector: (…) en el dia mismo que reciví la de 22 me puse a recorrer el espasio que llena la carrera de mi vida, y cuando pude, me puse a escrivir crellendo que me bastaría un real de papel, pero teniendo escrito algo mas aun que saltando a veces por cuatro, y aun por cinco años, no he llegado todabia a 1820, pero espero concluir pronto siñendome unicamente a los sucesos mas interesantes; he estado mas de cuatro ocaciones por no seguirla, un cuadro de tantas calamidades, no parese sino un abultado protocolo de embusterias, y mas desde tan tierna edad los crueles azotes me asian conoser mi umilde condision; me abochorna el contarlo, y no se como demostrar los hechos dejando la parte mas terrible en el tintero, y ojala tuviera otros hechos con que llenar la historia de mi vida sin recordar el esesivo rigor con que me ha tratado mi antigua ama, obligandome o poniendome en la forsosa nesesidad a apelar a una arriesgada fuga para aliviar mi triste cuerpo de las continuas mortificasiones que no podia ya sufrir mas, asi idos preparando para ber a una debil criatura rodando en los mas graves adesimientos entregado a diversos mayorales siendo sin la menor ponderasion el blanco de los infortunios (Manzano 1972: 85).
Las frases anteriores constituyen un resumen perfecto de la idea general que sostiene la «historia de mi vida» de Manzano tal como la conocemos; el período biográfico aludido –hasta 1820– también coincide con el que se narra en el relato existente. El 25 de junio de 1835, entonces, ya había comenzado a escribir –o por lo menos a idear o a esbozar– el texto que conocemos como su Autobiografía. Meses después, el 29 de septiembre de 1835, Manzano le escribe a Del Monte diciendo que
me he preparado a aseros una parte de la istoria de mi vida, reservando los mas interesante [sic] sucesos de ella para si algún día me alle sentado en un rincón de mi patria, tranquilo, asegurada mi suerte y susistensia, escribir una nobela propiamente cubana: combiene por ahora no dar a este asunto toda la estension marabillosas [sic] de los diversos lanses y exenas, porque se necesitaria un tomo (Manzano 1972: 87).
Notemos que Manzano distingue, ahora, dos proyectos «literarios». Uno más urgente («parte de la istoria de mi vida») y otro a mediano plazo –por no decir utópico: el de escribir, por lo visto a partir de su propia historia, «una nobela propiamente cubana». Quien necesitaba con cierta urgencia un texto como la autobiografía que Manzano parecía capaz de escribir –o había escrito ya– era Richard R. Madden, comisionado inglés instalado desde 1837 en La Habana para vigilar, en el nombre del tribunal mixto de arbitraje, el cumplimiento de los acuerdos hispanobritánicos sobre la supresión de la trata de esclavos. Madden era amigo de Domingo del Monte y estaba muy comprometido con la abolición de la trata y la esclavitud a escala internacional. En 1840, Madden acabó publicando en Londres –en inglés y bajo el título History of the early life of the Negro poet (Manzano 1840)– una versión abreviada de la autobiografía de Manzano, a la que sólo en 1937, casi un siglo después, «nobela propiamente cubana», se trataba de un sueño que Manzano compartía con otros de los intelectuales que se reunían en torno a Del Monte, en particular con Anselmo Suárez y Romero y Cirilo Villaverde .
El público que Manzano tenía en mente al escribir su Autobiografía era, sin duda, el círculo que se reunía en casa de Del Monte y en particular, como lo demuestra la carta del 25 de junio de 1835, el propio Domingo del Monte. Considerado a veces –algo precipitadamente– como abolicionista, Del Monte vivía, por un lado, del trabajo de los cien esclavos del ingenio azucarero que su familia tenía en Cárdenas, en la provincia de Matanzas, y por otro de la renta que le hacía llegar su suegro, el gran sacarócrata Domingo Aldama (Bueno 1986: 21-22). Su protegido conocía perfectamente los códigos que regían la sociedad esclavista; sabía «darse su lugar» y no ignoraba «a quién le estaba hablando» (cfr. DaMatta 1997: 187-206):
Acuérdese smd. cuando lea que yo soy esclavo y que el esclavo es un ser muerto ante su señor, y no pierda en su apresio lo que he ganado: consideradme un mártir y allaréis que los infinitos azotes que han mutilado mis carnes aún no formadas, jamás embiliserán a vuestro afectísimo siervo que fiado en la prudensia que os caracteriza se atreve a chistar una palabra sobre esta materia, y más cuando vive quien me ha dado tan largo que genir (Manzano 1972: 85-86).
Como lo sugieren las relaciones con Del Monte y otros miembros de su tertulia, Juan Francisco Manzano, antes y después de su manumisión 1836), se movía con cierta facilidad en el ambiente de los dueños de esclavos. Hacía tiempo que se lo conocía como el esclavo poeta por excelencia. Su madre, María del Pilar Manzano, había sido –como él mismo explica en su Autobiografía (3)–«una de las criadas de distinsion o de estimasion o de razon como quiera qe. se llame» de doña Beatriz de Justiz, marquesa de Santa Ana y dueña de la hacienda El Molino (Matanzas). Esclavo también, su padre, Juan Manzano, «era algo altivo y nunca permitió no solo corrillos en su casa pero ni qe. sus hijos jugasen con los negritos de la asienda; mi madre vivia con él y sus hijos pr. lo qe. no eramos muy bien queridos» (44). Los padres de Juan Francisco hacían de todo, pues, para asimilar el estilo de vida de sus amos y no ser confundidos con los negros de la plantación. Según Manzano, el pequeño Juan Francisco llamaba a doña Beatriz –su ama–«mama mia» (5); era «el niño de su bejez» (4). Andaba –dice el narrador– «entre la tropa de nietos de mi señora trabeseando y algo mas vien mirado de lo qe. meresia» (5). Al morir en El Molino (Matanzas), doña Beatriz lo deja con sus padrinos en La Habana. El joven esclavo va y viene según le viene en ganas, «todo esto sin saber si tenía amo o no» (7). Hasta sus 12 años, proximadamente, el hecho de ser esclavo –si nos atenemos a la Autobiografía– no parece repercutir mayormente en la vida de Juan Francisco.
El esclavo y la marquesa
«La verdadera istoria de mi vida» (9) comienza en 1809, cuando Juan Francisco, a los 12 años, conoce a su nueva ama, la marquesa de Prado Ameno (7-8). Desde luego, la veracidad de esa «verdadera istoria» es inverificable; no es probable que Manzano, al escribirla, se haya acogido a un «pacto autobiográfico » (Lejeune 1975). Tampoco podía proponerse, en tanto esclavo, escribir un manifiesto antiesclavista disfrazado de autobiografía. La hipótesis que deseo plantear aquí es que Manzano decidió denunciar el sistema esclavista a través de una historia que mostrara su fundamental «perversidad», su impacto desastroso en el desarrollo de las relaciones humanas. Esa historia es la de la marquesa de Prado Ameno y su joven esclavo Juan Francisco. Una historia que pudiera haber sido la de una «afinidad electiva», porque así lo sugiere la simpatía que
brota inicialmente entre la señora «fina» y el joven artista, pero que termina, al ser pervertida por la relación ama-esclavo, en un drama no exento de aspectos sadomasoquistas.
Esclavo al servicio de la marquesa de Prado Ameno, el joven Juan Francisco parece gozar de importantes prerrogativas. Entre otras cosas, se ponía atención –dice– en que «no me rosase con los otros negritos de la misma mesa» (8). Durante un buen tiempo, Juan Francisco disfruta de una vida de «teatros paseos tertulias bailes hasta el día y otras romerias [que] me asian la vida alegre y nada sentia aber dejado la casa de mi madrina donde solo resaba, cosia con mi padrino y los domingos jugaba con algunos monifaticos pero siempre solo ablando con ellos» (8). Pero cada vez más, la marquesa, por cualquier «leve maldad propia de muchacho», lo hace encerrar en la carbonera: castigo doloroso para un niño o adolescente que «tenía la cabeza llena de los cuentos de cosa mala de otros tiempos, de las almas aparesidas en este de la otra vida y de los encantamientos de los muertos, qe. cuando salían un tropel de ratas asiendo ruido me paresia ber aquel sótano lleno de fantasmas» (9). Es a raíz de tales castigos que Juan Francisco se va transformando en un joven «melancólico» o –como diríamos hoy– depresivo: «Desde la edad de tres[e] a catorse años la alegría y viveza de mi genio lo parlero de mis lavios llamados pico de oro se trocó en sierta melancolía que se me iso con el tiempo característica» (10). A lo largo de los años pasados al servicio de la marquesa de Prado Ameno, lo que ensombrece la vida de Juan Francisco no es, pues, la dureza del trabajo ni la falta de libertad, sino los constantes cambios que caracterizan su situación de «subalterno». Mientras su ama –o sus amos– lo traten bien, Juan Francisco es un «esclavo feliz». Así, hablando del período que pasó en La Habana con don Nicolás de Cárdenas y Manzano y su joven esposa Teresa, el narrador llega a decir que «con esta ama mi felisidad iva cada dia en mas aumento» (32). La «melancolía» –la depresión– lo agarra cuando se le impone, cosa frecuente en el régimen esclavista, un castigo inesperado, injusto o desproporcionado.
Las relaciones entre Juan Francisco y la marquesa de Prado Ameno están marcadas, obviamente, por la diferencia de su posición respectiva en el sistema esclavista; lo que las «complica» es su dimensión afectiva. A la marquesa, dice Juan Francisco, «la amaba como a madre» (41). En tanto «guardaespaldas», la protege con una atención, una delicadeza o un celo dignos de un amante: «pr. la noche se ponía en casa de las Sras. Gomes la manigua qe. luego fue monte y yo debia al momento qe. se sentaba pararme al espaldar de la silla con los codos abiertos estorbando asi qe. los de pie no se le hechasen en sima o rosasen con el brazo sus orejas» (40). Por su lado, la marquesa –si damos crédito a Manzano– buscaba ganarse el afecto de su joven esclavo: «me mandaba a abia maroma también» (40). Al la marquesa le gusta complacer a su esclavo predilecto, pero lo hace dando órdenes, es decir afirmando su posición de ama y señora. En los momentos de mayor «felisidad» de su esclavo, además, ella –sádica– no vacila en imponerle, por los motivos más fútiles, los castigos más terribles. El mejor ejemplo de ello es sin duda el famoso episodio del geranio triturado:
(…) una tarde salimos al jardin largo tiempo alludaba a mi señora a cojer flores o trasplantar algunas maticas como engenero [¿un género?] de diversión (…) al retirarnos sin saber materialmente lo qe. asía cojí una ojita, una ojita no mas de geranio donato esta malva sumamente olorosa iva en mi mano mas ni yo sabia lo qe. llevaba distraido con mis versos de memoria seguia a mi señora (…) e iva tan ageno de mi qe. iva asiendo añiscos la oja de lo qe. resultaba mallor fragancia (24).
Al constatar el «crimen» cometido por su esclavo poeta, la marquesa, fuera de sí, encierra a Juan Francisco en una antigua enfermería donde, «apenas me vi solo en aquel lugar cuando todos los muertos me paresia qe. se levantaban y qe. vagaban pr. todo lo largo de el salon» (25). Al día siguiente, lo meten en el cepo: «mis manos se atan como las de Jesucristo se me carga y meto los pies en las dos aberturas qe. tiene también mis pies se atan. ¡Oh Dios! corramos un belo pr el resto de esta exena» (25-26). Lo que llama la atención en este caso es la absoluta disproporción entre la nimiedad del «delito» (triturar un pétalo de flor) y la dureza del castigo, que el narrador asimila a la crucifixión de Jesucristo. Al comentar este episodio, Susan Willis (1985: 210-211) sostuvo que lo que suscitó la ira de la marquesa fue el hecho de que su esclavo se atreviera a cometer un delito contra la propiedad privada, base del sistema capitalista. A mi modo de ver, la caracterización del personaje de la marquesa no autoriza esta conclusión. Se puede sostener, en cambio, que Manzano, a través de esta anécdota bastante inverosímil, muestra la absoluta arbitrariedad que caracteriza el ejercicio del poder en el régimen esclavista.
En otra oportunidad, la marquesa castiga a su esclavo por el supuesto robo de un capón. Este episodio, más verosímil que el anterior, denuncia un acto flagrante de injusticia: Juan Francisco, como se revelará más tarde, no cometió el delito en cuestión. Sin averiguar el caso, la marquesa lo obliga a correr, las manos atadas, delante del caballo de un mayoral:
(…) di un traspies y cai no vien avia dado en tierra cuando dos perros o dos fieras qe. les seguian se me tiraron en sima el uno metiendose casi toda mi quijada isquierda en su boca me atrabesó el colmillo asta encontrarse con mi muela el otro me agugereó un muslo y pantorilla isquierda todo con la mayor borasidad y prontitud cuyas sicatrices estan perpetua [sic] a pesar de 24 años qe. han pasado sobre ellas (27).
Por si fuera poco, la marquesa lo somete, todavía, a una sesión de tortura: «sinco negros me rodean a la voz de tumba dieron conmigo en tierra sin la menor caridad como quien tira un fardo qe. nada siente uno a cada manos y pieses y otro sentado sobre mi espalda» (28). Para librarse del tormento, Juan Francisco pretende explicar el asunto del robo, pero termina enredándose en un tejido inextricable de mentiras. El lector entiende que la relación entre amos y esclavos no permite que un esclavo diga la «verdad». Pasado todo, se descubre que quien se había comido el capón había sido el mayordomo. La inocencia de Juan Francisco queda, una vez más, patente.
A lo largo de la «verdadera istoria» que se narra en la Autobiografía la marquesa da la impresión de buscar, constantemente, nuevos pretextos para castigar al joven. Inmotivados e imprevisibles, estos castigos delatan siempre el «sadismo» de la señora. Por momentos, Manzano parece insinuar que la marquesa actúa de esa manera para defenderse a sí misma contra la atracción que siente por su esclavo joven y lleno de talentos:
(…) mi ama qe. no me perdia de vista ni aun dormiendo pr. qe. hasta soñaba conmigo ubo de penetrar algo me isieron repetir un cuento una noche de imbierno rodeado de muchos niños y criadas, y ella se mantenía oculta en otro cuarto detras unas persianas o romanas; al dia siguien [sic] por quitarme allá esta paja como suele decirse en seguida a mi buena monda me pusieron una grande mordaza (13).
La marquesa «hasta soñaba», entonces, con Juan Francisco… Haciéndole colocar una mordaza pretende impedir que su esclavo parlanchín, ignorando sus órdenes, siga fascinando a su auditorio con sus cuentos o décimas: «se dio orden espresa en casa qe. nadien me ablase pues nadien sabia esplicar el genero [‘divino’ o ‘amoroso’] de mis versos» (12). Pero, ¿por qué la marquesa, si quería mantener incomunicado a su esclavo, no interrumpió su cuento en vez de asistir, secretamente, a su performance? La respuesta a esta pregunta se encuentra, tal vez, en otro episodio. Refiriéndose a las funciones de «sombras chinescas» que solía dar Juan Francisco en casa de Don Estorino, el narrador cuenta que «concurrían algunos y algunas niñas del pueblo hasta las 10 o mas de la noche hoy son grandes señores y no me conosen» (23). Si estos «grandes señores» ya no conocen a Juan Francisco, es sin duda porque ya no pueden, desde su posición de «señores», mostrarse sensibles a la gracia histriónica de un esclavo.
El último round del enfrentamiento entre Juan Francisco y la marquesa revela una vez más la complejidad de las relaciones que se han establecido entre la señora y su esclavo. Un día, «en el comedo o colgadiso puerta de calle» (42-43), la marquesa se encoleriza al enterarse de que Juan Francisco había tomado un baño sin su licencia. Para castigarlo, ordena que le rompan las narices, le quiten los zapatos y lo «pelen» (lo dejen en cueros); luego lo manda por agua al arroyo:
(…) cuando llené mi barril me alle en la necesidad no solo de basiarle la mitad sino también de suplicarle a uno qe. pasaba me alludase hecharlo al hombro, cuando subia la lomita qe. abia hasta la casa con el peso del barril y mis fuerzas nada ejersitadas faltóme un pié caí dando en tierra con una rodilla el barril calló algo mas adelante y rodando me dió en el pecho y los dos fuimos a parar a el arrollo, inutilisandose el barril (43).
Digna de un film de Buster Keaton, esta escena se desarrolla –that’s the point– ante los ojos de «una mulatica de mi edad primera qe. me inspiró una cosa qe. yo no conosia» (43). Una muchacha a quien el siempre locuaz Juan Francisco, según su propia confesión, había dicho –sin duda para poder cortejarla mejor– que era libre. El texto sugiere que la marquesa, al ordenar este castigo, pretende humillar a su esclavo ante los lindos ojos de su enamorada. Ante esta «mortificasion» y la amenaza de nuevos castigos, Juan Francisco inicia por fin un proceso de toma de conciencia que culminará en su decisión de fugarse.
De esclavo a «cimarrón»
Tal como Manzano presenta los sucesos, Juan Francisco, hasta ese momento, había soportado casi sin chistar los castigos inmotivados que le infligía la marquesa. Mientras aún vivía su madre, no se había esforzado por encontrar alternativas a su situación desesperada. Para curar su melancolía, su terapia habitual había sido, como lo da a entender el texto, la poesía: «(…) como la melancolia estaba en sentrada en mi alma y abia tomado en mis físico una parte de mi esistensia yo me complacia bajo la guasima cuyas raises formaba una espesie de pedestal al qe. pescaba algunos versos de memoria y todos eran siempre tristes» (12). Otra terapia consistía en un derroche extraordinario de energía física y la inmersión en los «ignoscentes» placeres que ofrecía la naturaleza salvaje: «nadien ará en dos años lo qe. yo en cuatro meses, me banaba cuatro veces al día y hasta de noche corria a caballo pescaba registré todos los montes suví todas las lomas comi de cuantas frutas abia en las arboledas en fin disfruté de grueso lustroso y vivo» (13). Aunque solitarios, tales «momentos de libertad» recuerdan los que sabían crearse, fuera del control de sus amos, los esclavos afectados al trabajo de la plantación (véase el capítulo 3 de este libro). Sólo una vez el relato de Manzano muestra a Juan Francisco respondiendo a la violencia esclavista con un acto de rebeldía abierta. Un día los esbirros de su ama, después de castigarlo a él, agreden violentamente –y en su presencia– a su madre: «sin pudor lo [sic] cuatro negros se apoderaron de ella la arrojaron en tierra pa. azotarla». Ante su brutalidad, el joven, sin pensarlo ni calcular sus fuerzas, se les echa encima: «al oir estallar el primer fuetazo, combertido en leon en tigre o en la fiera mas animosa estube a pique de perder la vida a manos de el sitado Silvestre» (16). Rebeldía sin duda pasajera, pero que insinua que aun para un esclavo con tendencias posiblemente masoquistas, todo tiene –como dicen los rebeldes de Camus– sus límites.
Al morir la madre de Juan Francisco, la relación entre el esclavo y la marquesa entra en su última fase, caracterizada por un odio aparentemente mutuo. Al decomisarle unos pagarés que su madre había acumulado para pagar la libertad de su hijo, la marquesa le dice: «en cuanto me buelbas a ablar de la erensia te pongo donde no beas el sol ni la luna; marcha a limpiar las caobas» (38). Mudo de sorpresa, el esclavo entiende que la marquesa no le devolverá nunca su libertad. «Desde el momento en qe. perdi la alhagueña ilusion de mi esperanza» –dice– «ya no era un esclavo fiel me combertí de manso cordero en la criatura mas despresia [sic] y no queria ber a nadien qe. me ablase sobre esta materia quisiera aber tenido alas pa. desapareser trasplantandome en la Habana» (38-39). Lo que precipitará su huida a La Habana será –además de la «mortificasión» que sufrió al ser castigado en presencia de su enamorada– la amenaza de ser devuelto al ingenio. Para Juan Francisco, el ingenio es el mero infierno. Lo peor de todo, sin embargo, es que su retorno forzado al campo le recordaría a él –y les revelaría a los demás– su condición de cautivo: «ya me beia atrabesando el pueblo de Madruga como un fasineroso atado pelado y bestido de cañamazo» (35). A Juan Francisco, un «mulatico fino» (43) imbuido del «amor propio del qe. esta mas serca de la grasia de su amo» (34), la perspectiva de verse rebajado a la condición de un negro o esclavo común le resulta insoportable: «me beia en el Molino sin padres en él ni aun parientes y en una palabra mulato y entre negros» (44). Por eso mismo, la frase sarcástica que le lanza un criado libre –«hombre qe. tu no tienes berguenza pa. estar pasando tantos trabajos cualquiera negro bozal está mejor tratado qe. tú» (43)– lo hiere en lo más profundo. En un joven «algun tanto en vanesido con los fabores prodigados a mis abilidades y algo alocado tambien con el aire de cortesano qe. abia tomado en la ciudad sirviendo a personas qe. me recompensaban siempre» (35), el hecho de ser comparado con un «negro bozal» no puede sino tener el efecto de un latigazo. Venciendo por fin su indecisión, Juan Francisco ensilla un caballo y se va. En ese instante nota la presencia –y una especie de solidaridad– de los demás esclavos: «Todos [los esclavos] me ogserbaban pero ninguno se me opuso» (45). Con este episodio termina la Autobiografía de Manzano. No se sabe si la segunda parte de la historia de Juan Francisco, anunciada en las últimas líneas de la primera, llegó a concretarse.
Para concluir
Anselmo Suárez y Romero, miembro conspicuo de la tertulia de Del Monte, le escribió a éste que su corazón se había «dolorido al copiar la historia de Manzano» . Ya sabemos que los abolicionistas Richard Madden y Victor Schoelcher la difundieron, respectivamente, en Inglaterra y en Francia. Pero, ¿en qué medida, la Autobiografía de Manzano podía ser leída como un texto antiesclavista? La «pasión» de Juan Francisco, a fin de cuentas un esclavo privilegiado, poco tenía que ver, a primera vista, con los problemas en que se debatían, en Cuba y otros lugares, los esclavos comunes. Una sola vez en todo el texto, al evocar uno de sus períodos de trabajo forzado en El Molino, Juan Francisco se percibe a sí mismo «como uno de tantos» (29): como un esclavo más. En el resto del texto, Juan Francisco no ve a los (demás) esclavos sino por el rabillo del ojo, como por ejemplo cuando se lo acusa –claro que falsamente– de complicidad con unos criados que «se descomisaban (...) en un almasen jugando al monte» (36). Demasiado ocupado en evocar su «pasión», Juan Francisco –como si estuviera diciendo «¿y yo qué tengo que ver con ellos?»– no manifiesta la menor solidaridad con los demás esclavos. El universo al que desea pertenecer –aunque sea como esclavo– es el de los amos y de la casa grande.
Herbert Aptheker, en la introducción a su Documentary history of the negro people in the United States, enfatizó la novedad de su trabajo afirmando que «here the negro speaks for himself» (Aptheker 1990 [1951]: s/p). Lo que quería decir era que en los textos reunidos por él los negros hablan sin intermediarios y en tanto clase. La Autobiografía de Manzano no autoriza, desde luego, una conclusión análoga. En su relato abiertamente subjetivo, Juan Francisco sólo habla en su propio nombre. No evoca los sinsabores de la vida de cautivo sino en la medida en que lo afectaron en su vida personal. Eso mismo, por paradójico que parezca, es lo que otorga una contundencia extraordinaria a su narración. Lo poco o lo mucho que la Autobiografía muestra es que en el régimen esclavista aun al más privilegiado de los esclavos le toca, independientemente de la bondad» o la «maldad» individual de sus amos, experimentar todo el horror de un sistema basado en la apropiación del hombre por el hombre. Aunque sólo implícita, pronunciada por el texto y no por el narrador «ingenuo», la condena del sistema esclavista es inapelable. Inapelable resulta también la condena de la ideología que lo sostiene, nunca nombrada pero omnipresente como gangrena que corrompe el tejido social y que pervierte hasta las relaciones más íntimas.