Javier Marías: Veneno y sombra y adiós (Alfaguara, 2007)

Javier Marías: Veneno y sombra y adiós (Alfaguara, 2007)

    AUTOR
Javier Marías

    GÉNERO
Novela

    TÍTULO
Tu rostro mañana 3: Veneno y sombra y adiós

    OTROS DATOS
Madrid, 2007. 712 páginas. 22,50 €

    EDITORIAL
Alfaguara



Javier Marías

Javier Marías


Reseñas de libros/Ficción
Javier Marías: Veneno y sombra y adiós (Alfaguara, 2007)
Por Justo Serna, domingo, 4 de noviembre de 2007
El novelista, a la manera en que lo concibe Javier Marías, escribe lo que sabe pero eso que sabe lo ignoraba hasta el momento en que se puso a escribir, hasta el momento que se desplegó empleando las palabras. "O dicho de otra manera a la vez simple y enrevesada", precisaba el autor: la tarea del novelista "es una forma de saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía. Acaso porque no podía expresarse", insistía Javier Marías. Acaso porque aún no se había expresado.
Los novelistas miran y ven la realidad y su vida, evocan sus recuerdos y rememoran sus experiencias: aquello que de algún modo ya sabían y aún no habían expresado, aquello que en principio captan de modo tentativo y después consiguen escribirlo coherente, narrativamente. Los novelistas distinguen en su interior un mundo que ya estaba y que ahora erigen, un mundo interno enmarañado que se parece a la realidad externa, un mundo que se asemeja a un documento confuso, a un texto de partes intrincadas y yuxtapuestas. En la existencia del observador, todas las cosas son indicios, todo remite a todo: hay una asociación de experiencias y, por ello, un recuerdo remite a otro.

Cuando nuestro escritor se pone a averiguarlas y a verbalizarlas dando forma a una historia, deberá ser coherente con lo que va escribiendo, de manera que eso que queda fijado le comprometa: el novelista se somete y desarrolla dichos datos de modo congruente. Éste es el proceso de escritura de Javier Marías: si esto lo aplicamos a una novela en tres volúmenes que sobrepasa las mil quinientas páginas, se comprenderá que el esfuerzo sólo pueda calificarse de colosal. Así es Tu rostro mañana, una obra cuyo primer volumen se publica en 2002 (Fiebre y lanza), el segundo en 2004 (Baile y sueño) y el tercero en 2007: Veneno y sombra y adiós. Es este cierre lo que justifica esta reseña y, hablando con propiedad, mi lectura de ahora, de ese tercer volumen que sobrepasa las setecientas páginas, confirma lo que escribí cuando la novela aún estaba inconclusa (ver link: Espías como nosotros).

Conforme avanza, el autor elabora un mundo de palabras con personajes, circunstancias, ateniéndose a lo dicho, sin arbitrariedades, sin incongruencias. Más aún, ese mundo de palabras remite a libros anteriores: a Todas las almas, principalmente, pero también a Corazón tan blanco o a El siglo. No cometer incoherencias en una ficción que se desarrolla al tiempo que se escribe –una ficción de la que no hay mapa de partida-- es una aventura arriesgada. Más aún cuando esa novela tiene concomitancias obvias con la vida del novelista: entonces, la posibilidad de confusión o de contradicciones es mayor.

¿Es ésta una historia de espías? Es una historia de intriga que se disuelve en el cuento de lo cotidiano e imprevisto: narrada ya en Madrid, cuando el protagonista ha dejado el grupo de espías. En realidad, es un relato de lo ordinario, de lo que a todos nos acaece obligándonos a interpretar, a conjeturar

Hay aquí un personaje que es a la vez narrador, alguien llamado Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza, un antiguo profesor español que estuvo en Oxford. La historia de Tu rostro mañana ocurre después de haber abandonado la docencia: relata su paso por un grupo especial del MI6, encargado de espiar vaticinando o haciendo informes de individuos a partir de los leves o documentados indicios que la vida y el rostro de los otros ofrecen. La narración en primera persona tiene una sintaxis especial, la que es tan característica de Javier Marías: la oración de período largo, la amplificación, la reincidencia deliberada, la salmodia que repite como cifra y enigma frases o invocaciones frecuentemente shakespearianas que encierran proverbio y misterio. ¿Es ésta una historia de espías? Es una historia de intriga que se disuelve en el cuento de lo cotidiano e imprevisto: narrada ya en Madrid, cuando el protagonista ha dejado el grupo de espías. En realidad, es un relato de lo ordinario, de lo que a todos nos acaece obligándonos a interpretar, a conjeturar. Es la suya una prosa confesional que se asemeja a un monólogo interior, a una reflexión condicionada por inevitables digresiones (como es la vida): con los meandros propios de la reiteración. Aunque alguien nos cuenta --Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza— hay diálogos internos que se transcriben en estilo indirecto, en estilo directo, con personajes relevantes y, como el novelista, habladores: entre otros, el jefe de los espías Tupra o el profesor oxoniense Peter Wheeler. En esta novela, como en otras de nuestro autor, es común que alguien cuente al narrador algo cotidiano y pavoroso a la vez, ordinario y terrible: algo que tiene que ver con la experiencia –de dolor, de incertidumbre, de miedo-- y con la depuración propiamente narrativa de dicha experiencia.

Con esta novela se cierra un ciclo, el de Tu rostro mañana, un ciclo que podía haber continuado si el relato no se hubiera hecho desde el presente del autor. Pero también se consuma el modelo que empezó a explorar el propio Marías hacia 1978 cuando publicara El monarca del tiempo. Hay grandes concomitancias. Fue entonces, en el capítulo inicial de El monarca…, la primera vez que Marías empleó este recurso. Como si estuviéramos en una novela de Joseph Conrad o de William Faulkner, la voz relatora es la de un coronel que habla y habla sin parar, alguien que cuenta a un interlocutor mudo y condenado: alguien que se expresa en una suerte de monólogo. Estamos en el siglo XIX. El oyente es un soldado que va a sufrir deportación, destinado al islote de Bormes (por alguna falta que desconocemos), un soldado cuyas palabras jamás leeremos. Su superior le cuenta el caso del capitán Louvet, durante la campaña rusa de Napoleón, un militar pero sobre todo un teórico de la guerra que había ignorado qué era un campo de batalla –qué era la violencia, el horror-- hasta ese mismo momento.

En Veneno y sombra y adiós, el narrador-espía --que en las novelas anteriores presagiaba el futuro de sus espiados (Tu rostro mañana)— ahora renunciará a prever. Simplemente descubre horrorizado cuál es el efecto de una de sus conjeturas, de unos de sus augurios: la violencia o la muerte

El coronel de la ficción habla con desparpajo –como hablarán los personajes de Javier Marías–, con unas palabras inciertas, precarias y abundantes. Frente al capitán Louvet de la novela, el personaje de Marías es alguien que perora de la guerra real y sobre todo del relato de la guerra, alguien que lógicamente desconfía de la excesiva individualidad del soldado, de los heroísmos temerarios. La guerra, los héroes y los mártires pueden contarse porque sus detalles se ignoran, porque la sordidez se embellece con la ignorancia, parece decirnos. Frente a la Historia, una historia en la que sus narradores esperan rendir homenaje a la verdad y a la exactitud, la memoria arregla y el relato legendario retoca la oscura vida de los héroes. O, más aún, el burócrata, el superior, el administrativo corrigen e incluso desechan y eliminan expedientes, hojas de servicios. Eso es lo que hace el narrador, porque eso es lo que es: un burócrata, un superior, un administrativo. No saber permite aventurar…, y ese mando no quiere saber. “Porque nada sabemos, nada en efecto sabemos, y no obstante fíjese en que gracias a ello y a no averiguar nos es dado conjeturar, cavilar, incluso decidir sobre lo que fue de Louvet con la máxima libertad”, leo. “¿Lo ve usted? ¿Lo comprende?”, apostilla.

Si hemos de creer lo que Marías ha confesado, Veneno y sombra y adiós ha dejado exhausto a su autor. Probablemente por el número de páginas; quizá por el vuelco de la experiencia personal que, transfigurada, se traslada a la ficción; tal vez por el monólogo interior que fuerza las vivencias del personaje que habla y que exige al autor el máximo. Pero tal vez el novelista ha quedado extenuado porque los temas tratados son importantes y no se resuelven: el veneno de la violencia --que se infiltra, que intoxica, hasta el punto de desmoralizar al contagiado-- y la amenaza de la muerte. “Siempre que muere alguien”, decía Javier Marías en un artículo de El País, “una de las cosas que más me chocan y me resultan más incomprensibles es la desaparición repentina, abrupta, de cuanto el vivo recordaba y sabía hasta hacía unos momentos”. ¿Qué pasa con ese patrimonio de experiencias?, se preguntaba Marías. Una manera de retenerlo –tal vez la única— es materializarlo en un relato: un documento que testimonia. Lo que se pierde puede ser objeto de narración, pero también de especulación cuando nos faltan datos.

En Veneno y sombra y adiós, el narrador-espía --que en las novelas anteriores presagiaba el futuro de sus espiados (Tu rostro mañana)— ahora renunciará a prever. Simplemente descubre horrorizado cuál es el efecto de una de sus conjeturas, de unos de sus augurios: la violencia o la muerte. En este volumen, Marías –que, por supuesto, aún sigue abandonándose al placer de la digresión y del vaticinio-- parece más sombrío y más interesado por el pasado: el del padre y el del profesor oxoniense, los dos personajes que en sus páginas mueren.

Porque, en efecto, en Marías la novela no es sólo relato: es también autoficción y metaficción, formas de indagar sobre un yo que se despliega y que se dice, maneras de hacer explícitos los límites del propio acto de enunciar

Pero digo esto e inmediatamente me corrijo. Ese tono abatido de muerte siempre ha estado en sus novelas. En efecto, los narradores de Javier Marías siempre son impresionables, bravos y pasivos a un tiempo, dotados de una imaginación entre enfermiza y creativa: saben mirar los objetos cargados de pasado y densidad, prosopopeyas de los vivos y de los muertos, piezas sueltas de lo real. Conjeturan significados, atribuyen sentido a hechos que parecían no tenerlo o incluso a fotografías…, siempre mudas y sugerentes.

Ah, la muerte, la lenta difuminación del yo, las cosas que nos sobreviven, ese mundo de cachivaches que fueron nuestros y que, al final, son los restos de la identidad. Vean, si no, qué le ocurría al relator de Corazón tan blanco. Mira, pero sobre todo habla, habla sin parar para sobrevivir, para detener la descomposición, presuponiendo con detalle, pormenor y circunstancia, dejándose conducir por los hechizos del azar. Exactamente igual que le sucede al relator de Veneno y sombra y adiós. Divagan sobre lo que ven y sobre lo que ellos mismos son (no está clara cuál es la identidad fija); divagan abandonándose a unos incisos que les llevan a pronunciarse con elocuencia precaria y expansiva, con desparpajo o desembarazo… En el fondo, muchos individuos nos comportamos así: apreciamos un detalle y, lejos de contenernos, nos entregamos a presunciones e inferencias, rastreando la Negra espalda del tiempo, como dice Marías cuando invoca en otra obra también a Shakespeare.

Ésa es la manera que tenemos de abordar la realidad indescifrable que se nos presenta día a día: mero vislumbre creativo. O, como dice Elide Pittarello, los personajes de Marías demuestran ”una desbordante capacidad imaginativa”. Y añade: “ocultos hasta el punto de asimilar su vida a la evanescente condición del fantasma, de lo impreciso, estos sujetos captan sobre todo el lado en sombra de la realidad”: la de la identidad inestable. Pensemos en un narrador que fue profesor y ya no lo es; que ha sido espía y ahora, justamente ahora, deja de serlo. Dos son las palabras clave del diagnóstico: fantasma y sombra. En efecto, Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza tiene algo de fantasmagórico. Como tantos otros narradores de Marías: o bien porque son literalmente espectros (Cuando fui mortal); o bien por que se cobijan en la irrealidad que alumbran, sumidos en un espacio que carece de lindes y de asideros. Son sombras, en efecto: pura nube sin espesor, aire que sale por la boca.

La impresión que uno tiene cuando lee las novelas de Javier Marías es que los narradores y los personajes se expresan, efectivamente, con una locuacidad ilimitada, como si nos estuvieran revelando algo inconfesable, un secreto familiar, un oscuro detalle que nos hace copartícipes de una epifanía o una declaración. Saben expresarse, con ese manejo de la sintaxis (¿sofisticada?) que capta, que captura, que subyuga en párrafos inacabables. Con esos períodos larguísimos y envolventes, con enumeraciones, amplificaciones y concatenaciones que sirven para persuadir al lector, imaginando el destino potencial de uno mismo a partir de escasos indicios, meros barruntos de lo que la existencia nos da. Porque, en efecto, en Marías la novela no es sólo relato: es también autoficción y metaficción, formas de indagar sobre un yo que se despliega y que se dice, maneras de hacer explícitos los límites del propio acto de enunciar. “A diferencia de otras clases de pensamiento”, dice el novelista, “que sí son formas de conocimiento, el literario es más bien una forma de reconocimiento”. Porque, como antes indicábamos, la literatura (la de Marías, particularmente) “no cuenta lo consabido, sino lo sólo sabido y a la vez ignorado. O en menos palabras: sin poder explicarlo, cuenta el misterio”. Como en los viejos relatos ingleses, como en el Oxford espectral de Todas las almas.