Reseñas de libros/Ficción
Javier Marías: Veneno y sombra y adiós (Alfaguara, 2007)
Por Justo Serna, domingo, 4 de noviembre de 2007
El novelista, a la manera en que lo concibe Javier Marías, escribe lo que sabe pero eso que sabe lo ignoraba hasta el momento en que se puso a escribir, hasta el momento que se desplegó empleando las palabras. "O dicho de otra manera a la vez simple y enrevesada", precisaba el autor: la tarea del novelista "es una forma de saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía. Acaso porque no podía expresarse", insistía Javier Marías. Acaso porque aún no se había expresado.
Los novelistas miran y ven la realidad y su vida, evocan sus recuerdos y
rememoran sus experiencias: aquello que de algún modo ya sabían y aún no habían
expresado, aquello que en principio captan de modo tentativo y después consiguen
escribirlo coherente, narrativamente. Los novelistas distinguen en su interior
un mundo que ya estaba y que ahora erigen, un mundo interno enmarañado que se
parece a la realidad externa, un mundo que se asemeja a un documento confuso, a
un texto de partes intrincadas y yuxtapuestas. En la existencia del observador,
todas las cosas son indicios, todo remite a todo: hay una asociación de
experiencias y, por ello, un recuerdo remite a otro.
Cuando nuestro
escritor se pone a averiguarlas y a verbalizarlas dando forma a una historia,
deberá ser coherente con lo que va escribiendo, de manera que eso que queda
fijado le comprometa: el novelista se somete y desarrolla dichos datos de modo
congruente. Éste es el proceso de escritura de Javier Marías: si esto lo
aplicamos a una novela en tres volúmenes que sobrepasa las mil quinientas
páginas, se comprenderá que el esfuerzo sólo pueda calificarse de colosal. Así
es Tu rostro mañana, una obra cuyo primer volumen se publica en 2002
(Fiebre y lanza), el segundo en 2004 (Baile y sueño) y el tercero
en 2007: Veneno y sombra y adiós. Es este cierre lo que justifica esta
reseña y, hablando con propiedad, mi lectura de ahora, de ese tercer volumen que
sobrepasa las setecientas páginas, confirma lo que escribí cuando la novela aún
estaba inconclusa (ver link: Espías como nosotros).
Conforme
avanza, el autor elabora un mundo de palabras con personajes, circunstancias,
ateniéndose a lo dicho, sin arbitrariedades, sin incongruencias. Más aún, ese
mundo de palabras remite a libros anteriores: a Todas las almas,
principalmente, pero también a Corazón tan blanco o a El siglo. No
cometer incoherencias en una ficción que se desarrolla al tiempo que se escribe
–una ficción de la que no hay mapa de partida-- es una aventura arriesgada. Más
aún cuando esa novela tiene concomitancias obvias con la vida del novelista:
entonces, la posibilidad de confusión o de contradicciones es mayor.
¿Es ésta una historia de espías? Es
una historia de intriga que se disuelve en el cuento de lo cotidiano e
imprevisto: narrada ya en Madrid, cuando el protagonista ha dejado el grupo de
espías. En realidad, es un relato de lo ordinario, de lo que a todos nos acaece
obligándonos a interpretar, a conjeturar
Hay aquí un
personaje que es a la vez narrador, alguien llamado Jaime, Jacobo, Jacques, Yago
o Jack Deza, un antiguo profesor español que estuvo en Oxford. La historia de
Tu rostro mañana ocurre después de haber abandonado la docencia: relata
su paso por un grupo especial del MI6, encargado de espiar vaticinando o
haciendo informes de individuos a partir de los leves o documentados indicios
que la vida y el rostro de los otros ofrecen. La narración en primera persona
tiene una sintaxis especial, la que es tan característica de Javier Marías: la
oración de período largo, la amplificación, la reincidencia deliberada, la
salmodia que repite como cifra y enigma frases o invocaciones frecuentemente
shakespearianas que encierran proverbio y misterio. ¿Es ésta una historia de
espías? Es una historia de intriga que se disuelve en el cuento de lo cotidiano
e imprevisto: narrada ya en Madrid, cuando el protagonista ha dejado el grupo de
espías. En realidad, es un relato de lo ordinario, de lo que a todos nos acaece
obligándonos a interpretar, a conjeturar. Es la suya una prosa confesional que
se asemeja a un monólogo interior, a una reflexión condicionada por inevitables
digresiones (como es la vida): con los meandros propios de la reiteración.
Aunque alguien nos cuenta --Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack Deza— hay
diálogos internos que se transcriben en estilo indirecto, en estilo directo, con
personajes relevantes y, como el novelista, habladores: entre otros, el jefe de
los espías Tupra o el profesor oxoniense Peter Wheeler. En esta novela, como en
otras de nuestro autor, es común que alguien cuente al narrador algo cotidiano y
pavoroso a la vez, ordinario y terrible: algo que tiene que ver con la
experiencia –de dolor, de incertidumbre, de miedo-- y con la depuración
propiamente narrativa de dicha experiencia.
Con esta novela se cierra un
ciclo, el de Tu rostro mañana, un ciclo que podía haber continuado si el
relato no se hubiera hecho desde el presente del autor. Pero también se consuma
el modelo que empezó a explorar el propio Marías hacia 1978 cuando publicara
El monarca del tiempo. Hay grandes concomitancias. Fue entonces, en el
capítulo inicial de El monarca…, la primera vez que Marías empleó este
recurso. Como si estuviéramos en una novela de Joseph Conrad o de William
Faulkner, la voz relatora es la de un coronel que habla y habla sin parar,
alguien que cuenta a un interlocutor mudo y condenado: alguien que se expresa en
una suerte de monólogo. Estamos en el siglo XIX. El oyente es un soldado que va
a sufrir deportación, destinado al islote de Bormes (por alguna falta que
desconocemos), un soldado cuyas palabras jamás leeremos. Su superior le cuenta
el caso del capitán Louvet, durante la campaña rusa de Napoleón, un militar pero
sobre todo un teórico de la guerra que había ignorado qué era un campo de
batalla –qué era la violencia, el horror-- hasta ese mismo momento.
En Veneno y sombra y adiós, el
narrador-espía --que en las novelas anteriores presagiaba el futuro de sus
espiados (Tu rostro mañana)— ahora renunciará a prever. Simplemente
descubre horrorizado cuál es el efecto de una de sus conjeturas, de unos de sus
augurios: la violencia o la muerte
El coronel de la
ficción habla con desparpajo –como hablarán los personajes de Javier Marías–,
con unas palabras inciertas, precarias y abundantes. Frente al capitán Louvet de
la novela, el personaje de Marías es alguien que perora de la guerra real y
sobre todo del relato de la guerra, alguien que lógicamente desconfía de la
excesiva individualidad del soldado, de los heroísmos temerarios. La guerra, los
héroes y los mártires pueden contarse porque sus detalles se ignoran, porque la
sordidez se embellece con la ignorancia, parece decirnos. Frente a la Historia,
una historia en la que sus narradores esperan rendir homenaje a la verdad y a la
exactitud, la memoria arregla y el relato legendario retoca la oscura vida de
los héroes. O, más aún, el burócrata, el superior, el administrativo corrigen e
incluso desechan y eliminan expedientes, hojas de servicios. Eso es lo que hace
el narrador, porque eso es lo que es: un burócrata, un superior, un
administrativo. No saber permite aventurar…, y ese mando no quiere saber.
“Porque nada sabemos, nada en efecto sabemos, y no obstante fíjese en que
gracias a ello y a no averiguar nos es dado conjeturar, cavilar, incluso decidir
sobre lo que fue de Louvet con la máxima libertad”, leo. “¿Lo ve usted? ¿Lo
comprende?”, apostilla.
Si hemos de creer lo que Marías ha confesado,
Veneno y sombra y adiós ha dejado exhausto a su autor. Probablemente por
el número de páginas; quizá por el vuelco de la experiencia personal que,
transfigurada, se traslada a la ficción; tal vez por el monólogo interior que
fuerza las vivencias del personaje que habla y que exige al autor el máximo.
Pero tal vez el novelista ha quedado extenuado porque los temas tratados son
importantes y no se resuelven: el veneno de la violencia --que se infiltra, que
intoxica, hasta el punto de desmoralizar al contagiado-- y la amenaza de la
muerte. “Siempre que muere alguien”, decía Javier Marías en un artículo de El
País, “una de las cosas que más me chocan y me resultan más incomprensibles
es la desaparición repentina, abrupta, de cuanto el vivo recordaba y sabía hasta
hacía unos momentos”. ¿Qué pasa con ese patrimonio de experiencias?, se
preguntaba Marías. Una manera de retenerlo –tal vez la única— es materializarlo
en un relato: un documento que testimonia. Lo que se pierde puede ser objeto de
narración, pero también de especulación cuando nos faltan datos.
En
Veneno y sombra y adiós, el narrador-espía --que en las novelas
anteriores presagiaba el futuro de sus espiados (Tu rostro mañana)— ahora
renunciará a prever. Simplemente descubre horrorizado cuál es el efecto de una
de sus conjeturas, de unos de sus augurios: la violencia o la muerte. En este
volumen, Marías –que, por supuesto, aún sigue abandonándose al placer de la
digresión y del vaticinio-- parece más sombrío y más interesado por el pasado:
el del padre y el del profesor oxoniense, los dos personajes que en sus páginas
mueren.
Porque, en efecto, en Marías la
novela no es sólo relato: es también autoficción y metaficción, formas de
indagar sobre un yo que se despliega y que se dice, maneras de hacer explícitos
los límites del propio acto de enunciar
Pero digo esto e
inmediatamente me corrijo. Ese tono abatido de muerte siempre ha estado en sus
novelas. En efecto, los narradores de Javier Marías siempre son impresionables,
bravos y pasivos a un tiempo, dotados de una imaginación entre enfermiza y
creativa: saben mirar los objetos cargados de pasado y densidad, prosopopeyas de
los vivos y de los muertos, piezas sueltas de lo real. Conjeturan significados,
atribuyen sentido a hechos que parecían no tenerlo o incluso a fotografías…,
siempre mudas y sugerentes.
Ah, la muerte, la lenta difuminación del yo,
las cosas que nos sobreviven, ese mundo de cachivaches que fueron nuestros y
que, al final, son los restos de la identidad. Vean, si no, qué le ocurría al
relator de Corazón tan blanco. Mira, pero sobre todo habla, habla sin
parar para sobrevivir, para detener la descomposición, presuponiendo con
detalle, pormenor y circunstancia, dejándose conducir por los hechizos del azar.
Exactamente igual que le sucede al relator de Veneno y sombra y adiós.
Divagan sobre lo que ven y sobre lo que ellos mismos son (no está clara cuál es
la identidad fija); divagan abandonándose a unos incisos que les llevan a
pronunciarse con elocuencia precaria y expansiva, con desparpajo o desembarazo…
En el fondo, muchos individuos nos comportamos así: apreciamos un detalle y,
lejos de contenernos, nos entregamos a presunciones e inferencias, rastreando la
Negra espalda del tiempo, como dice Marías cuando invoca en otra obra
también a Shakespeare.
Ésa es la manera que tenemos de abordar la
realidad indescifrable que se nos presenta día a día: mero vislumbre creativo.
O, como dice Elide Pittarello, los personajes de Marías demuestran ”una
desbordante capacidad imaginativa”. Y añade: “ocultos hasta el punto de asimilar
su vida a la evanescente condición del fantasma, de lo impreciso, estos sujetos
captan sobre todo el lado en sombra de la realidad”: la de la identidad
inestable. Pensemos en un narrador que fue profesor y ya no lo es; que ha sido
espía y ahora, justamente ahora, deja de serlo. Dos son las palabras clave del
diagnóstico: fantasma y sombra. En efecto, Jaime, Jacobo, Jacques, Yago o Jack
Deza tiene algo de fantasmagórico. Como tantos otros narradores de Marías: o
bien porque son literalmente espectros (Cuando fui mortal); o bien por
que se cobijan en la irrealidad que alumbran, sumidos en un espacio que carece
de lindes y de asideros. Son sombras, en efecto: pura nube sin espesor, aire que
sale por la boca.
La impresión que uno tiene cuando lee las novelas de
Javier Marías es que los narradores y los personajes se expresan, efectivamente,
con una locuacidad ilimitada, como si nos estuvieran revelando algo
inconfesable, un secreto familiar, un oscuro detalle que nos hace copartícipes
de una epifanía o una declaración. Saben expresarse, con ese manejo de la
sintaxis (¿sofisticada?) que capta, que captura, que subyuga en párrafos
inacabables. Con esos períodos larguísimos y envolventes, con enumeraciones,
amplificaciones y concatenaciones que sirven para persuadir al lector,
imaginando el destino potencial de uno mismo a partir de escasos indicios, meros
barruntos de lo que la existencia nos da. Porque, en efecto, en Marías la novela
no es sólo relato: es también autoficción y metaficción, formas de indagar sobre
un yo que se despliega y que se dice, maneras de hacer explícitos los límites
del propio acto de enunciar. “A diferencia de otras clases de pensamiento”, dice
el novelista, “que sí son formas de conocimiento, el literario es más bien una
forma de reconocimiento”. Porque, como antes indicábamos, la literatura (la de
Marías, particularmente) “no cuenta lo consabido, sino lo sólo sabido y a la vez
ignorado. O en menos palabras: sin poder explicarlo, cuenta el misterio”. Como
en los viejos relatos ingleses, como en el Oxford espectral de Todas las
almas.