EL DESAFÍO DEL SAHEL
Era julio de 1997. Jadeante y aturdido por el calor, trepé a la tórrida cima de arenisca del monte Dala y vislumbré la ciudad nigeriana de Cano al resplandor de mediodía. Desde el pie de la colina se extendía un laberinto de senderos zigzagueantes y chabolas de barro ilegales. Más al sur se alzaba el minarete verde esmeralda de una gran mezquita amurallada; y detrás, a lo lejos, sobre los tejados de las casas de tierra, emergían almenas punzantes del tamaño de un hombre, que semejaban dientes de tiburones descomunales, curvos y mortíferos, aunque estaban moldeadas en arcilla.
Sarki, mi guía hausa, señalaba con los brazos la tierra que había detrás de las casas: pardas llanuras áridas, moteadas de matorrales espinescentes y árboles nudosos, en una extensión de calima radiante sin sombras; un terreno tan seco y adusto como el desierto, pero sin el encanto de éste.
—¡El Sahel! —declaró Sarki—. Al este está Chad, al norte Níger, y al oeste Mali.
Chad, Níger, Mali… tierras de hambruna y sequía, islam y guerrillas; en suma, reinos bárbaros decolorados por el sol, donde fl orecieron durante siglos reinos exóticos que cayeron ante los sables de los árabes invasores y la artillería de los colonizadores europeos. Al llegar a la cumbre del monte Dala eso era cuanto sabía, o creía saber, de aquellos países, pero sus nombres, que evocaban pueblos foráneos y vagos peligros, me conmovían e intrigaban. Hasta me planteaban cierta clase de desafío.
Sarki, cuyo nombre significa «rey» en hausa, tenía un aire majestuoso. A sus poco más de cuarenta años, ataviado con una larga túnica blanca y un turbante blanco crestado, con la piel tersa en las magras mejillas y la nariz aguileña reluciente como caoba aceitada, poseía el semblante señorial de una autoridad islámica. Al mirarlo, irrumpía en mi mente un torrente de palabras poco comunes: jedive, dey, nabab, emir, títulos legendarios de potentados árabes que sólo conocía por los libros. Aunque musulmán, Sarki era negro, hablaba una lengua africana salpicada de préstamos árabes y era miembro de los hausas, pueblo del que apenas sabía nada, excepto que se había resistido a la influencia occidental durante el período colonial y postcolonial de Nigeria, y sus miembros se contaban entre los más fervientes fundamentalistas islámicos, partidarios de la imposición de la sharia, o ley islámica, en los estados septentrionales del país.
El sudor me goteaba en los ojos mientras seguía a Sarki desde la colina hacia el laberinto de la antigua Cano. El embate sobre mis sentidos ofuscados por el calor fue inmediato e implacable. Los leprosos con llagas purulentas y ojos amarillos se arremolinaban a mi alrededor, clavándome los muñones en la cara y pidiendo limosna con voz quejumbrosa. Hordas de niños descalzos con delantales venían corriendo a tirarme de la camisa y gritaban «Masta! Masta!», haciendo ruido con unas latas. Me estremecí al ver a un hombre andrajoso que deambulaba boquiabierto, con las mejillas horadadas por dientes que sobresalían en sentido horizontal. Desde las oscuras entrañas de los talleres, a ambos lados del sendero, se oían martillazos estentóreos y el estridente chirrido de los telares. Por las puertas abiertas de las escuelas islámicas resonaban cantos coránicos tan ensordecedores como monótonos. Mientras me abría paso entre la multitud, pegándome a Sarki sin comprender una palabra de lo que me decía a gritos, inhalaba el aire denso de sudor y el hedor empalagoso de la arcilla húmeda y las cloacas; a menudo trastrabillaba, pues no conseguía adaptar la vista a la alternancia de balsas ardientes de sol blanco y columnas de negra sombra proyectadas por las vigas que se extendían sobre los senderos. Tan sólo quería escapar.
Al salir de los senderos y dejar atrás a los mendigos, Sarki, que caminaba a sus anchas, departía en su grave inglés de flexión rudimentaria sobre la historia de Cano, o, mejor dicho, sobre la leyenda del origen de Cano. El pueblo de Cano, como el resto de los hausas que residían en la zona norte de Nigeria, mayoritariamente musulmana, no era africano en realidad, sostenía él, sino que su linaje se remontaba a un renegado príncipe árabe de Bagdad, Bayayida, que vino aquí, mató una temible serpiente, se casó con la reina y engendró a los hijos que fundarían siete ciudades-estado hausas, de las cuales Cano sería la más prominente. Esta leyenda concedía a los hausas un linaje emparentado con los progenitores del islam, religión que los hausas sólo aceptaron a partir del siglo XV, después de la conversión de su rey. Lo que es seguro es que la conversión del rey estrechó vínculos con Arabia y los árabes norteafricanos que controlaban el comercio transahariano en el que prosperarían Cano y los demás estados hausas. También trajo el árabe, lengua en la que los hausas redactaron las crónicas históricas de sus ciudades y cuyo alfabeto adoptaron posteriormente para plasmar por escrito su propia lengua.
Hablando con Sarki nunca habría adivinado que la Cano islámica pertenecía al mismo país que la ciudad de la que acababa de llegar, Lagos, un tugurio de chabolas de trece millones de habitantes, festivo pero violento, en su mayoría cristiano, y notoriamente africano, construido en las ciénagas palúdicas y lagunas selváticas del Golfo de Guinea, a mil cien kilómetros hacia el suroeste. Dentro de las murallas de la antigua Cano el alcohol estaba prohibido y la delincuencia era poco común. Los habitantes hausas de Cano, distantes y ataviados con túnicas verdes, blancas y azules, intercambiaban los protocolarios saludos árabes y se cruzaban con los nigerianos de túnicas añiles y con los comerciantes libios que estaban de paso. Prevalecía un espíritu mercantil: los trabajadores cristianos (yorubas e igbos del sur) cargaban carros tirados por burros para intimidar a los dirigentes musulmanes, y había gran bullicio comercial por todas partes. El barullo sólo se interrumpía cuando el emir de Cano, o el dirigente islámico tradicional, aparecía a caballo para pronunciar su sermón de los viernes en la mezquita central.
—La palabra del emir es nuestra ley —decía Sarki—. El gobierno federal debe obtener su aprobación antes de intervenir en Cano.
Deambulamos por los caminos polvorientos en busca del «aceite de león» para curar el dolor de espalda de un amigo suyo. Sarki me presentó a toda clase de comerciantes hausas y parientes, que expresaban desdén hacia los sureños cristianos y les atribuían la culpa de los problemas más acuciantes de Nigeria: el robo a mano armada, el tráfico de drogas y la corrupción.
—A causa del islam, a los hijos de los hausas les daba miedo y vergüenza robar. Los ladrones armados venían del sur —decía Sarki. Todos coincidían en esta opinión.
Paramos junto a un cartel de Muamar el Gadafi que presentaba la inscripción árabe «Al-Aj Qa’ed Al-Zaura [Nuestro Hermano y el Líder de la Revolución] Muamar Gadafi ». Sarki alzó la cabeza para mirar al libio con turbante.
—Nos sentimos solidarios con Gadafi , un hombre poderoso que dice la verdad. Aboga por la unión de los musulmanes.
Cuando Sarki hablaba, era fácil olvidar que pertenecía a un país donde aquellos que despreciaba como «cristianos ladrones del sur» representaban el cuarenta por ciento de una población de ciento treinta millones de habitantes. Al escucharle, uno olvidaba también que su grupo étnico y religioso había contribuido en gran medida, a través de actos ilícitos, corrupción y robo, a dejar en un estado de penuria, conflicto social y decadencia un país que podría ser, por sus abundantes reservas de petróleo y gas natural, el más rico de África. Cuatro de los seis dictadores militares de Nigeria —el último de los cuales murió en 1988— eran musulmanes del norte. La Nigeria septentrional necesita de la meridional por el petróleo, las tierras de labranza y los puertos, por lo cual los dictadores nigerianos se han afanado en mantener unido un país ingobernable, una entidad que hasta un célebre nacionalista nigeriano describía como «una mera expresión geográfica». Los conflictos entre los musulmanes del norte y los cristianos del sur suelen provocar fatídicos disturbios e insurrecciones que las fuerzas de seguridad federales sofocan con un elevado saldo de víctimas mortales.
En una calle masificada junto a Kofar Mata, la vía pública más importante del casco antiguo, al fin encontramos una tienda que vendía «aceite de león». El mercader utilizó un cuchillo para extraer grumos de una sustancia meliflua y verterlos en una bolsa de plástico. ¿Qué era exactamente?, pregunté. Sarki no podía —o no quería— decírmelo. (Tal vez era una especie de medicina popular secreta que un infiel como yo no debía conocer.) Pagó sonriente, volvimos al bullicio y nos despedimos.
Aquella noche me tumbé en la cama del hotel, con el fragor del aire acondicionado, y reflexioné sobre la naturaleza inquietante y desorientadora de lo que había visto, olido, oído y sentido durante el día. Había viajado y vivido en el extranjero media vida y había pasado varios años en el norte de África y Oriente Próximo, pero en Cano todo parecía nuevo, aterrador, tan asombroso como intrigante. La animadversión islamocristiana; la lengua africana tachonada de palabras árabes; la multitud de mendicantes desesperados que vivían en una miseria medieval en la segunda ciudad más grande de lo que debiera ser el país más rico de África; y más allá de las almenas con dientes de tiburón, el yermo infinito que se extendía bajo el sol abrasador hacia países turbulentos de los que apenas sabía nada; son cosas que me inocularon el ansia preliminar de una nueva obsesión por la que de buena gana arriesgaría la vida, un desafío que algún día vendría a retomar.
No regresé al África subsahariana con anterioridad al 11 de septiembre de 2001, pero los atentados terroristas de aquel día reavivaron mi fascinación por el Sahel (todavía en gran medida ignorado por los medios occidentales, a pesar de su reciente interés por el mundo islámico) y me indujeron a investigar sobre la región con renovada perentoriedad. El Sahel, cuyo nombre procede del árabe sahil, o «costa», es una expansión de yermos semidesérticos y sabana reseca que forma la orilla meridional del mar de arena sahariano y se extiende por el continente africano, a lo largo de unos cinco mil kilómetros, desde Etiopía hacia el oeste, hasta el océano Atlántico. Los libros de historia señalaban que en los países del Sahel —particularmente en Sudán, Chad, Nigeria, Níger y Mali—, antaño prosperaron algunos de los reinos e imperios más ricos de África, aunque también los más ignotos, cuyas fronteras no guardaban relación alguna con las modernas. Los reinos de Uadai y Kanem, los emiratos hausas, el sultanato de Zinder y el califato de Sokoto, así como los imperios de Mali y Songay, prosperaron con el comercio transahariano de oro, sal, marfil y esclavos.
Los cronistas árabes nos transmiten lo que se sabe sobre la historia precolonial de la región. En los siglos VII y VIII, cuando los mercaderes árabes empezaban a recorrer las antiguas rutas comerciales del sur a través del Sahara, se toparon con reinos sahelianos prósperos y disciplinados, cuyos habitantes se consideraban superiores a los forasteros. Sin embargo, los sahelianos tenían un espíritu práctico, y para facilitar el comercio empezaron a adoptar el islam, y con él el alfabeto arábigo y gran parte de la cultura árabe. (Los árabes tenían mucho que enseñar en la Edad Media: poseían la literatura, la medicina, la ciencia y el derecho más avanzados del hemisferio oriental.) Por tanto, la fe musulmana es el principal factor que define el «Sahel» como una entidad cultural y geográfica. Podría denominarse también África negra musulmana.
Al igual que Afganistán apenas atraía a los periodistas occidentales antes del 11 de septiembre, el Sahel, que durante décadas ha estado acuciado por la rebelión étnica, la violencia sectaria y el bandolerismo, recibe escasa atención de los medios en la actualidad. No cabe duda de que es una de las zonas más difíciles de recorrer de todo el mundo, pero existe otro motivo que explica la escasez de cobertura mediática: los países del Sahel apenas influyen en Occidente. A excepción de Nigeria, país rico en petróleo, desempeñan un papel insignificante en la economía mundial. El índice de pobreza del Sahel es uno de los más elevados de la tierra: un porcentaje de población que oscila entre el 45 por ciento (en Nigeria) y el 80 por ciento (en Chad) vive por debajo de la línea de pobreza. Níger es el segundo país más pobre del mundo, después de Sierra Leona. La mayor parte de los sahelianos sobrevive —o no— con medio dólar diario o menos. La desertificación (que se debe a una combinación de pastoreo excesivo y cambio climático, y según algunas estimaciones extiende el Sahara hacia el sur a un ritmo de 5,5 kilómetros anuales) amenaza la agricultura existente. Los ejércitos del Sahel no amenazan a nadie fuera de sus fronteras, y ya no existe una guerra fría capaz de desencadenar rivalidades entre grandes potencias sobre los recursos de la región, que, al margen del uranio de Níger y el petróleo de Nigeria, son mínimos. El sida es menos problemático en el Sahel que en otras partes del África subsahariana: el índice de infección de la población oscila entre el 1,4 por ciento de Senegal y el 4 o 5 por ciento de Chad, una tasa elevada para los parámetros occidentales, pero no lo suficiente para ser noticia. Las raras veces que se transmiten informaciones sobre el Sahel, suelen ser relacionadas con la fatiga del donante o la sequía. En suma, para la mayor parte de los occidentales, el Sahel no existe.
No podemos permitirnos tal ignorancia por más tiempo, porque unos hombres que vivían en cuevas, en un estado tan desamparado e indigente como cualquiera en el Sahel, orquestaron los atentados que mataron a miles de norteamericanos el 11 de septiembre. Al Qaeda ha tenido una posición activa en África, pues ha perpetrado en Kenia, Tanzania y Túnez actos terroristas que han costado la vida a centenares de personas. Un estado saheliano, Sudán, acogió a Osama Bin Laden hasta 1996. Se cree que en la actualidad Al Qaeda y otras organizaciones similares operan en nueve países del África subsahariana, tres de ellos pertenecientes al Sahel, donde se soborna a los funcionarios con dólares terroristas para contar con su apoyo, donde el control gubernamental de vastas regiones es mínimo, donde las precarias fuerzas policiales y los variopintos ejércitos no pueden hacer mucho más que oprimir a su propio pueblo, y donde las poblaciones locales, musulmanas, pobres y cada vez más antioccidentales, pueden simpatizar con los radicales islámicos. Bajo los auspicios de un programa denominado Iniciativa Pansahaliana, el ejército estadounidense ya está ayudando a Mali, Níger y Chad a perseguir a los militantes islámicos que operan en sus territorios.
Cualquier estado del Sahel podría servir como base de operaciones de Al Qaeda, pero Nigeria merece una atención especial en este aspecto. La alianza estadounidense con el régimen saudí se fundamenta principalmente en el petróleo, al igual que la relación norteamericana con Nigeria, que ocupa el décimo puesto mundial en reservas de crudo y es el nuevo socio estratégico de Washington en materia de energía. Durante años Nigeria ha sido el quinto mayor proveedor de crudo de Estados Unidos. En 2007, gracias a los acuerdos que pergeña la administración Bush con Abuya, será el tercero.
La creciente incertidumbre sobre el futuro de la monarquía saudí ha inducido a Estados Unidos a buscar fuentes más estables de energía; de ahí su interés por Nigeria. Pero la relación nigeriano-estadounidense está plagada de peligros similares a los que amenazan la alianza saudí, o acaso peores. Durante más de cuarenta años las multinacionales occidentales han bombeado petróleo del delta del río Níger mientras el gobierno nigeriano combatía contra los habitantes que reclamaban su cuota justa de riqueza. Después aparece en escena Osama Bin Laden, que en febrero de 2003 declaró que Nigeria estaba «madura para la liberación», afirmación ominosa, dada la expansión del extremismo islámico en el país. Desde la muerte del general dictador Sani Abacha en 1998 y la instauración de nuevas libertades, el fundamentalismo islámico amenaza los principios seculares del estado nigeriano, e incluso la unidad del país. Durante los cuatro últimos años, doce estados nigerianos del norte han adoptado la ley de la sharia ante la furia creciente de los cristianos del país. Desde 1999 más de diez mil nigerianos han muerto en atroces enfrentamientos tribales e intercomunales. El último estallido sobrevino en noviembre de 2002, cuando se concentraron en Abuya las mujeres que competían en el concurso de Miss Mundo. Un periodista nigeriano (cristiano) afirmó en un periódico nacional que al profeta Mahoma le habría gustado elegir esposa entre las aspirantes al título, comentario que numerosos musulmanes nigerianos interpretaron como un ultraje y un insulto al islam, pues se insinuaba que el profeta habría refrendado el libertinaje occidental. Los cuatro días de disturbios que se desataron entre musulmanes y cristianos se saldaron con 220 muertos, un millar de heridos y once mil ciudadanos sin hogar, además del incendio y la destrucción de veinte iglesias y ocho mezquitas. Por desgracia, este tumulto saltó a la luz porque la prensa occidental informó sobre él; peores rachas de disturbios de inspiración religiosa en Nigeria se han cobrado muchas más víctimas mortales.
La ira religiosa, junto con el odio a los dirigentes árabes corruptos, motivó en parte que los secuestradores del 11 de septiembre atentasen contra el principal aliado de sus regímenes, Estados Unidos. El pueblo de la Nigeria petrolífera es cada vez más pobre y la corrupción se agrava día a día. En 2001 Transparency International clasificó a Nigeria como el segundo país más corrupto del mundo. A pesar de los 280.000 millones de dólares de ingresos petrolíferos (desde el año 2000), la renta per cápita de los últimos veinte años ha decaído de 1.000 a 290 dólares anuales, y sigue decreciendo. Las gasolineras permanecen sin suministro durante semanas mientras los funcionarios desvían combustible al mercado negro para que se venda con un margen de beneficio del trescientos por cien. La electricidad y el agua corriente se interrumpen durante doce horas diarias; las carreteras se han deteriorado; la red telefónica apenas funciona; y la delincuencia es agresiva y frecuente. La Nigeria petrolífera, que hoy ocupa el puesto 148 del Índice de Desarrollo Humano de la ONU (por detrás de Bangladesh y Haití), puede considerarse con razón el estado más malogrado de la tierra, que supera a Afganistán en casi todos los aspectos miserables; es la zona cero de la desesperación y la rabia africana. Ignoramos lo que ocurre allí, y en el resto del Sahel (que es más pobre y, en algunas zonas, incluso más conflictivo), pese al riesgo que conlleva para nosotros.
De modo que los atentados del 11 de septiembre y el macabro embeleso de Cano me impulsaron a viajar de nuevo al Sahel para averiguar lo que pasaba allí. En 2002 inicié las investigaciones para emprender un viaje de 6.000 kilómetros que me llevaría por aquellos dominios legendarios (o la mayor parte de aquel territorio; excluí a Sudán del itinerario por dos razones: la guerra civil del sur del país había cerrado la frontera con Chad, y preveía dificultades en la obtención del visado). Recorro con la vista los nombres peculiares de ciudades remotas en los mapas y libros de historia: Abéché del reino Uadai en el ventoso Chad oriental; Fada y Faya Largeau, oasis asolados por la guerra en el norte minado del Sahara chadiano, cerca de Libia; Sokoto, otrora sede del primer califato fundamentalista musulmán de África y hoy capital espiritual del islam nigeriano; Zinder en Níger, durante mucho tiempo bastión del sultanato de comercio de esclavos; Gao y Tombuctú, estrellas polares de algunos de los aventureros más audaces y malhadados de Europa, y las principales ciudades del imperio Songay de Mali. ¿Pero lograría llegar a Tombuctú? Los vuelos se habían suspendido; el cauce del Níger estaría demasiado bajo para la navegación en las fechas de mi llegada (en la estación seca del invierno); y se decía que los bandidos acechaban en los senderos desérticos que conducían hasta allí. Yené, la joya del Sahel, formaba parte del itinerario, y desde allí esperaba desplazarme a la capital de Mali, Bamako. Al final de esta ruta tórrida de arena en suspensión estaba Dakar, la capital enjalbegada y marinera del próspero Senegal, más brillante en mi mente que en la realidad.
Conocía tres lenguas del Sahel: francés, árabe e inglés. Las tres fueron introducidas por invasores y conquistadores de la región, y, aunque no siempre se hablan con fluidez, todavía sirven de lenguas francas esenciales entre los diversos pueblos del Sahel. En algunos sentidos, el árabe, la más «indígena» —es decir, hablada antes de la llegada de los europeos— de las tres, podía considerarse también la más controvertida. Los árabes empezaron a penetrar en el Sahel en el siglo VIII, como comerciantes y guerreros que pretendían islamizar la región por la fuerza. El influjo árabe alcanzó su cenit en el siglo XVI, cuando los marroquíes cruzaron el desierto y vencieron al imperio Songay, circunstancia que les permitió apoderarse del mercado transahariano y someter a gran parte de la región.
¿Provocaría hostilidad el hecho de que yo hablase árabe, junto con mi nacionalidad norteamericana, sobre todo desde que Estados Unidos declaraba de forma cada vez más evidente sus intenciones de invadir Irak?
No lo sabía. Pero quería escuchar al pueblo del Sahel, registrar y transmitir sus pesares, y conocer sus opiniones sobre el conflicto entre Occidente y el mundo islámico. Ahora están más interconectadas que nunca las vidas de todo el planeta, dondequiera que nos encontremos. Como demostró el 11 de septiembre, aquellos a los que el poder, la distancia, los medios y las circunstancias excluyan del discurso pueden, de pronto y con consumada ferocidad, emerger de los reductos más remotos para elevar su voz.
Nota de la Redacción: agradecemos a Alhena Media la gentileza por permitir la publicación del prólogo del libro de Jeffrey Tayler, Los reinos perdidos de África (Alhena Media, 2008).