El Centro de Estudios Políticos y Constitucionales acogió, en mayo de 2006, un coloquio internacional sobre estos asuntos al que fueron invitados diversos especialistas con un fin fundamental: que sometieran a discusión los resultados de investigaciones en marcha. Vaya por delante nuestro agradecimiento a quienes participaron en ese foro, tanto a los ponentes como a los comentaristas que moderaron los debates: José Álvarez Junco, Andrés de Blas Guerrero, Carolyn P. Boyd y Alfonso Botti. Este libro es el fruto de la revisión, a la luz de aquellas sesiones, de las ponencias presentadas ento nces. Ya es el segundo de estas características, después del que dirigió Carolyn P. Boyd y se publicó hace unos meses bajo el título Religión y política en la España contemporánea (2). Y no será el último, puesto que el formato empleado, que exige a los participantes la lectura previa de los textos y dedica la mayor parte del tiempo al intercambio de ideas, ha demostrado una enorme utilidad. De hecho, proviene de la experiencia acumulada en el seminario de historia contemporánea que se celebra desde 1990 en el Instituto Universitario Ortega y Gasset, de Madrid, y, de una u otra manera, se ha instalado ya en múltiples rincones del mundo académico español. Como ocurre en cualquier empresa de este tipo, aquí no se realiza un repaso exhaustivo de todos los problemas relevantes y los autores de los diferentes capítulos no siempre están de acuerdo entre sí acerca de sus respectivas tesis. Pero las aportaciones reunidas en este volumen contribuyen a despejar numerosas incógnitas ya formuladas con anterioridad y plantean desafíos inéditos a los investigadores. Es decir, hacen avanzar el conocimiento.
Este esfuerzo se produce, además, en un terreno que en los últimos años ha resultado muy fecundo y ha visto cambiar las interpretaciones más extendidas entre los historiadores. Hasta hace poco tiempo, en el estudio de la cuestión nacional en España cundía el paradigma del fracaso y la diferencia, una perspectiva melancólica de la historia española que, tras impregnar desde los años sesenta preocupaciones centrales en la historiografía como la revolución burguesa –o tan sólo liberal—y la industrialización, recaló también en las valoraciones sobre el nacionalismo y la construcción de la nación española, fenómenos estrechamente vinculados a los anteriores (3). En general, se asumía que el estado erigido en la edad moderna no había proporcionado a los españoles del siglo XIX una identidad nacional sólida, lo cual había posibilitado el surgimiento de movimientos nacionalistas alternativos en algunas partes del territorio. Factores como la escasez de recursos estatales, la miopía y la falta de voluntad de las élites gobernantes o la oposición de la Iglesia explicaban este fiasco, conocido, en términos que difundió Borja de Riquer, como la débil nacionalización española. Por otro lado, el españolismo parecía minoritario y tardío, presente tan sólo en el siglo XX como una respuesta reaccionaria al catalanismo y al nacionalismo vasco. Todo ello diferenciaba de forma radical a la España contemporánea de otros países europeos, sobre todo de Francia, modelo de éxito en la construcción nacional realizada por el estado y vara de medir estas materias para la mayoría de los autores. En el caso español sólo se percibían ausencias que creaban conflictos hasta nuestros días y que lo separaban del patrón explícita o implícitamente establecido, el de la modernidad occidental (4).
La multiplicación reciente de los trabajos sobre el nacionalismo español, que desde finales de los años noventa ha hecho de él un tema muy frecuentado por la investigación histórica, ha trastornado estos supuestos, como antes había ocurrido a propósito de las revoluciones liberal e industrial. Se han analizado los discursos españolistas tejidos por los intelectuales y, en menor medida, por los diversos actores políticos en cada coyuntura, lo que ha permitido calibrar su presencia casi ubicua y su heterogeneidad, tanto en el siglo XIX como en el XX (5). El nacionalismo español, un nacionalismo de estado, no necesitaba de movimientos políticos específicos, pero se manifestaba a través de múltiples cauces en la esfera pública de debate. Junto a las herramientas de la historia intelectual y de la historia política clásica se han incorporado las de la historia cultural, abriendo la puerta a indagaciones sobre el modelado y la difusión de imaginarios y expresiones de identidad. Lugares de la memoria, mitos, símbolos, monumentos, fiestas y conmemoraciones han ocupado el centro de la escena. El contacto con las ciencias sociales y con otras historiografías ha afinado el acercamiento a los procesos de nacionalización, que ya no se restringe al ámbito de la acción estatal, así como el estudio de las identidades territoriales, complejas y en cambio permanente. La españolización no parece tan débil y fracasada como antes. A la vez, tiende a abandonarse la creencia en una pauta europea con la que haya que medirse, y ni siquiera Francia se ajusta ya a los requisitos de un tipo ideal de nacionalización temprana y exitosa. Visto en esos términos, el caso español no sería sino uno más dentro de un amplio muestrario de casos europeos, con sus propias peculiaridades pero en absoluto anómalo o excepcional. Hay aún mucho por hacer, pero puede percibirse un cambio sustantivo en el ambiente historiográfico, que por momentos se aleja de la melancolía (6).
El libro que el lector tiene delante se sumerge de lleno en esta atmósfera y presenta algunas conclusiones significativas, en sintonía con los últimos avances historiográficos. Y lo hace en el seno de un enfoque constructivista, el dominante en el panorama académico, que considera a las naciones obra de los nacionalismos, y no al contrario: de ahí su título, Construir España. Para empezar, entre los historiadores ha calado la idea de que no hubo un único nacionalismo español sino muchos discursos nacionalistas que recorrieron de punta a punta el abanico de las opciones políticas contemporáneas, desde los tradicionalistas hasta los republicanos, con variantes internas notables, aunque en general se habla de dos grandes tradiciones ideológicas: la liberal-democrática y la católica-conservadora. No obstante, ha entrado en crisis la división tajante entre un patriotismo cívico –el de las izquierdas—y un nacionalismo étnico –el de las derechas--, puesto que en España, como en otros países, no se conoce un nacionalismo que no tenga componentes de ambas naturalezas y, ante todo, que no posea elementos étnicos (7). Bastaría contemplar la defensa de la lengua castellana como lengua nacional por parte de los liberales españoles para asentir en este punto. De modo que hubo en los siglos XIX y XX varias versiones del nacionalismo español en pugna, por lo menos hasta los primeros años de la dictadura franquista, cuando acabó imponiéndose la nacional-católica. Los discursos nacionalistas, como afirma en su capítulo Josep-Ramon Segarra, son espacios de negociación y disputa. Estaba en juego el control de la nación, también de su lenguaje. El conflicto entre dos o más nacionalismos de la misma patria no constituía una particularidad hispánica, recuérdese el enfrentamiento entre las dos Francias del affaire Dreyfus. Pero queda en el aire saber si esta continua trifulca restaba eficacia a los procesos de nacionalización y denotaba una cierta debilidad ante los otros nacionalismos peninsulares, o más bien revelaba la solidez de los marcos conceptuales compartidos, puesto que todos los españolismos atribuían a la nación el carácter de sujeto político, rasgos esencialistas y una duración cuasi-eterna (8).
La mayor parte de las élites españolas del siglo XIX, y una buena porción de las del XX, emplearon un lenguaje empapado de nacionalismo, en el que el horizonte de referencia casi siempre era la nación. Los liberales lo hicieron antes y con más fuerza que nadie, por eso tenía sentido, como advierte Segarra, que en plena revolución liberal unos acusaran a otros de provincialistas o separatistas, aunque todos defendieran su propia definición de España. En muchas de estas visiones decimonónicas, estudiadas cada vez con mayor profundidad, la provincia y la región valían de soporte a la exaltación patriótica. Así pues, las nuevas investigaciones han ensanchado el camino abierto por Josep Maria Fradera cuando habló de doble patriotismo en la Cataluña de mediados del Ochocientos (9). Menor acuerdo hay acerca de qué identidad pesaba más, la nacional o la regional, si los amores a la patria chica y a la patria grande estaban jerarquizados de algún modo y vale o no el símil de una cebolla con anillos concéntricos para representar el juego identitario. Lo que se percibe con mayor claridad es que la construcción de identidades locales y regionales, como defiende Ferran Archilés en su capítulo sobre la época de la Restauración, no desmentía la construcción nacional sino que a menudo la consolidaba. La región era el camino más corto, el más cercano y accesible, hacia la nación. Lo cual ocurría en muchos otros países, incluso en Francia, donde el aprendizaje del patriotismo se realizaba a través de ejemplos regionales. Xosé M. Núñez Seixas ha insistido en ello al mostrar hasta qué punto el análisis del nacionalismo en Europa ha terminado por dar un giro regional (10). Quizá la consecuencia más importante de este giro en España sea un cambio necesario en la consideración de los provincialismos, fuerismos y regionalismos, que, de verse como precedentes de los nacionalismos periféricos posteriores, pasan a concebirse como variantes particulares del nacionalismo español.
En unos y otros discursos cobraba vida un imaginario españolista del que han tratado los numerosos trabajos disponibles sobre la historiografía decimonónica, que trazó una epopeya de episodios edificantes protagonizados por héroes que encarnaban los valores nacionales (11). José Álvarez Junco ha retratado con precisión los rasgos de la cultura nacionalista en el siglo XIX, con aportaciones de la historia, la literatura, el arte y las ciencias (12). Tomás Pérez Vejo ilustra aquí la importancia de las representaciones pictóricas que reflejaban la visión liberal del pasado, atravesada por un relato que articulaban el nacimiento, la muerte y la resurrección de España. Algunos de los mitos nacionalistas mostraron una gran longevidad y fueron actualizados cuando hizo falta movilizar a los españoles. Tuvieron especial relevancia los mitos de resistencia al invasor, de Sagunto y Numancia a los sitios de Zaragoza y el Dos de Mayo madrileño en la Guerra de la Independencia. Núñez Seixas comprueba su uso en el bando republicano durante la guerra de los años treinta, mientras que Zira Box recuerda que los franquistas eligieron el Dos de Mayo como fiesta nacional del primer año triunfal, considerándolo un precedente del 18 de julio de 1936, un levantamiento popular como aquél destinado a expulsar a los invasores aliados con los traidores autóctonos. Aunque en el Novecientos subsistió el núcleo central del imaginario, algunos mitos se incorporaron a él o adquirieron un mayor calado. Por ejemplo el Quijote, aupado tras el golpe a la conciencia nacional que supuso el Desastre de 1898. O Cristóbal Colón, que, como explica David Marcilhacy, sirvió de emblema a la regeneración de España, un paradójico héroe de la raza que hubo de ser hispanizado en una secuencia que comenzó con la polémica sobre su origen y acabó subsumiéndolo en la gesta, ésta sí genuinamente española, del descubrimiento.
Provistos de discursos e imaginarios, diversos agentes influyeron en la nacionalización de los españoles. La historiografía actual suele rechazar la vieja visión de los procesos nacionalizadores como mecanismos semi-automáticos según los cuales el aparato del estado recogía las ideas preparadas por los intelectuales y las inoculaba en ciudadanos pasivos a través de la escuela, el ejército o las fiestas nacionales. Un enfoque detrás del cual latía la antigua convicción marxista acerca de la manipulación ideológica urdida por las clases dominantes para mantenerse en el poder (13). Por un lado, los grupos sociales y los individuos no son meros receptores de mensajes, sino que esos mensajes se construyen social e individualmente. Por otro, en la nacionalización intervienen los gobiernos, por supuesto, pero también otros muchos actores, como asociaciones e instituciones independientes, la Iglesia, partidos, sindicatos, autoridades y fuerzas vivas locales y toda clase de medios de comunicación. Algo corriente en otros países, como se encargó de remachar el estudio magistral de George L. Mosse sobre Alemania (14). A este respecto, la relevancia de la prensa resulta difícil de exagerar: de las revistas ilustradas que difundían en grabados la inconografía de la pintura de historia, como destaca Pérez Vejo; de las publicaciones satíricas del Sexenio revolucionario, que transmitían las imágenes desgarradas de la nación descritas por Fernando Molina Aparicio en su capítulo; o de los periódicos de trinchera en la guerra civil que ha explorado Núñez Seixas. Archilés enfatiza asimismo la trascendencia de la literatura como portadora de valores nacionalistas. Por ejemplo, varios autores coinciden en la centralidad de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdos, ya sea por el impacto de sus primeros volúmenes al final del Sexenio, por su presencia imprescindible en las bibliotecas obreras de la Restauración o por su utilización en las escuelas de la Segunda República. Y no debe olvidarse el potencial de la música o de medios más modernos como la fotografía o el cine, aquí apenas esbozado al mencionarse el éxito de una película sobre Colón.
Los trabajos sobre nacionalización inciden ante todo en las políticas públicas. Respecto a fiestas como las del 12 de octubre, día de la Raza, que llevaba consigo las ofrendas, los desfiles y monumentos que cita Marcilhacy; o las establecidas en el calendario franquista que estudia Box, con ceremonias religiosas, homenajes a los caídos, lápidas, discursos, himnos y banderas. En ambos casos se comprueba la entidad de las conmemoraciones como uno de los territorios favoritos del nacionalismo (15). Aquí requieren también un lugar visible los proyectos educativos estatales, bien desbrozados en cuanto atañe a la enseñanza de la historia y a otros métodos de españolización escolar (16). Los capítulos de Alejandro Quiroga Fernández de Soto y María del Mar del Pozo Andrés permiten constrastar las estrategias nacionalizadoras puestas en marcha en la escuela por la dictadura de Primo de Rivera y por la Segunda República, o, lo que es casi lo mismo, por las dos versiones principales del nacionalismo español en el siglo XX: la que fundía a la patria con la religión y la que la identificaba con el pueblo, concebido como comunidad de ciudadanos. Quiroga expone cómo la dictadura impuso la lengua castellana y la historia nacional-católica, asociadas a rituales escolares que mezclaban contenidos religiosos y nacionalistas, y cómo fracasó al aplicar un sistema represivo contraproducente. Del Pozo mide las dimensiones de una educación cívica centrada en la enseñanza de la Constitución de 1931, extendida con dudas y contradicciones que basculaban entre el nacionalismo y otras consideraciones cosmopolitas y racionalistas.
Conocemos mucho peor la penetración de estos mensajes y la efectiva construcción social de las identidades nacionales. Algo muy difícil de investigar, aunque ya hay en marcha intentos de gran interés, como el que aquí expone Justo Beramendi, quien ha señalado con ironía que el debate sobre la débil nacionalización española se ha desarrollado sobre una escasez de evidencias empíricas digna de mejor causa. Semejante pesquisa necesita nuevas fuentes, como memorias y testimonios, cartas privadas, literatura y teatro popular, dichos y canciones, del cuplé a la copla. Como el folclore que ha recogido Beramendi o la correspondencia de los soldados republicanos que ha visto Núñez Seixas. Quizá requiera asimismo valorar algunas exteriorizaciones del llamado nacionalismo banal, por ejemplo en corridas de toros y espectáculos deportivos, también en la publicidad y en otros usos cotidianos de los símbolos nacionales (17). Hasta el momento, investigaciones como la de Beramendi, atenida a Galicia, concluyen que la nacionalización española en el siglo XIX resultó más eficaz entre los estratos superiores y medios de la sociedad que entre las capas populares, con especiales deficiencias entre los campesinos, que en Galicia como en el resto de España representaban el grueso de la población. No parece disparatado aventurar que algo parecido pudo ocurrir en otras regiones españolas. Molina habla de una identidad nacional asumida, a la altura del Sexenio, por ese millón de posibles lectores de los Episodios galdosianos. Lo que no separaría el caso español de otros europeos, puesto que, a juzgar por la famosa obra de Eugen Weber De campesinos a franceses, en la Francia rural no se completó el proceso de nacionalización hasta entrado el siglo XX (18). La nación, propone Archilés, puede entenderse como una experiencia, compatible con otras identidades de clase o de género, que en tiempos de la Restauración asumian ya hasta los obreros conscientes.
Esas experiencias, como los discursos, imaginarios y políticas nacionalistas, variaron con el transcurso del tiempo. La construcción de identidades nunca se acaba, es continua y recorre una senda llena de altibajos, lo que se adquiere hoy se puede perder mañana. En el caso español, se ha distinguido con razón entre el siglo XIX, cuando el nacionalismo español anduvo prácticamente solo, del XX, cuando tuvo que contestar a otros nacionalismos organizados. Debería ponderarse, por ello, la capacidad del españolismo anticatalanista –en menor grado, antivasquista—para alimentar la escalada verbal patriotera y la nacionalización en algunas zonas de España, algo patente hasta la actualidad. Hubo pues momentos fuertes, asociados a las puntas máximas alcanzadas por las reivindicaciones periféricas y las polémicas subsiguientes, en 1918, 1932 o 2006, o a los golpes del terrorismo nacionalista vasco (19).
Aunque los momentos realmente intensos, en España como en otros lugares, hay que buscarlos en las guerras, cuando la movilización política se hacía perentoria y se exhortaba más que nunca al sacrificio por la patria en peligro, desde la Guerra de la Independencia hasta la civil de 1936 (20). Pese a que después de 1814 el estado español no se vio envuelto en conflictos bélicos internacionales a gran escala, a estos efectos cuentan también las contiendas coloniales –mucho mejor conocida la de Ultramar en 1898 que la de Marruecos entre 1909 y 1925—y, por encima de todas, las civiles. Molina ha destacado las experiencias nacionalizadoras, y la confección de un enemigo –el vasco, que aunaba barbarie, diferencias étnicas y tradicionalismo—en la última carlistada del XIX (21). Núñez ha pintado el cuadro completo de la movilización patriótica en ambos bandos durante la guerra civil del XX, en la que el peso de la propaganda nacionalista se incrementó conforme se prolongaba el enfrentamiento, en la seguridad de que era la más eficaz a la hora de convencer a los sectores menos politizados de la población. Lo cual revela, de paso, que los procesos nacionalizadores habían avanzado lo suficiente para que tales previsiones resultaran verosímiles (22). En cualquier nacionalismo, más aún si está en guerra, se forja la imagen del otro, del enemigo exterior o interior de la patria. En España ese otro, dependiendo de la coyuntura, ha sido el francés, el vasco, el yanqui, el moro, el fascista, el masón, el separatista o el rojo. Antonio Cazorla Sánchez describe en su capítulo los rasgos que adjudicaron a los republicanos las memorias de postguerra de los excautivos franquistas, que combinaron valores destilados de la religión, la patria y el orden social para componer una imagen de la anti-España encarnada por tipos bestiales y depravados.
Sean cuales fueren nuestros juicios sobre la nacionalización española en el XIX, habría que añadir que, en la mayoría de los estados occidentales y también en España, las urgencias nacionalizadoras entraron del brazo de la política de masas, que irrumpió a partir del último tercio de siglo y, con más rotundidad, en torno a la Primera Guerra Mundial. Así, no resulta extraño que la crisis de 1898 provocara una puja nacionalista y españolizadora ausente por completo cuando décadas atrás se perdió el grueso del imperio colonial. En realidad, los programas de nacionalización mejor concebidos, y aplicados de manera más concienzuda, llegaron con las dos dictaduras del Novecientos. Conocemos relativamente bien el de Primo de Rivera, estudiado por Quiroga, mucho peor el de Francisco Franco, que a menudo se da por supuesto sin profundizar demasiado en él. Box comprueba aquí cómo se formó el calendario festivo del franquismo, que marcaba la vida cotidiana de los españoles y se ocupaba de transmitir valores políticos, y cómo fue objeto de pugna entre fascistas y católicos, adalides de los dos españolismos que, como Ismael Saz Campos se encargó de iluminar con detalle, compitieron por el poder en los primeros años del longevo régimen autoritario (23). Los efectos de la nacionalización franquista aún se desconocen, aunque predomina la tentación de asegurar que fracasó, como la de Primo, al provocar reacciones en contra. El españolismo perdió cualquier atractivo para quien se opusiese al dictador, puesto que éste lo había identificado con su régimen. Por eso resultó tan complicado, tras la muerte de Franco y bajo la nueva democracia, construir un nacionalismo español desprendido de adherencias franquistas. En la contribución que cierra este volumen, Sebastian Balfour repasa las vacilaciones de los sectores conservadores, que han propuesto algunas soluciones compatibles con el marco constitucional pero no se han librado de concepciones esencialistas de la nación (24).
En resumen, este libro cierra algunas puertas pero deja muchas más abiertas. Ya se ha mencionado el desafío fundamental, el que exige precisar el alcance social de la nacionalización española. Sería además deseable una historia global del nacionalismo español, en la que quepan continuidades y discontinuidades, evoluciones territoriales y coyunturas distintas, en la que se guarde un cierto equilibrio entre actores, discursos, imaginarios e identidades, sin descuidar el contexto social, económico y político. Debería abordarse el estudio integrado y dinámico de algunos fenómenos, como los lugares de la memoria, tratados a menudo como elementos aislados y estáticos. Y, por último, la irrupción de la historia cultural no tendría que conducirnos a un cierto determinismo, según el cual los discursos se imponen de manera necesaria a los individuos. La identidad se construye socialmente pero también de forma individual. Además, tras los lenguajes y los mitos hay personas con nombres y apellidos que actúan en coyunturas precisas y con intereses determinados, que dicen lo que dicen de acuerdo con un contexto de significados inteligibles pero también con sus objetivos políticos particulares. Los elementos que integran los relatos de identidad se combinan pues de un modo u otro en función de las circunstancias y los actores implicados. En este territorio histórico, como en todos los demás, no pueden abandonarse las cautelas de la historiografía acerca del cuándo, el cómo, el quién y el por qué. Si lo hiciéramos habríamos sustituido la tiranía de las estructuras socio-económicas, de la que costó tanto librarse, por una nueva tiranía de la cultura.
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NOTAS:
(1) Joan Fuster, “El nacionalisme espanyol”, prólogo a Xavier Arbós y Antoni Puigsec, Franco i l’espanyolisme, Barcelona, Curial, 1980, pp. 7-14 (cita en p. 11). Pierre Vilar, “Estado y nación en las conciencias españolas: actualidad e historia”, en Giuseppe Bellini (ed.), Actas del Séptimo Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Roma, Bulzoni Editore, 1982, vol. 1, pp. 29-49 (cita en p. 31).
(2) Carolyn P. Boyd (ed.), Religión y política en la España contemporánea, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007. El coloquio, que tuvo lugar en octubre de 2005, fue posible gracias a la colaboración de la Universidad de California, Irvine.
(3) Santos Juliá, “Anomalía, dolor y fracaso de España”, Claves de Razón Práctica, nº 66 (1996), pp. 10-21.
(4) Borja de Riquer i Permanyer, “La débil nacionalización española del siglo XIX” (1994), en Escolta Espanya. La cuestión catalana en la época liberal, Madrid, Marcial Pons Historia, 2001, pp. 35-58. Véase la síntesis historiográfica de Fernando Molina Aparicio, “Modernidad e identidad nacional. El nacionalismo español del siglo XIX y su historiografía”, Historia Social, 52 (2005), pp. 147-171.
(5) Justo Beramendi, “A vueltas con España”, Ayer, 44 (2001), pp. 265-278. Santos Juliá, Historias de las dos Españas, Madrid, Taurus, 2004.
(6) Xosé M. Núñez Seixas, “La questione nazionale in Spagna: note sul recente dibattito storiografico”, Mondo Contemporaneo. Rivista di Storia, 2 (2007), pp. 105-127.
(7) Diego Muro y Alejandro Quiroga, “Spanish nationalism. Ethnic or civic?”, en Ethnicities, 5/1 (2005), pp. 9-29.
(8) Ha insistido en los inconvenientes del conflicto Carolyn P. Boyd, Historia Patria. Política, historia e identidad nacional en España: 1875-1975, Barcelona, Pomares-Corredor, 2000 (edición original en inglés de 1997).
(9) Josep Maria Fradera, Cultura nacional en una sociedad dividida. Cataluña, 1838-1868, Madrid, Marcial Pons Historia, 2003 (edición original en catalán de 1992).
(10) Xosé M. Núñez Seixas (ed.), “La construcción de la identidad regional en Europa y España (siglos XIX y XX)”, dossier de Ayer, 64 (2006), pp. 9-231.
(11) Véase, por todos, Juan Sisinio Pérez Garzón y otros, La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder, Barcelona, Crítica, 2000.
(12) José Álvarez Junco, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001.
(13) Molina, “Modernidad e identidad nacional”, p. 148.
(14) George L. Mosse, La nacionalización de las masas. Simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las Guerras Napoleónicas al Tercer Reich, Madrid, Marcial Pons Historia, 2005 (edición original en inglés de 1975).
(15) Para ampliar este punto véase, por ejemplo, Javier Moreno Luzón, “Mitos de la España inmortal. Conmemoraciones y nacionalismo español en el siglo XX”, Claves de Razón Práctica, 174 (julio/agosto 2007), pp. 26-35.
(16) Boyd, Historia patria. María del Mar del Pozo Andrés, Curriculum e identidad nacional.Regeneracionismos, nacionalismos y escuela pública (1890-1939), Madrid, Biblioteca Nueva, 2000.
(17) Michael Billig, Banal Nationalism, Londres, Sage, 1995.
(18) Eugen Weber, Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France, 1870-1914, Stanford, Ca., Stanford University Press, 1976.
(19) Como muestra, véase Javier Moreno Luzón, “De agravios, pactos y símbolos. El nacionalismo español ante la autonomía de Cataluña (1918-1919)”, Ayer, 63 (2006), pp. 119-151.
(20) José Álvarez Junco, “El nacionalismo español como mito movilizador. Cuatro guerras”, en Rafael Cruz y Manuel Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Madrid, Alianza, 1997, pp. 35-67.
(21) Además de su capítulo en este libro, véase Fernando Molina Aparicio, La tierra del martirio español. El País Vasco y España en el siglo del nacionalismo, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2005.
(22) Xosé M. Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor! Nacionalismos y movilización bélica durante la guerra civil española (1936-1939), Madrid, Marcial Pons Historia, 2006.
(23) Ismael Saz Campos, España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons Historia, 2003.
(24) Sebastian Balfour y Alejandro Quiroga, España reinventada. Nación e identidad desde la Transición, Barcelona, Península, 2007.
Nota de la Redacción: agradecemos al Centro de Estudios Políticos y Constitucionales su gentileza por permitir la publicación de la introducción del libro de Javier Moreno Luzón (ed.), Construir España. Nacionalismo español y procesos de nacionalización (CEPC, 2007), en Ojos de Papel.