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Gilles Lipovetsky y Jean Serroy: La
pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna (Anagrama,
2009)
Cuando Lyotard acuña el concepto de ‘postmodernidad’ a
finales de los años setenta y escribe que ya “se han acabado los grandes
relatos”, se palpa en las sociedades desarrolladas de todo el mundo una potente
sensación de liberación. El “narciso” cool, individualista y consumista
que tan bien retrata Lipovetsky en La era del vacío y El imperio de
lo efímero es un ser optimista en su gozo, un individuo que vive el
presente, olvidado del pasado y sin preocupación por el futuro. Veinte años
después, esa euforia de los años postmodernos ya no es la misma. En Los
tiempos hipermodernos, Lipovetsky advierte al lector del fin de la euforia.
El hedonismo del presente que caracterizó los años ochenta –la movida madrileña
constituye una magnífica ilustración- ya no existe. En la hipermodernidad, el
desempleo, la preocupación por la salud, las crisis económicas y un largo sinfín
de virus que
provocan ansiedad individual y colectiva se han
introducido en el cuerpo social.
Para Lipovetsky el desarrollo de la globalización y de la sociedad de mercado
ha producido en estos años nuevas formas de pobreza, marginación, precarización
del trabajo y un considerable aumento de temores e inquietudes de todo tipo. Sin
embargo, la sociedad hipermoderna no ha supuesto la aniquilación de los valores.
Al contrario, el hedonismo ya no estimula tanto, la extrema derecha no ha tomado
el poder y el conjunto de la sociedad no ha caído en desviaciones xenófobas y
nacionalistas. La dinámica de la individualización personal no ha supuesto que
la democracia pierda firmeza o se aleje de sus principios humanistas y plurales.
Los derechos humanos siguen constituyendo uno de los principios morales básicos
de la democracia. La dinámica del individualismo refuerza, en opinión de
Lipovetsky, la identificación con el otro. El culto al bienestar conduce, aunque
parezca paradójico, a que los individuos sean más sensibles al sufrimiento.
La producción de bienes se centra en las
personas, como es el caso del teléfono móvil. Las culturas de clase se
erosionan, se hacen menos legibles y la pertenencia a un grupo social no
determina ya los modos de consumo
En la sociedad hipermoderna el peligro no viene por algo que precisamente la
caracteriza, lo que Lipovetsky denomina hiperconsumo. “Cuanto más se impone la
comercialización de la vida, más celebramos los derechos humanos. Al mismo
tiempo, el voluntariado, el amor y la amistad son valores que se perpetúan e
incluso se fortalecen”. El peligro viene para Lipovetsky de otra parte. Procede
de lo que él denomina una inquietante fragilización y desestabilización
emocional de los individuos. La debilidad de cada uno de nosotros tendría su
origen en el hecho de que cada vez estamos menos pertrechados para soportar las
desgracias de la existencia, y ello no porque el culto al éxito o al consumo
provoque esa fragilidad, sino porque las grandes instituciones sociales han
dejado de proporcionar la sólida armazón estructuradora de antaño. De ahí
vendría la ola de trastornos psicosomáticos, depresiones y demás angustias con
las que las distintas industrias que producen psicofármacos se enriquecen.
En la arquitectura de La felicidad paradójica, cuyo subtítulo es
enormemente significativo –Ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo-,
se entra con la aparición de un nuevo arquetipo social, el hiperconsumidor, un
ser que ya no desea sólo el bienestar, lo que ahora anhela es armonía, sensación
de plenitud, felicidad y sabiduría. Dicho hiperconsumidor es la consecuencia,
según Lipovetsky, del desarrollo de las tres etapas a través de las cuales se
despliega la sociedad contemporánea. La primera de ellas, comprendida entre 1880
y la Segunda Guerra Mundial, marca el inicio de la sociedad de consumo. Son los
años de la producción a gran escala y de la puesta a punto de las máquinas de
fabricación continua que producen bienes con vocación de durabilidad.
Para su desgracia, el hiperconsumidor se apoya
tanto en sus emociones que éstas no acaban nunca de ser satisfechas, y la
experiencia de la decepción asoma y amenaza a distintas capas de la
sociedad
En torno a 1950 es cuando se inicia el nuevo ciclo histórico de las economías
de consumo. En esta segunda etapa, la capacidad de producción aumenta tanto que
se genera una mutación social que da lugar a la aparición de la sociedad de
consumo de masas. Se abren supermercados, centros comerciales, hipermercados y,
aunque de naturaleza básicamente fordista, el orden económico se rige ya en
buena medida por los principios de la seducción y de lo efímero. En este período
se vienen abajo las antiguas resistencias culturales y se expande la sociedad
del deseo.
En la tercera etapa, la vida de las sociedades desarrolladas no hace sino
acumular signos de placer y felicidad. En este estado de cosas la cultura del
consumo promete felicidad y evasión de los problemas. La producción de bienes se
centra en las personas, como es el caso del teléfono móvil. Las culturas de
clase se erosionan, se hacen menos legibles y la pertenencia a un grupo social
no determina ya los modos de consumo. Sin embargo –y ahí aparece la paradoja
anunciada en el título de esta obra- el hiperconsumidor se vuelve desconfiado e
infiel. Ya no sigue sólo a una marca, ahora entra en internet y compara,
analiza, reflexiona y orienta sus deseos hacia lo que más le gratifica.
Para su desgracia, el hiperconsumidor se apoya tanto en sus emociones que
éstas no acaban nunca de ser satisfechas, y la experiencia de la decepción asoma
(del análisis de la decepción se ocupó el siguiente libro de Lipovetsky
aparecido en Francia --La société de déception (2006)-- que será
próximamente traducido) y amenaza a distintas capas de la sociedad. Jóvenes
violentos, ancianos desprotegidos o inmigrantes son colectivos sobre los que el
autor reflexiona. Desde este análisis y desde los excesos del hedonismo del
capitalismo de consumo, Lipovetsky se atreve a predecir una mutación cultural
que ha de revisar la importancia de los goces inmediatos y contener el frenesí
consumista.